–Ven tesoro, ven conmigo. Papá tiene muchas cosas que hacer, no está enojado contigo. No debes pensar eso, ¿de acuerdo?
–De acuerdo, mamita.
Mi madre había colocado las manos abiertas sobre mi boca y las apretaba tan fuerte —casi como si quisiera acallar una frase mía pronunciada fuera de lugar— que apenas logré responderle. O como si quisiera sofocarme para ahorrarme todos los dolores que, estaba segura, habría sufrido en el transcurso de los años. Sus manos olían a jabón. Amaba ese perfume porque olía a flores, olía a mi madre.
No regresó. En esos minutos de espera había engañado al tiempo saboreando mis lágrimas, tratando de recordar en qué otro momento del pasado ya les había sentido ese mismo sabor. Tenía un amplio catálogo de sabores entre los que podía elegir, pero, en ese momento, ninguno parecía asemejarse a uno conocido. Había descubierto un nuevo sabor: mis lágrimas se habían endulzado levemente.
Corrí hacia mi habitación, recogí el dinero y lo guardé en la valija. Bajé las escaleras en puntas de pie, abrí la puerta y miré hacia afuera, temerosa de encontrármelo allí, delante de mis ojos, listo para decirme: «¡Te lo advertí, debiste haberme hecho caso, mocosa! ¡Ahora te has metido en apuros!». Pero su sombra no estaba, ya no estaría nunca más. Un paso, dos pasos, tres pasos. Cada vez más rápidos, casi corriendo. Enfilé hacia la calle de la derecha, vi al señor Smith en la puerta de su casa mientras acomodaba las flores en las macetas situadas sobre las escaleras de ingreso. Sus hijos, Martin y Sandy, le daban vueltas alrededor como las mariposas a las flores. Él bromeaba con ellos y con su madre, que los había alcanzado en el umbral de la casa y los miraba sonriente. Disminuí el paso para observar mejor esa imagen de familia feliz, esa que yo jamás había tenido, para llevarla conmigo fingiendo que también me pertenecía un poco.
En los cinco años que siguieron, mi padre nunca vino a buscarme. Por lo menos, ninguno me dijo jamás que lo hubiera hecho. El día que, a desgana, regresé a casa para su funeral, los vecinos me contaron que cuando regresó aquella noche en la que escapé, completamente borracho como siempre, comenzó a gritar alarmando a todo el vecindario. Nadie me había visto salir, ninguno fue capaz de responder a las preguntas que masculló con su boca envenenada de alcohol. Mi dijeron que, a través de sus siniestros contactos, había logrado averiguar mi paradero, pero que había decidido dejarme en paz, no perseguirme, porque sabía que no había sido un buen padre y que solo me causaría más daño si me obligaba a regresar. Había tomado la decisión de irme, y para él estaba bien así. Alguno afirmó que había decidido premiar mi coraje, así como la habilidad que había demostrado al ponerlo contra las cuerdas. No creí ni una sola de aquellas palabras, pronunciadas por gente que ni siquiera me conocía, pero luego me resigné al hecho de que podrían ser ciertas, porque, de cualquier manera, ya no me importaba nada más de él. El ogro había muerto a manos de otro ogro durante un ajuste de cuentas, quizás.
Eran aproximadamente las nueve de la noche del 15 de septiembre de 1960. Llovía a cántaros y sin parar desde hacía tres días, y aún nos aguardaban más días de lluvia. Acababa de llegar a casa después de un largo día de trabajo; con frecuencia hacía turnos un poco más extensos para ganar un poco más de dinero. En cinco años había ahorrado lo suficiente como para decidirme a comprar una casa propia, ayudándome con un pequeño préstamo del banco. Mi vida había cambiado, finalmente estaba empezando a encontrar mi identidad. Débil quizás, pero toda mía. El trabajo me había ayudado mucho en todo este proceso, me había permitido remendar las heridas acumuladas durante años, aunque estas mantenían su dolor bajo las numerosas cicatrices repartidas por todo mi cuerpo. Un dolor extendido, más tolerable, aunque permanente, que no dejaba espacio para que mi alma esté en paz. Calenté mi plato precocido en el horno y me senté a la mesa a esperar a que estuviera listo mientras las manos sostenían el peso de la cabeza.
