Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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Ramiro Arribas tenía treinta y cuatro años, un pasado de idas y venidas, y una capacidad de seducción tan poderosa que ni un muro de hormigón habría podido contenerla. Atracción, duda y angustia primero. Abismo y pasión después. Bebía el aire que él respiraba y a su lado caminaba a dos palmos por encima de los adoquines. Podrían desbordarse los ríos, desplomarse los edificios y borrarse las calles de los mapas; podría juntarse el cielo con la tierra y el universo entero hundirse a mi pies que yo lo soportaría si Ramiro estaba allí.

Ignacio y mi madre comenzaron a sospechar que algo anormal me pasaba, algo que iba más allá de la simple tensión producida por la inminencia del matrimonio. No fueron, sin embargo, capaces de averiguar las razones de mi excitación ni hallaron causa alguna que justificara el secretismo con que me movía a todas horas, mis salidas desordenadas y la risa histérica que a ratos no podía contener. Logré mantener el equilibrio de aquella doble vida apenas unos días, los justos para percibir cómo la balanza se descompensaba por minutos, cómo el platillo de Ignacio caía y el de Ramiro se alzaba. En menos de una semana supe que debía cortar con todo y lanzarme al vacío. Había llegado el momento de pasar la guadaña por mi pasado. De dejarlo al ras.

Ignacio llegó a casa por la tarde.

–Espérame en la plaza -susurré entreabriendo la puerta apenas unos centímetros.

Mi madre se había enterado a la hora de comer; él ya no podía seguir sin saberlo. Bajé cinco minutos después, con los labios pintados, mi bolso nuevo en una mano y la Lettera 35 en la otra. Él me esperaba en el mismo banco de siempre, en aquel pedazo de fría piedra donde tantas horas habíamos pasado planeando un porvenir común que ya nunca llegaría.

–Vas a irte con otro, ¿verdad? – preguntó cuando me senté a su lado. No me miró: tan sólo mantuvo la vista concentrada en el suelo, en la tierra polvorienta que la punta de su zapato se encargaba de remover.

Asentí sólo con un gesto. Un sí rotundo sin palabras. Quién es, preguntó. Se lo dije. A nuestro alrededor continuaban los ruidos de siempre: los niños, los perros y los timbres de las bicicletas; las campanas de San Andrés llamando a la última misa, las ruedas de los carros girando sobre los adoquines, los mulos cansados camino del fin del día. Ignacio tardó en volver a hablar. Tal determinación, tanta seguridad debió de intuir en mi decisión que ni siquiera dejó entrever su desconcierto. No dramatizó ni exigió explicaciones. No me increpó ni me pidió que reconsiderara mis sentimientos. Sólo pronunció una frase más, lentamente, como dejándola escurrir.

–Nunca va a quererte tanto como yo.

Y después se puso en pie, agarró la máquina de escribir y echó a andar con ella hacia el vacío. Le vi alejarse de espaldas, caminando bajo la luz turbia de las farolas, conteniendo tal vez las ganas de estrellarla contra el suelo.

Mantuve la mirada fija en él, contemplé cómo salía de mi plaza hasta que su cuerpo se desvaneció en la distancia, hasta que dejó de percibirse en la noche temprana de otoño. Y yo habría querido quedarme llorando su ausencia, lamentando aquella despedida tan breve y tan triste, inculpándome por haber puesto fin a nuestro proyecto ilusionado de futuro. Pero no pude. No derramé una lágrima ni descargué sobre mí misma el menor de los reproches. Apenas un minuto después de desvanecerse su presencia, yo también me levanté del banco y me marché. Atrás dejé para siempre mi barrio, mi gente, mi pequeño mundo. Allí quedó todo mi pasado mientras yo emprendía un nuevo tramo de mi vida; una vida que intuía luminosa y en cuyo presente inmediato no concebía más gloria que la de los brazos de Ramiro al cobijarme.

3

Con él conocí otra forma de vida. Aprendí a ser una persona independiente de mi madre, a convivir con un hombre y a tener una criada. A intentar complacerle en cada momento y a no tener más objetivo que hacerle feliz. Y conocí también otro Madrid: el de los locales sofisticados y los sitios de moda; el de los espectáculos, los restaurantes y la vida nocturna. Los cócteles en Negresco, la Granja del Henar, Bakanik. Las películas de estreno en el Real Cinema con órgano orquestal, Mary Pickford en la pantalla, Ramiro metiendo bombones en mi boca y yo rozando con mis labios la punta de sus dedos, a punto de derretirme de amor. Carmen Amaya en el teatro Fontalba, Raquel Meller en el Maravillas. Flamenco en Villa Rosa, el cabaret del Palacio del Hielo. Un Madrid hirviente y bullicioso, por el que Ramiro y yo transitábamos como si no hubiera un ayer ni un mañana. Como si tuviéramos que consumir el mundo entero a cada instante por si acaso el futuro nunca quisiera llegar.

