Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?

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¿Por Quién Doblan Las Campanas?: краткое содержание, описание и аннотация

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- A mí también me gustaba cuando tenía su edad -dijo Golz-. Me enseñaron a volar puentes a la perfección. De una manera muy científica. De oído. Pero nunca le he visto hacerlo a usted. Quizás, en el fondo, no ocurra nada. ¿Consigue volarlos realmente? -Se veía que bromeaba-. Beba esto -añadió, tendiéndole una copa de coñac-. ¿Consigue volarlos realmente?

- Algunas veces.

- Es mejor que no me diga «algunas veces» ahora. Bueno, no hablemos más de ese maldito puente. Ya sabe usted todo lo que tiene que saber. Nosotros somos gente seria, y por eso tenemos ganas de bromear. ¿Qué, tiene usted muchas chicas al otro lado de las líneas?

- No, no tengo tiempo para chicas.

- No lo creo; cuanto más irregular es el servicio, más irregular es la vida. Tiene usted un servicio muy irregular. También necesita usted un corte de pelo.

- Voy a la peluquería cuando me hace falta -contestó Jordan. «Estaría bonito que me dejase pelar como Golz», pensó-. No tengo tiempo para ocuparme de chicas -dijo con acento duro, como si quisiera cortar la conversación-. ¿Qué clase de uniforme tengo que llevar? -preguntó.

- Ninguno -dijo Golz-. Su corte de pelo es perfecto. Sólo quería gastarle una broma. Es usted muy diferente de nosotros -dijo Golz, y volvió a llenarle la copa-. Usted no piensa en las chicas. Yo tampoco. Nunca pienso en nada de nada. ¿Cree usted que podría? Soy un general soviétique. Nunca pienso. No intente hacerme pensar.

Alguien de su equipo, que se encontraba sentado en una silla próxima, trabajando sobre un mapa en un tablero, m'urmuró algo que Jordan no logró entender.

- Cierra el pico -dijo Golz en inglés-. Bromeo cuando quiero. Soy tan serio, que puedo bromear. Vamos, bébase esto y lárguese. ¿Ha comprendido, no?

- Sí -dijo Jordan-; lo he comprendido. Se estrecharon las manos, se saludaron y Jordan salió hacia el coche, en donde le aguardaba el viejo dormido. En aquel mismo coche llegaron a Guadarrama, con el viejo siempre dormido, y subieron por la carretera de Navacerrada hasta el Club Alpino, en donde Jordan descansó tres horas antes de proseguir la marcha.

Esa era la última vez que había visto a Golz, con su extraña cara blanquecina, que nunca se bronceaba, con sus ojos de lechuza, con su enorme nariz y sus finos labios, con su cabeza calva, surcada de cicatrices y arrugas. Al día siguiente por la noche, estarían todos preparados, en los alrededores de El Escorial, a lo largo de la oscura carretera: las largas líneas de camiones cargando a los soldados en la oscuridad; los hombres, pesadamente cargados, subiendo a los camiones; las secciones de ametralladoras izando sus máquinas hasta los camiones; los tanques remolcando por las rampas a los alargados camiones; toda una división se lanzaría aquella noche al frente para atacar el puerto. Pero no quería pensar en eso. No era asunto suyo. Era de la incumbencia de Golz. El sólo tenía una cosa que hacer, y en eso tenía que pensar. Y tenía que pensar en ello claramente, aceptar las cosas según venían y no inquietarse. Inquietarse era tan malo como tener miedo. Hacía las cosas más difíciles.

Se sentó junto al arroyo, contemplando el agua clara que se deslizaba entre las rocas, y descubrió al otro lado del riachuelo una mata espesa de berros. Saltó sobre el agua, cogió todo lo que podía coger con las manos, lavó en la corriente las enlodadas raíces y volvió a sentarse junto a su mochila, para devorar las frescas y limpias hojas y los pequeños tallos enhiestos y ligeramente picantes. Luego se arrodilló junto al agua, y haciendo correr el cinturón al que estaba sujeta la pistola, de modo que no se mojase, se inclinó, sujetándose con una y otra mano sobre los pedruscos del borde y bebió a morro. El agua estaba tan fría, que hacía daño.

