Manuel Fernández y González - Los hermanos Plantagenet

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– Comprendo, observó Adam Wast; habéis perdido en la lucha.

– ¿Y cómo sostenerla? contestó el montero. Cuando apareció el peligro, los cobardes retrocedieron y dejaron reducido el número de mis monteros á una mitad; la otra mitad ha sido dispersada, ahorcada en parte, y en parte desarmada y azotada. ¡Ira de Dios, ingleses! ¡mi rostro está ensangrentado! ¡el talabarte de un mercenario ha macerado el rostro de un inglés!

– ¿Y quién te ha traído aquí?

– La casualidad: perseguido por los archeros, rodeado por todas partes, me ví entre mis verdugos y el Támesis: no debí dudar en la elección, y me arrojé al agua; algunas flechas pasaron junto á mí sin tocarme; la niebla me protegió, y tomé tierra en este islote, bien á punto por cierto para escucharos y saber que, como yo, había ingleses ofendidos, ingleses que querían vengarse.

Había tal fuerza de persuasión en el acento del montero, que Adam Wast desarrugó el entrecejo y le tendió la mano.

– Y bien, dijo, te creo y por mi parte acepto tu alianza. ¿Qué decís hermanos?

– Que sí.

– Bien.

– Le aceptamos, contestaron á un tiempo los preguntados, el cortador y el verdugo.

– ¿Cómo te llamas? dijo Adam Wast.

– Dik, contestó el montero.

– No le conocemos, observó el cortador; puede ser un espía.

– ¿Que no me conocéis? repuso con extrañeza Dik: ¿necesitáis que un hijo de mi madre os responda de mí? añadió dirigiéndose al verdugo y asiéndole una mano; pues bien, hermano mío, asegura á estos hombres que no tenemos sangre de traidores.

– ¡Su hermano! exclamaron con el acento de la admiración algunas voces.

– Sí; mi hermano es el verdugo de la Torre de Londres.

El verdugo se arrojó en los brazos de Dik, y ocultó el rostro sobre su pecho; algunos sollozos sofocados fueron el único ruido que turbó el silencio general.

– Y bien, amigos míos, dijo Dik, íd á vuestros puestos, que yo acompañaré á mi hermano y me veréis junto á él al toque de cubre-fuego.

Y con el mismo ademán imperioso conque al aparecer entre los cinco hombres les mandó aguardar, dijo señalando á la puerta:

– Partid.

Los cinco hombres salieron; cuando el montero y el verdugo quedaron solos, el último levantó su semblante bañado en lágrimas de conmoción, y dijo:

– ¡Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡no has renegado de mí, hermano mío!

– ¡Renegar de tí! ¡porque eres verdugo! ¡Oh! has hecho bien; has elegido mejor caza que yo, y te envidio. Vamos.

El verdugo y el montero salieron de la cabaña asidos de las manos.

III

PRINCIPIOS DE AVENTURA

POCO después los dos hermanos saltaban en tierra en la orilla opuesta; entregaron la barca á sus dueños, subieron á lo largo de la ribera, pasaron el puente London-Bridge, y atravesando las estrechas y sombrías callejuelas del Cuartel de la Torre, se detuvieron, subieron al collado que lleva el nombre de ésta, é hicieron alto cabalmente junto á una horca de hierro, fija sobre un terraplén de mampostería, á cuya esplanada se ascendía por una pendiente escalera.

El verdugo se acercó al terraplén, abrió una puerta colocada en uno de sus costados, y que la oscuridad no dejaba percibir; entraron los dos hombres, y el verdugo volvió á cerrar.

Habían penetrado en un pequeño espacio húmedo y negro por el continuo contacto del humo, á que sin duda daba mala salida un estrecho respiradero practicado en uno de los costados.

Los muebles que se veían en esta extraña vivienda, eran dos banquillos de madera, un lecho de paja cubierto por una vieja capa colorada, un hacha y algunos dogales: todo este conjunto miserable estaba alumbrado por una lámpara de barro, encendida delante de un tosquísimo grabado representando una Virgen, pegado en el muro en un ángulo de aquella especie de caverna, sobre el miserable lecho.

