Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?

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¿Por Quién Doblan Las Campanas?: краткое содержание, описание и аннотация

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- Eso es asunto mío -insistió Jordan-. Pero podemos discutirlo más tarde. ¿Quiere ayudarnos a llevar los bultos?

- No -dijo Pablo, negando con la cabeza.

El viejo se volvió hacia él, de repente, y empezó a hablarle con gran rapidez y en tono furioso, de manera que Jordan apenas si podía seguirle. Le parecía que era como si leyese a Quevedo. Anselmo hablaba un castellano viejo, y le decía algo como esto: «Eres un bruto, ¿no? Eres una bestia, ¿no? No tienes seso. Ni pizca. Venimos nosotros para un asunto de mucha importancia, y tú, con el cuento de que te dejen tranquilo, pones tu zorrería por encima de los intereses de la humanidad. Por encima de los intereses del pueblo. Me c… en esto y en lo otro y en tu padre y en toda tu familia. Coge ese bulto.»

Pablo miraba al suelo.

- Cada cual tiene que hacer lo que puede -dijo-. Yo vivo aquí y opero más allá de Segovia. Si busca uno jaleo aquí, nos echarán de estas montañas. Sólo quedándonos aquí quietos podremos vivir en estas montañas. Es lo que hacen los zorros.

- Sí -dijo Anselmo con acritud-, es lo que hacen los zorros; pero nosotros necesitamos lobos.

- Tengo más de lobo que tú -dijo Pablo. Pero Jordan se dio cuenta de que acabaría por coger el bulto.

- ¡Ja, ja! -dijo Anselmo, mirándole-; eres más lobo que yo. Eres más lobo que yo, pero yo tengo sesenta y ocho años.

Escupió en el suelo, moviendo la cabeza.

- ¿Tiene usted tantos años? -preguntó Jordan, dándose cuenta de que, por el momento, las cosas volverían a ir bien y tratando de facilitarlas.

- Sesenta y ocho, en el mes de julio.

- Si vemos el mes de julio -dijo Pablo-. Deje que le ayude con el bulto -dijo, dirigiéndose a Jordan-. Deje el otro al viejo. -Hablaba sin hostilidad, pero con tristeza.- Es un viejo con mucha fuerza.

- Yo llevaré el bulto -dijo Jordan.

- No -contestó el viejo-. Deje eso al hombretón.

- Yo lo llevaré -dijo Pablo, y su hostilidad se había convertido en una tristeza que conturbó a Jordan. Sabía lo que era esa tristeza y el descubrirla le preocupaba.

- Déme entonces la carabina -dijo.

Y cuando Pablo se la alargó se la colgó del hombro y se unió a los dos hombres que trepaban delante de él, y agarrándose y trepando dificultosamente por la pared de granito, llegaron hasta el borde superior, donde había un claro de yerba en medio del bosque.

Bordearon un pequeño prado y Jordan, que se movía con agilidad sin ningún lastre, llevando con gusto la carabina enhiesta sobre su hombro, después del pesado fardo que le había hecho sudar, vio que la yerba estaba segada en varios lugares y que en otros había huellas de que se habían clavado estacas en el suelo. Vio un sendero por el que se había llevado a los caballos a beber al torrente, ya que había excrementos frescos. Sin duda los llevaban allí de noche a que pastasen y durante el día los ocultaban entre los árboles. ¿Cuántos caballos tendría Pablo?

Se acordaba de haberse fijado, sin reparar mucho, en que los pantalones de Pablo estaban gastados y lustrosos entre las rodillas y los muslos. Se preguntó si tendría botas de montar o montaría con alpargatas. «Debe de tener todo un equipo -se dijo-; pero no me gusta esa resignación. Es un sentímiento malo que se adueña de los hombres cuando están a punto de alejarse o de traicionar; es el sentimiento que precede a la liquidación.»

Un caballo relinchó detrás de los árboles y un poco de sol que se filtraba por entre las altas copas que casi se unían en la cima permitió a Jordan distinguir entre los oscuros troncos de los pinos el cercado hecho con cuerdas atadas a los árboles. Los caballos levantaron la cabeza al acercarse los hombres. Fuera del cercado, al pie de un árbol, había varias sillas de montar apiladas bajo una lona encerada.

Los dos hombres que llevaban los fardos se detuvieron y Robert Jordan comprendió que lo habían hecho a propósito, para que admirase los caballos.