Se irguió, volvió la cabeza, al oír pasos, y vio al viejo que bajaba por los peñascos. Con él iba otro hombre, vestido también con la blusa negra de aldeano, y con los pantalones grises de pana, que eran casi un uniforme en aquella provincia; iba calzado con alpargatas y con una carabina cargada al hombro. En la cabeza no llevaba nada. Los dos hombres bajaban saltando por las rocas como cabras.

Cuando llegaron hasta él, Robert Jordan se puso de pie.

- ¡Salud, camarada! -dijo al hombre de la carabina, sonriendo.

- ¡Salud! -dijo el otro, de mala gana. Robert Jordan estudió el rostro burdo, cubierto por un principio de barba, del recién llegado. Era una faz casi redonda; la cabeza era también redonda, y parecía salir directamente de los hombros. Tenía ojos pequeños y muy separados y las orejas eran también pequeñas y muy pegadas a la cabeza. Era un hombre recio, de un metro ochenta de estatura, aproximadamente, con las manos y los pies muy grandes. Tenía la nariz rota y los labios hendidos en una de las comisuras; una cicatriz le cruzaba el labio de arriba, abriéndose paso entre las barbas mal rasuradas.

El viejo señaló con la cabeza a su acompañante y sonrió.

- Es el jefe aquí -dijo, satisfecho, y con un ademán imitó a un atleta, mientras miraba al hombre de la carabina con admiración un tanto irrespetuosa-. Es un hombre muy fuerte.

- Ya lo veo -dijo Robert Jordan, sonriendo otra vez.

No le gustó la manera que tenía el hombre de mirar, y por dentro no sonreía.

- ¿Qué tiene usted para justificar su identidad? -preguntó el hombre de la carabina.

Robert Jordan abrió el imperdible que cerraba el bolsillo de su camisa y sacó un papel doblado que entregó al hombre; éste lo abrió, lo miró con aire de duda y le dio varias vueltas entre las manos.

«De manera que no sabe leer», advirtió Jordan.

- Mire el sello -dijo en voz alta.

El viejo señaló el sello y el hombre de la carabina lo estudió, dando vueltas de nuevo al papel entre sus manos.

- ¿Qué sello es éste?

- ¿No lo ha visto usted nunca?

- No.

- Hay dos sellos -dijo Robert Jordan-: Uno es del S.I.M, el Servicio de Información Militar. El otro es del Estado Mayor.

- He visto ese sello otras veces. Pero aquí no manda nadie más que yo -dijo el hombre de la carabina, muy hosco-. ¿Qué es lo que lleva en esos bultos?

- Dinamita -dijo el viejo orgullosamente-. Esta noche hemos cruzado las líneas en medio de la oscuridad y hemos subido esos bultos montaña arriba.

- Dinamita -dijo el hombre de la carabina-. Está bien. Me sirve. -Tendió el papel a Robert Jordan y le miró a la cara-. Me sirve; ¿cuánta me ha traído?

- Yo no le he traído a usted dinamita -dijo Robert Jordan, hablando tranquilamente-. La dinamita es para otro objetivo. ¿Cómo se llama usted?

- ¿Y a usted qué le importa?

- Se llama Pablo -dijo el viejo. El hombre de la carabina miró a los dos ceñudamente.

- Bueno, he oído hablar mucho de usted -dijo Robert Jordan.

- ¿Qué es lo que ha oído usted de mí? -preguntó Pablo.

- He oído decir que es usted un guerrillero excelente, que es usted leal a la República y que prueba su lealtad con sus actos. He oído decir que es usted un hombre serio y valiente. Le traigo saludos del Estado Mayor.

- ¿Dónde ha oído usted todo eso? -preguntó Pablo.

Jordan se percató de que no se había tragado ni una sola palabra de sus lisonjas.

- Lo he oído decir desde Buitrago hasta El Escorial -respondió, nombrando todos los lugares de una región al otro lado de las líneas.

- No conozco a nadie en Buitrago ni en El Escorial -dijo Pablo.

- Hay muchas gentes al otro lado de los montes que no estaban antes allí. ¿De dónde es usted?

- De Avila. ¿Qué es lo que va a hacer con la dinamita?

- Volar un puente.

- ¿Qué puente?

- Eso es asunto mío.

- Si es en esta región, es asunto mío. No se permite volar puentes cerca de donde uno vive. Hay que vivir en un sitio y operar en otro. Conozco el trabajo. Uno que sigue vivo, como yo, después de un año de trabajo, es porque conoce su trabajo.

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