Guido Pagliarino - El Dios Escandaloso

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Nueva edición corregida y aumentada por el autor: Muy a menudo no se estudian la historia del cristianismo ni su pensamiento genuino y la mayor parte de los creyentes practicantes, por no hablar de los demás, no profundizan en la historia y la teología de su fe y muchos no saben exactamente en qué cree el que, con una sonrisa, demuestra que la fe viene directamente de Dios. Es enorme la diferencia entre la imagen divina neotestamentaria presentada en este ensayo y aquella figura, más omnipotente y castigadora que amorosa, en la que todavía muchos creen, tanto entre los anticristianos como entre los creyentes, figura que, lamentablemente, se incluía en las enseñanzas eclesiásticas antes del Concilio Vaticano II, que ha dirigido de nuevo la mirada de la Iglesia hacia el cristianismo del siglo I.
En primer lugar, esto se ha producido gracias de los testamentos en sus idiomas originales y ya no con la imprecisa traducción al latín de San Jerónimo. Lamentablemente, aun hoy no todos los creyentes siguen la línea conciliar, que es más o menos conocida por los no creyentes, y la idea de un Dios terrible sigue viva en ciertos entornos en la propia Iglesia: hay quienes continúan enseñando que hay que temer a Dios y servirlo con actos de culto, como a Yahvé en tantos versículos del Antiguo Testamento, siguiendo esa Ley bíblica (la Torah) que, por el contrario, San Pablo, en su epístola a los Gálatas (Gal 3:19 y 3:25) afirma que existía solamente como el siervo-pedagogo que tenía el cometido de conducir a la escuela de Cristo. Ese siervo que lleva al niño a la escuela ya es inútil después de las enseñanzas piadosas del Maestro Jesús, y además es evidente que quien ama no difama, no roba ni hace otras cosas similares sin sentir un peso que le hace respetar la moral. Pero, según los evangelios, a Cristo no le basta con que no se haga mal al prójimo: desea que se lo ayude según el propio Ser y el Amor de ese Dios que nos ha revelado: un Dios completamente enamorado de los seres humanos hasta el punto de quererlos para siempre con Él en su eternidad y que, por tanto, se pone a su servicio para este fin concreto. Sí, el Dios-Amor del Nuevo Testamento presentado en este ensayo puede parecer escandaloso: un Dios que en Jesús da ejemplo e invita a los cristianos de todos los tiempos a actuar como Él.

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Normalmente los protestantes consideran la Eucaristía como un simple recuerdo de la última cena de Jesús. No lo luteranos, ya que, para Lutero, Cristo estaba realmente presente en la propia Eucaristía, según lo que llamaba la consustanciación: para él, la sustancia del pan y el vino permanecía invariable, pero a ella se añadía la presencia real de Cristo tras la consagración.

Este Dios que ama sin condiciones es una idea perturbadora que libera finalmente del temor y llena de alegría a los miembros de la primera Iglesia, pero que es tan contraria al sentido común que, después de un tiempo no muy largo, se nubla en no pocos cristianos, a pesar de estar tan claramente escrita en el Nuevo Testamento.

Un Dios mal entendido

Todavía hoy hay creyentes que entienden a Dios más como se concebía antes del cristianismo que como lo presenta Jesús en los evangelios: no el Dios que llena de maravilla porque es totalmente distinto del que concibe la mente humana, sino dibujado a imitación del egocéntrico del hombre. En el fondo, Dios es concebido por esos cristianos como el Yahvé irritable y a menudo ofendido de muchos versículos del Antiguo Testamento (aunque la figura del Dios amoroso no está tampoco ausente en él, como he indicado en la obra ya citada El viento del amor: Una aproximación histórica a la revelación progresiva del Dios-Amor en el Primer Testamento .

Si parte de los fieles ven a Dios como la severa y a veces airada Divinidad presentada en los acontecimientos veterotestamentarios, entre los ateos, término, por otro lado, bastante genérico, 7 7 A propósito de la palabra «ateos» y otros términos análogos, la constitución pastoral Gaudium et Spes dice: «La palabra “ateísmo” designa realidades muy diversas. Unos niegan a Dios expresamente. Otros afirman que nada puede decirse acerca de Dios. Los hay que someten la cuestión teológica a un análisis metodológico tal, que reputa como inútil el propio planteamiento de la cuestión. Muchos, rebasando indebidamente los límites sobre esta base puramente científica o, por el contrario, rechazan sin excepción toda verdad absoluta. Hay quienes exaltan tanto al hombre, que dejan sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más, a lo que parece, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios, porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna y no perciben el motivo de preocuparse por el hecho religiosos. Además, el ateísmo nace a veces como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo o como adjudicación indebida del carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados prácticamente como sucedáneos de Dios. La misma civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra, puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios» (Concilio Vaticano II, constitución pastoral Gaudium et spes , 7, parte I, capítulo I, número 19). hay quienes imaginan además que el Dios de los cristianos no es muy distinto de un Zeus o un Baal, o sea, como un dios pagano que desprecia a los seres humanos y está siempre listo para castigar a quien no rinda culto a la perfección o destaca por cualquier buena cualidad. Para estas personas, Dios no existe, porque, si existiera, sería, por tanto, solo un tirano prepotente para los hombres, amenazándolos con el infierno por cualquier error y, por tanto, al ser por el contrario Dios perfecto por definición y, por tanto, bueno, para ellos Dios no puede existir.