Dik miró con extrañeza los objetos que le rodeaban; sentóse en un banquillo, y apoyando su rostro ensangrentado en la mano derecha, y el brazo de ésta sobre su rodilla, fijó en el pavimento empolvado su mirada sombría y pensativa.

El verdugo permanecía de pie frente á él, mirándole de una manera tenaz; la expresión de indiferencia feroz de su rostro había desaparecido, y su boca estaba fruncida por una sonrisa de amor y de amargura. Una madre hubiera mirado del mismo modo á un hijo desgraciado, vuelto á su vista después de una larga ausencia.

– ¡Qué mudado estás, Ricardo! dijo al fin el verdugo; yo no hubiera podido reconocerte.

– Muy mudado, Godofredo, ¿es verdad? añadió el montero levantándose; ¿crees tú que no me conocerán en Londres?

– ¡Oh! no; no eres tú ya el Ricardo de otro tiempo, alegre y confiado, de tez blanca, cabellos blondos, y talle esbelto encerrado en un justillo de seda; tampoco á mí me conocen; una prisión en la Torre cuando el corazón está desgarrado por desgracias tan sombrías como las nuestras, sería capaz de desfigurar al hombre más fuerte.

– ¡Con qué has estado preso, pobre Godofredo!

– Preso no; retirado á una prisión voluntaria, mi profesión de verdugo empezó por su situación más elevada. Cuando murió James Church, ejecutor del rey, corta cabezas de altos traidores, los heraldos de la prebostía llamaron á son de clarín á los que quisiesen sucederle, yo me presenté enmascarado; creí tener contendientes, pero nadie se presentó á disputar la plaza que en mi desesperación había elegido; los hombres somos unos miserables locos, que no tocamos más que extremos. Yo había querido ser un ángel salvador de la humanidad; había sacrificado generosamente mis afecciones en favor de los hombres, y sólo encontré ingratos y malvados; había soñado en el amor de la mujer, y no encontré más que infamias y traiciones. Un sueño desvanecido influye de una manera terrible en organizaciones como la mía; yo, que antes de conocerle amaba al hombre conocido le aborrecí; yo que amándole había querido ser para él un ángel salvador, aborreciéndole quise ser su azote, su demonio, y me hice verdugo.

– ¡Oh! hiciste bien, muy bien, – murmuró sordamente Dik, devorando á largos pasos la estrecha vivienda del verdugo como un tigre encerrado en una jaula.

– Cuando me presenté en la conserjería de la Torre, prosiguió el verdugo, me dieron esta espada, y me hicieron bajar á los calabozos, en uno de ellos había un tajo, junto al tajo el cadáver de un preso, muerto tal vez de desesperación. Cortar la cabeza á aquel cadáver era mi prueba; ¡oh! aquel momento fué terrible, mi espada dividió el tronco de un solo golpe, y se clavó rechinando en el tajo. Nada me dijeron; ni me preguntaron mi nombre, ni mi procedencia; me dieron este vestido colorado, una bolsa llena de monedas de cobre, y un aposento en la Torre; dos años estuve sin salir de ella; en dos años el calabozo donde hice mi prueba, me ha visto cortar muchas cabezas nobles; durante ese tiempo, la vista de la sangre desencajó mi mirada; mis mejillas enflaquecieron y se tornaron lívidas como las de un cadáver; el horror erizó mis cabellos, y cuando un día arrojé una mirada sobre mi faz, reproducida en lo acicalado del escudo de un archero, no me reconocí; Godofredo había desaparecido, sólo quedaba el verdugo.

Un silencio sombrío sucedió á esta exposición; Godofredo se dejó caer desplomado sobre un banquillo, y Dik siguió su paseo circular con paso más fuerte y apresurado. De repente se detuvo y fijó su terrible mirada en su hermano.

– Tengo hambre, le dijo.

El verdugo se estremeció como la madre indigente á quien su hijo pide un pedazo de pan.

– ¡No he comido en tres días!

Godofredo se conmovió, una lágrima ardiente y sola asomó á sus áridos párpados.

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