Manuel Fernández y González - Los hermanos Plantagenet
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– ¡Tres días! murmuró, hace también tres días que consumí mis últimas patatas. ¡Oh! ¡tiene hambre, y su hermano no le puede dar un pedazo de pan!
Dik volvió á su silencioso paseo; el verdugo se dió un golpe en la frente lanzando una exclamación, como quien encuentra un recurso en una situación desesperada.
– ¡Oh! me había olvidado, dijo; hubo un tiempo en que teníamos trajes de seda bordados de oro, y yo debo conservar uno de esos trajes.
Levantóse y retiró el lecho, debajo del cual había un saco de cuero.
Godofredo al verlo dió un grito de alegría como quien encuentra un objeto que busca á la ventura. Abrió el saco, y lo primero que brilló á la luz de la lámpara, fué una espada.
– ¡Arma de caballero! murmuró con indiferencia Dik tomando la espada. Buen temple, añadió blandiéndola con una soltura que probaba no era la primera vez que su mano empuñaba un arma de tal género. Después, con la curiosidad de un inteligente, arrojó una mirada sobre la hoja y la empuñadura.
Sus ojos se animaron, su boca se entreabrió en un movimiento de sorpresa; devoraba más bien que miraba un escudo cincelado en una chapa de oro entre los gavilanes. El escudo estaba coronado por una diadema real, y en él, sobre una faja azul, se veía un león rapante.
– ¿Quién te ha dado esta espada? preguntó con ansiedad á Godofredo.
– Es un despojo del patíbulo, contestó fríamente Godofredo.
Dik se estremeció, soltó la espada como hubiera podido soltar un hierro candente, y siguió en su solitario paseo circular.
– Mira, dijo Godofredo mostrándole un traje de una tela verde semejante al terciopelo, pesadamente bordada de oro, es un hermoso traje que yo vestía cuando hice mi prueba de corta-cabezas; le he conservado, lo mismo que esta espada, porque cada uno de estos objetos me recuerda una historia. Antes de venderlos me hubiera dejado morir; ¡pero tú tienes hambre!
– No, no; ni este traje ni esta espada se venderán, contestó con firmeza Dik; ve si tienes otro recurso. Si no le hay, sufriré el hambre.
– No, no, exclamó Godofredo, es necesario que yo busque un pedazo de pan; ¡Dios mío! ¡pero ah! estoy loco; de todo me olvido; tengo en esta bolsa los cien florines que me dió para los bandidos de Sowttwark Adam Wast. De estos cien florines bien podré tomar uno para tí; ¿no es verdad, Dik?
– Haz lo que quieras, contestó pensativo.
Godofredo descorrió los cerrojos de la puerta, y la abrió.
– Aguarda, le dijo Dik, ¿dónde habita Adam Wast?
Godofredo llevó á su hermano al respiradero, y le dijo señalándole una pequeña casa contigua á la horca.
– ¿Ves allí una ventana iluminada por el reflejo de una luz?
– Sí.
– Allí vive Adam Wast.
– ¿Y quién vela ahora en ella? ¿él?
– No, su mujer.
– ¿Sabes como se llama su mujer?
– Sí; Ketti.
– ¿Y esa mujer tiene madre? insistió con voz profunda Dik.
– No; la loca Ketti murió hace un año, contestó maquinalmente Godofredo, y salió.
IV
DE LO QUE ENCONTRÓ DIK CUANDO MENOS LO ESPERABA
DIK permaneció en el respiradero con la mirada fija en la ventana vecina, donde brillaba el reflejo de la luz. Mucho debía interesarle, puesto que inmóvil, atento, reconcentraba en ella toda su atención, cual si pretendiese penetrar al través de sus paredes lo que acontecía en su interior.