La televisión existía desde hacía unos pocos años, pero solo las familias más adineradas podían permitirse comprar y mantener una. Sin duda, yo no. Las pocas veces que transmitían algo interesante, me detenía delante de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos donde se agrupaban otras personas que, como yo, no podían tener una. Pero una vez que llegaba el horario de cierre de la tienda, el mismo hombrecillo gordinflón con bigotes se acercaba hacia nosotros, protegido por la vidriera, para anunciar, abriendo los brazos sin consuelo, que «las transmisiones del día habían acabado» o que, al día siguiente, se ofrecerían «ventajosas ofertas en la tienda a las que no podríamos renunciar, a fin de poder comprarnos, finalmente, nuestro primer espléndido televisor». Estas palabras las tenía escritas en el rostro, no tenía necesidad de pronunciarlas. También me refugiaba en los bares, esos que ponían un televisor a disposición de sus clientes, sobre todo, durante los meses fríos del invierno o en las noches lluviosas. Pero el olor de los vapores del alcohol me subía rápidamente a la cabeza, me hacía recordar a mi padre y me obligaba a escapar como un recluso que busca el camino hacia la libertad.
En casa tenía una radio vieja que cada tanto encendía, cuando me daban ganas de escuchar una voz que fuera lo suficientemente distante como para no exigirme una respuesta, una interacción. La había encontrado en un puesto de usados, a la venta por unos pocos dólares. Estaba rota, pero el vendedor me había asegurado que sería fácil de reparar. La compré, a pesar de no estar completamente convencida de haber hecho un buen trato, y un amigo se ofreció a reparármela gratis. Se llamaba Ryan. Ese joven fue el único hombre capaz de regalarme un poco de amistad sana e incondicional, esa que necesitaba con vehemencia, esa que no había tenido jamás la suerte de probar en toda mi vida.
También con él me mostraba cerrada en muchos aspectos, pero mientras otras personas, frente a ello, sentían la obligación de hurgar en mis debilidades, él las respetaba. Ryan jamás me preguntó acerca de mi pasado, jamás juzgó mis acciones o las pocas elecciones que había hecho desde que vivía como una mujer libre. Comprendía el momento en que yo tenía ganas de conversar porque me desahogaba como un río en crecida en el que él se dejaba arrastrar. Y aceptaba mi fragilidad, manifestada a través de silencios, cuando prefería quedarme sola para contemplar una hoja de ensalada colocada sobre la mesa de la cocina. Cuando veía llegar uno de estos momentos, tan frecuentes en mí, él me saludaba con un gesto militar y se alejaba marchando, sin hablar, cerrando dulcemente la puerta tras de sí. Me hacía reír, me hacía sentir bien. Como nunca había reído antes y como nunca me había sentido tan bien en mi vida.
Sentía algo por él, un sentimiento extraño que no lograba reconocer ni darle nombre. Cuando un día estuvimos uno frente al otro, a punto de besarnos, lo alejé con fuerza. Había sentido miedo. En ese entonces, no pude comprender a qué le temía, pero tenía la certeza de que era temor puro. Sin embargo, ese gesto inmaduro de mi parte no hizo mella en él y siguió comportándose conmigo del mismo modo.
Un día, me dijo que su familia debía mudarse a causa del trabajo de su padre y de otros temas que este debía afrontar. Por seguridad, no me dijo dónde iría a vivir. Así que debíamos alejarnos durante un tiempo, y yo no podría verlo bajo ningún punto de vista. Pero no debía temer, porque él me buscaría, mantendríamos el contacto y el volvería apenas las aguas se hubiesen calmado. «Te lo prometo, Melanie. Dame la mano, colócala aquí y escucha: ¿sientes mi corazón?». Fueron las últimas palabras que le escuché pronunciar mientras apoyaba mi mano contra su pecho, antes de su último saludo militar, de su última marcha, esa que anunciaba su partida. No respondí a sus palabras con otras que hubiera querido decir y que, por el contrario, quedaron atrapadas en la garganta, sofocadas por el llanto, negándome el respiro.
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