¿Qué tenía Ramiro, qué me dio para poner mi vida patas arriba en apenas un par de semanas? Aún hoy, tantos años después, puedo componer con los ojos cerrados un catálogo de todo lo que de él me sedujo, y estoy convencida de que si cien veces hubiera nacido, cien veces habría vuelto a enamorarme como entonces lo hice. Ramiro Arribas, irresistible, mundano, guapo a rabiar. Con su pelo castaño repeinado hacia atrás, su porte deslumbrante de puro varonil, irradiando optimismo y seguridad las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Ocurrente y sensual, indiferente a la acritud política de aquellos tiempos, como si su reino no fuera de este mundo. Amigo de unos y otros sin tomar nunca en serio a ninguno, constructor de planes soberbios, siempre con la palabra justa, el gesto exacto para cada momento. Dinámico, espléndido, contrario al acomodamiento. Hoy gerente de una firma italiana de máquinas de escribir, ayer representante de automóviles alemanes; anteayer qué más daba y el mes que viene sabría Dios.

¿Qué vio Ramiro en mí, por qué se encaprichó de una humilde modista a punto de casarse con un funcionario sin aspiraciones? El amor verdadero por primera vez en su vida, me juró mil veces. Había habido otras mujeres antes, claro. ¿Cuántas?, preguntaba yo. Algunas, pero ninguna como tú. Y entonces me besaba y yo creía bailar al filo del desmayo. Tampoco me sería hoy difícil confeccionar otra lista con sus impresiones sobre mí, las recuerdo todas. La aleación explosiva de una ingenuidad casi pueril con el porte de una diosa, decía. Un diamante sin tallar, decía. A ratos me trataba como una niña y los diez años que nos separaban parecían entonces siglos. Anticipaba mis caprichos, colmaba mi capacidad de sorpresa con los ingenios más inesperados. Me compraba medias en las Sederías Lyon, cremas y perfumes, helados de Cuba, de chirimoya, de mango y coco. Me instruía: me enseñaba a manejar los cubiertos, a conducir su Morris, a descifrar las cartas de los restaurantes y a tragarme el humo al fumar. Me hablaba de presencias del pasado y artistas que algún día conoció; rememoraba a viejos amigos y anticipaba las espléndidas oportunidades que podrían estarnos esperando en alguna esquina remota del globo. Dibujaba mapas del mundo y me hacía crecer. A ratos, sin embargo, aquella niña desaparecía y entonces yo me erguía como mujer de una pieza, y nada le importaba mi déficit de conocimientos y vivencias: me deseaba, me veneraba tal cual era y se aferraba a mí como si mi cuerpo fuera el único amarre en el vaivén tumultuoso de su existir.

Me instalé desde el principio con él en su piso masculino junto a la plaza de las Salesas. Apenas llevé nada conmigo, como si mi vida empezara de nuevo; como si yo fuera otra y hubiera vuelto a nacer. Mi corazón arrebatado y un par de cosas que ponerme encima fueron las únicas pertenencias que trasladé a su domicilio. De vez en cuando volvía a visitar a mi madre; por aquel entonces ella cosía en casa por encargo, muy poca cosa con la que obtenía apenas lo justo para poder sobrevivir. No apreciaba a Ramiro, desaprobaba su forma de actuar conmigo. Le acusaba de haberme arrastrado de una manera impulsiva, de utilizar su edad y posición para embaucarme, de forzarme a prescindir de todos mis anclajes. No le gustaba que viviera con él sin casarme, que hubiera dejado a Ignacio y ya no fuera la misma de siempre. Por mucho que lo intenté, nunca conseguí convencerla de que no era él quien me presionaba para actuar así; de que era el simple amor incontenible lo que me llevaba a ello. Nuestras discusiones eran cada día más duras: nos cruzábamos reproches atroces y nos arañábamos una a otra las entrañas. A cada envite suyo replicaba yo con un desplante, a cada reprobación con un desprecio aún más feroz. Raro fue el encuentro que no acabó con lágrimas, gritos y portazos, y las visitas se hicieron cada vez más breves, más distanciadas. Y mi madre y yo, cada día más ajenas.

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