Un momento después se separó del respiradero. Su mirada recorrió el estrecho recinto del sótano, y vió en la oscuridad de uno de sus lóbregos ángulos, un cántaro. Fué á él, lavóse el rostro y las manos de la sangre que los manchaba, y arrojando su gabán de montero, se vistió el traje de seda y oro que su hermano había dejado abandonado sobre su lecho de paja. Cuando estuvo completamente vestido, se ciñó la espada, y apareció un caballero gentil, si bien atezado, de manos membrudas, cosa en aquella época muy común entre los caballeros de mayor alcurnia, cortesanos con poca frecuencia, hombres de armas y caza siempre. Sirviéronle sus manos de peine, y sobre su larga cabellera se ciñó un gorro compañero del traje.
Era éste una túnica talar de anchos pliegues y mangas perdidas, sujeta por un cinturón del mismo género, del que pendía la espada; debajo de esta especie de sobrevesta se veía un jubón de manga estrecha ciñendo los brazos, y un pantalón de seda encarnado aparecía en la extremidad de las piernas, ceñidas en su principio hasta el tobillo por unos botines de gamuza. El deslumbre del traje que vestía Dik, desdecía de una manera enérgica del aspecto del sótano de la horca.
El joven se colocó de nuevo en el respiradero, y fijó su mirada en la ventana de la casa vecina. Un silencio profundo reinaba en la plaza del Mercado, silencio interrumpido á veces por el chirrido de alguna carreta que acompañaba algún hombre con paso lento y forzado, ó por los pasos acompasados de alguna ronda de archeros. Los archeros se apartaban cuidadosamente de la carreta, porque su carga eran cadáveres apestados. Después de estos ruidos transitorios, el silencio volvía á invadir la desierta plaza.
Una voz que cantaba dentro de la casa en que Dik fijaba su mirada, vino á interrumpir de nuevo el silencio; era una voz dulce, simpática, melancólica; cantaba una balada de triste y lánguida armonía, cuya traducción hubiera podido ser:
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país; no eres tan hermosa, orgullosa ciudad de Londres.»
«Las almenas de tus torres están envueltas por la niebla; las cabañas de mi país se recortan sobre un cielo azul, velado por blancas nubecillas.»
«¡Londres! ¡Londres! tú eres sombrío como un cementerio; mi valle es alegre como un jardín.»
«¡Londres! ¡Londres! ¡ciudad coronada! tú no eres tan hermosa como las aldeas de mi país.»
La voz calló, y el oído de Dik devoró hambriento sus últimas vibraciones. Hacía algún tiempo que había cesado el canto, y aún le parecía escucharlo.
Un momento después la luz desapareció de la ventana, é inmediatamente la puerta colocada bajo ella se abrió, y salieron dos mujeres. La una llevaba un lío en la mano, y era joven; la otra una lámpara de hierro, y era vieja. La vieja cerró; la joven se deslizó por la solitaria plaza, y pasó muy cerca del respiradero donde observaba Dik, que escuchó el crujido de un traje y el són de unas ligeras pisadas.
De un salto se puso Dik fuera del subterráneo, y empezó á seguir á la mujer.
La oscuridad era densísima, nada se veía á algunos pasos de distancia, y el leve rumor de los pasos de la mujer era lo único que servía á Dik para no perder la pista.
La joven atravesó la plaza, se deslizó por el cuartel del Temple y se dirigió á San James, sin duda reparó en que la seguían, puesto que se detuvo á la entrada del cuartel, residencia de la alta nobleza. Dik adelantó, y se detuvo junto á ella.
– ¿Quién eres? preguntó la niña con una voz argentina.
– ¡Quién soy yo!.. ¿qué te importa? contestó trabajosamente Dik, mientras su sangre circulaba con una rapidez terrible. ¿Dónde vas, Ketti?
Un grito débil, involuntario, salió de los labios de la joven, y Ricardo la sintió asida de su cuello, sintió los latidos del seno de aquella mujer; la oyó decir con acento indescribible:
– ¡Dik!..
La joven no dijo más, dobló su cabeza sobre el pecho del joven, y empezó á llorar entre sollozos.
– Aparta, la dijo Dik separándola dulcemente; no es en mis brazos donde debo recibirte. Me has hecho traición.
– No, no, me engañaron, contestó la joven llorando; ¡te creí muerto!..
– Es decir…
– Que estoy casada.
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