- Sí -dijo-, son muy hermosos. -Y se volvió hacia Pablo-. Tiene usted hasta caballería propia.

Había cinco caballos en el cercado: tres bayos, una yegua alazana y un caballo castaño. Después de haberlos observado en conjunto, Robert Jordan los examinó uno a uno. Pablo y Anselmo conocían sus cualidades, y mientras Pablo se erguía, satisfecho y menos triste, mirando a los caballos con amor, el viejo se comportaba como si se tratara de una sorpresa que acabase él mismo de inventar.

- ¿Qué le parecen? -preguntó a Jordan.

- Todos ésos los he cogido yo -dijo Pablo, y Robert Jordan experimentó cierto placer oyéndole hablar de esa manera.

- Ese -dijo Jordan, señalando a uno de los bayos, un gran semental con una mancha blanca en la frente y otra en una mano, es mucho caballo.

Era en efecto un caballo magnífico, que parecía surgido de un cuadro de Velázquez.

- Todos son buenos -dijo Pablo-. ¿Entiende de caballos?

- Entiendo.

- Tanto mejor -dijo Pablo-. ¿Ve algún defecto en alguno de ellos?

Robert Jordan comprendió que en aquellos momentos el hombre que no sabía leer estaba examinando sus credenciales.

Los caballos estaban tranquilos, y habían levantado la cabeza para mirarlos. Robert Jordan se deslizó entre las dobles cuerdas del cercado y golpeó en el anca al caballo castaño. Se apoyó luego en las cuerdas y vio dar vueltas a los caballos en el cercado; siguió estudiándolos al quedarse quietos y luego se agachó, volviendo a salirse del cercado.

- La yegua alazana cojea de la pata trasera -dijo a Pablo, sin mirarle-. La herradura está rota. Eso no tiene importancia, si se la hierra convenientemente; pero puede caerse si se la hace andar mucho por un suelo duro.

- La herradura estaba así cuando la cogimos -dijo Pablo -El mejor de esos caballos, el semental de la mancha blanca, tiene en lo alto del garrón una inflamación que no me gusta nada.

- No es nada -dijo Pablo-; se dio un golpe hace tres días. Si fuese grave, ya se habría visto.

Tiró de la lona y le enseñó las sillas de montar. Había tres sillas de estilo vaquero, dos sencillas y una muy lujosa, de cuero trabajado a mano, y estribos gruesos; también había dos sillas militares de cuero negro.

- Matamos un par de guardias civiles -dijo Pablo, señalándolas.

- Vaya, eso es caza mayor.

- Se habían bajado de los caballos en la carretera, entre Segovia y Santa María del Real. Habían descendido de las cabalgaduras para pedir los papeles a un carretero. Tuvimos la suerte de poder matarlos sin lastimar a los caballos.

- ¿Ha matado usted a muchos guardias civiles? -preguntó Jordan.

- A varios -contestó Pablo-; pero sólo a esos dos sin herir a los caballos.

- Fue Pablo quien voló el tren de Arévalo -explicó Anselmo-. Fue Pablo el que lo hizo.

- Había un forastero con nosotros, que fue quien preparó la explosión -dijo Pablo-. ¿Le conoce usted?

- ¿Cómo se llamaba?

- No me acuerdo. Era un nombre muy raro.

- ¿Cómo era?

- Era rubio, como usted; pero no tan alto, con las manos grandes y la nariz rota.

- Kashkin -dijo Jordan-. Debía de ser Kashkin.

- Sí -respondió Pablo-; era un nombre muy raro. Algo parecido. ¿Qué fue de él?

- Murió en abril.

- Eso es lo que le sucede a todo el mundo -sentenció Pablo sombríamente-. Así acabaremos todos.

- Así acaban todos los hombres -insistió Anselmo-. Así han acabado siempre todos los hombres de este mundo. ¿Qué es lo que te pasa, hombre? ¿Qué le pasa a tus tripas?

- Son muy fuertes -dijo Pablo. Hablaba como si se hablara a sí mismo. Miró a los caballos tristemente-. Usted no sabe lo fuertes que son. Son cada vez más fuertes, y están cada vez mejor armados. Tienen cada vez más material. Y yo, aquí, con caballos como ésos. ¿Y qué es lo que me espera? Que me cacen y me maten. Nada más.

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