Encontramos una mentalidad similar en una categoría particular de creyentes, la de los adoradores del diablo, quienes, a diferencia de los anteriores, creen en la existencia de Dios, pero, entendiendo mal su figura, como los primeros, y, en nombre de una presunta libertad del tirano divino, eligen acabar en la muerte eterna: exactamente en el infierno. Este se entiende normalmente, al contrario que en ateos y agnósticos, no como la privación de Dios (es decir, la nada, porque todo existir está en Dios), sino literalmente, al estilo de Dante, por decirlo así.

Estudios derivados del Vaticano II han despejado lugares comunes que se habían acumulado a lo largo de los siglos, entre ellos entender obligatoriamente el infierno al pie de la letra. Pero resulta lamentable que estos argumentos se hayan difundido tan poco, incluso entre los creyentes. He intentado en su momento hacerlos menos desconocidos en el ensayo La vita eterna – Saggio sull’immortalità tra Dio e l’uomo , Prospettiva Editrice, 2002. Está descatalogado desde hace mucho tiempo, aunque se puede encontrar la misma argumentación en otra obra mía bastante más reciente, editada por Tektime en libro y e-book: La transformación: Sobre el cuerpo glorioso espiritual y sobre la nada eterna infernal .

En el fondo, esta idea de una divinidad autoritaria y las sociedades jerárquicas humanas que brotaban en el pasado y todavía derivan en cierto monoteísmo no cristiano, no hacen más que reflejar la situación que es la norma para los animales en la naturaleza: la manada bajo el jefe de la manada, las abejas estériles al servicio de la abeja reina productora de huevos, etcétera. Se trata de aspectos naturales con los que el seguidor de Cristo debe guardar distancia si quiere ser verdaderamente cristiano. La encarnación de Cristo lo ha liberado de la esclavitud de su parte animal egocéntrica, de aquel pecado original que lo impedía ascender a Dios, porque lo inducía a considerarse el centro del mundo y a defender, justamente como un animal, su territorio exclusivo. Si se mira bien, esta toma de distancia de la animalidad debería valer, prescindiendo de un credo religioso, no solo para los seguidores de Jesús, sino asimismo para cualquiera que desee que su vida sea más serena, es decir, yo diría que para todos.

Por otro lado, el mito roussoniano del buen salvaje en la buena madre naturaleza no está aún en vías de extinción, a pesar de la idea contraria de muchas mentes geniales, incluidos no creyentes, como la de Leopardi, para quien, como es sabido, la naturaleza era una mala madrastra. Giacomo Leopardi, como ya he indicado en el prólogo, era un gran lector del libro del Eclesiastés, del Antiguo Testamento, según el cual todo es vano e incluso el hombre es vanidad destinada a desaparecer como todo lo demás. Estaba bautizado, pero no era creyente, mientras que solo a la luz de Cristo Salvador tiene un sentido claro la inserción del Eclesiastés en la Biblia cristiana, para indicar cuál sería la situación del hombre sin Cristo. Sin embargo, si falta Su luz, el Eclesiastés puede inducir al pesimismo: este es uno de los motivos por los que el cristiano debe estudiar primero a fondo el Nuevo Testamento y luego pasar al Antiguo.

Ya que, según el judaísmo y el cristianismo, para el Creador todo lo creado es bueno y bello, como afirma el mismo Dios al inicio del Génesis, nos podríamos preguntar: ¿No es posible que esto esté en contradicción con cuanto se ha dicho a propósito de la animalidad en el hombre que debe refrenarse por medio de su espiritualidad? La respuesta es negativa: por el contrario, la doctrina (al menos para los católicos desde el Concilio de Trento) es que, a pesar del bautismo, queda en el cristiano la llamada concupiscencia, es decir, la actitud natural de satisfacer el egoísmo propio. ¿Por qué queda? Porque es gracias a este instinto animal por lo que el ser humano puede elegir pecar en vez de amar, por lo que es libre y no un títere y la libertad es bien, mientras que sería malo ser un fantoche, aunque sea gozoso. Volveremos sobre esto en la siguiente sección. Se puede añadir de inmediato que, por otra parte, hay seres humanos que preferirían ser más bien tontos que sufrir psicológicamente las dificultades de la vida, personas que, para olvidarla, pueden buscar aturdirse con el abuso del alcohol o de drogas. Sin embargo, persiste el hecho de que la libertad es un bien en sí mismo.

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