Manuel Fernández y González - Los hermanos Plantagenet
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Otro hombre apareció inmediatamente; fué interrogado del mismo modo que los anteriores, y después de un saludo igual tomó asiento en la cuarta piedra.
Este hombre parecía anciano; vestía un traje y una capa de paño pardo; llevaba antifaz, y cubría sus cabellos un sombrero gris de ala ancha.
Un quinto interlocutor se dejó ver de la misma manera que los precedentes: fué asimismo interrogado, saludó y fué á sentarse en la quinta piedra.
Su traje era de ante, á que el tiempo había dado un color oscuro; su rostro estaba cubierto con un antifaz; su edad podría suponerse entre treinta y cuarenta años, atendida su mirada y el estado de su cabellera. La única arma de este hombre era un bastón ferrado, que, aunque de gran peso, manejaba como si fuera una caña.
Otro hombre, en fin, se dejó ver. Contestó como los anteriores á las preguntas que se le hicieron; pero su voz era mucho más sombría que la que antes que ella habían resonado en la cabaña; saludó á cierta distancia, y sin tender la mano á ninguno de los cinco hombres, fué á sentarse en la última piedra.
Su traje y su antifaz eran enteramente colorados; llevaba la cabeza descubierta, una cuerda del grueso de un dedo, lustrosa y usada, daba muchas vueltas á la cintura, y un largo espadón de á dos manos, de punta roma y encerrado en una vaina de acero blanco, pesaba sobre su espalda sujeta por un ancho tahalí con hebilla de hierro.
Las seis piedras estaban ocupadas; la luz de la hoguera reflejaba en seis hombres de trajes y edades diferentes, alumbrando un conjunto como no soñó la atrevida imaginación de Teniers en sus cuadros más originales.
El hombre que había ocupado la primer piedra, el que había interrogado á los otros cinco, se levantó entonces, y dirigiéndose al último, le preguntó:
– ¿Sabes dónde estás?
– Sí, en el tribunal de justicia de los hermanos de la niebla.
– ¿Quién te ha traído?
– Una lancha.
– ¿Cómo te llamas?
– Entre vosotros, hermano de la niebla.
– ¿Y entre los hombres?
– El verdugo de la prevostía de Londres.
Un estremecimiento involuntario se dejó oir en cada uno de los otros cinco, y el rumor de algunas frases inarticuladas se percibió momentáneamente.
– ¡Silencio! exclamó el primer hombre; ¿y con qué objeto te has unido á nosotros?
– Con el de vengarme.
– ¿De quién?
– De los hombres.
– Los hombres no pueden insultarte, tu posición te aisla; sobre tu traje colorado no es posible una mancha.
– No vengo representando mi presente; es una consecuencia de mi pasado; vengo por mi pasado.
– Déjanos ver tu rostro.
El verdugo se arrancó el antifaz; un semblante lívido, enflaquecido, en cuyas profundas órbitas brillaban unos ojos de mirada implacable, en que el sufrimiento ó el remordimiento habían impreso arrugas prematuras, se ofreció sucesivamente á cada una de las miradas de los cinco; semblante marcado por una sonrisa glacial que respondía por un corazón desgarrado por terribles penas.
– ¿Cómo te han ofendido los hombres?
– Está en el corazón, contestó el verdugo; mi historia es un secreto que no me pertenece; mi historia os diría mi nombre; yo no tengo ya nombre, debo olvidarlo.
El verdugo sentóse de nuevo y guardó silencio.
– ¿Y tú, quién eres? preguntó el que había interrogado al verdugo al quinto hombre.
– Hermano de la niebla; me llamo Tom Flavi, y soy uno de los llaveros de la torre de Londres.
Diciendo esto, se arrancó el antifaz y dejó ver un rostro franco y valiente, en que brillaba cierta expresión de entusiasmo.
El verdugo y el llavero se miraron como personas conocidas, pero de un modo particular.
– Y tú, ¿cómo te llamas? dijo el interrogante al cuarto personaje.
Púsose de pie y contestó:
– Aquí, hermano de la niebla; en la plaza del mercado, Jorge Rak, mercader de paños y lienzos.
