Vicente Blasco Ibáñez - Los cuatro jinetes del apocalipsis

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Desnoyers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había de tener su castillo, como los otros?… Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos de las guerras de religión, mezcla de palacio y fortaleza, con fachada italiana del Renacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos en los que nadaban cisnes.

El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas. Además, le tentaban las vastas proporciones de las piezas del castillo, desprovistas de muebles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus cuevas, entregándose á nuevas compras. En este ambiente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes blancas de las habitaciones modernas… La histórica morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietario muchas veces. Pero él y la tierra se conocían perfectamente… Y al mismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso parque cultivos y explotaciones de ganado, como una reducción de sus empresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese. No era miedo á los gastos: era que él «no estaba acostumbrado á perder dinero».

La adquisición del castillo le proporcionó una honrosa amistad, viendo en ella la mayor ventaja del negocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora en la Alta Cámara, mudo durante la sesión, movedizo y verboso en los pasillos, para sostener su influencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agitaciones de la Revolución, así como los nobles de pergaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido á la Convención; su padre había figurado en la República de 1848. El, como hijo de proscrito muerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba á todas horas de la gloria del maestro para que un rayo de ella se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego» al padre, riendo un poco de su republicanismo romántico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva, temiendo una demanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del «grande hombre». El personaje era admirador de la riqueza, y encontró por su parte cierto talento á este millonario del otro lado del mar que hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de una vecindad del campo, continuándose en París. René acabó por visitar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sus hijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivolidades de la última moda. Todos los regalos de su padre los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular adquirida en una subasta, torcía el gesto: «Más me gustaría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer frente á «los viejos».

El padre la había confiado por completo á doña Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo «peoncito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado con entusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco redondel los balanceantes monigotes humanos, solos ó en fila!… Su hija pasaba y repasaba ante sus ojos roja de agitación, echando atrás las espirales de su cabellera que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona y fuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre, «había sido destetada con biftecs».

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta. Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas á bajo precio. Y Chichí fué al patinaje con una de las doncellas cobrizas, pasando la tarde entre sus amigas de sport , todas procedentes del nuevo mundo. Se comunicaban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers se alarmaba, dando suelta á su mal humor, cuando por la noche iba emitiendo Chichí en forma de aforismos lo que ella y sus compañeras habían discurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, sea quien sea.»

Pero estas contrariedades del padre carecían de importancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!… Julio, al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, pero al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profesión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagradas, pero tenía por indignos de sus goces á los que no hubiesen trabajado. Recordó además sus años de tallista. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría á ser un gran pintor este muchacho perezoso, pero de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en la vida?… Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y colorido, exigía una existencia aparte para trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un estudio de la rue de la Pompe que había pertenecido á un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus anexos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el maestro había muerto, y Desnoyers aprovechó la buena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en bloque muebles y cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuida del bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de cigarro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras… Más adelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fué recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?… Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rue de la Pompe , pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-Honorée d'Eylau.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses, pasó semanas enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía… Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rue de la Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á mediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?…

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