Arrancóse el antifaz, y el verdugo vió en el semblante de este hombre, venerable ya por su ancianidad, otro antiguo conocido.
Sentóse Jorge Rak, y el presidente de aquella extraña asamblea se dirigió al tercer hombre.
– ¿Quién eres, y cómo te llamas?
– Hermano de la niebla aquí, estudiante de teología en la Universidad; mi nombre es Williams Caridemus.
Descubrióse y dejó ver un semblante alegre á pesar de la gravedad de que quería revestirlo; un semblante picaresco y atrevido, con la bulliciosa sonrisa del estudiante vivaracho, que sólo cuenta dieciocho años. Sentóse y llegó el turno de ser interrogado en la misma forma al segundo hombre, que respondió:
– Soy hermano de la niebla, cortador de la muy noble carnicería de la buena y leal ciudad de Londres (el carnicero recalcó estas últimas palabras), y me llamo John Asta-de-buey; tras esto sentóse; despojóse del antifaz, y dejó ver un rostro orlado de larga cabellera, barba negra y revuelta, cejas descomunales, ojos atrevidos, nariz ancha y roma, y boca de estremada magnitud.
Sólo nos falta conocer la fisonomía, el nombre y la condición del presidente, que á su vez despojóse del antifaz, y dejó descubierto un semblante noble, majestuoso y dulce á la par, de color blanco mate, en que se marcaba un temperamento nervioso, de ojos grandes y lánguidos, de mirada fija y escudriñadora.
– Yo soy como vosotros, hermano de la niebla, abogado, y mi nombre Adam Wast.
Sentóse, y después de un momento de silencio, dijo:
– Todos nos conocemos, y nuestro conocimiento data de la misma fecha. Hace dos años nos reuníamos todos los días…
– En la Torre de Londres, en el patio de los calabozos, observó el estudiante interrumpiendo á Adam Wast.
– Cabalmente, en el patio de los calabozos, eso, es. Aquella era una época terrible. La Inglaterra tenía un trono sin rey, y un canciller regente sin corazón; las vidas, las honras y las haciendas eran patrimonio del obispo de Eli, y estaban á merced de los miserables sicarios que le rodeaban y aún le rodean; mi casa fué allanada, y mi persona reducida á prisión, porque invoqué ley en favor de un hombre ultrajado por el obispo.
– Y yo, por haber roto la cabeza á un arquero del canciller obispo, que pretendía vivir á mi costa robándome carne, observó John Asta-de-buey.
– Y yo, por haber defendido teológicamente, que el obispo de Eli era un diablo con sotana, añadió el estudiante de teología.
– Y yo, por haberme negado á satisfacer un doble derecho sobre mis géneros á los comisionados de los Aldermen, balbuceó el anciano Jorge Rak.
– Se nos había detenido injustamente, éramos inocentes, y nos unimos por simpatías; la Torre de Londres era para nosotros un libro en que leíamos, de una manera clara, infamias y desafueros que generalmente quedan consignados como un misterio en las páginas de piedra de aquel gigante maldito, y que no pueden concebir los que no han pasado sus poternas, que pocas veces se abren para dar salida á vivos; desde lo sombrío de nuestros calabozos meditamos sobre el destino de Inglaterra, y le vimos oscuro, tenebroso, sin que una lejana esperanza pudiese consolarnos. Vimos un trono abandonado por un rey guerreador, que no sabiendo engrandecer su país, hacerle libre y fuerte, y por consecuencia feliz, llevaba su espada á una empresa fanática, al lado de los fanáticos cruzados, perturbadores de un país para el cual eran un azote de Dios, vimos un hermano traidor, revolucionando la Normandía para arrancar una corona á su hermano; vimos un obispo convertido en ladrón y verdugo del pueblo, ídolo degradado, temido por una nobleza degradada, y vimos en fin un pueblo abandonado, insultado, azotado, robado y asesinado por el rey, por la nobleza, por el obispo, por los aldermens y por los soldados. Vimos un pueblo cobarde, murmurando en secreto, doblegándose y arrojándose á los pies de sus señores á la luz del sol.
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