Carlos Castaneda - El Fuego Interno

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El conocimiento de Don Juan presenta tres facetas: la maestría del estar "Consciente de Ser", que es el enigma de la mente, la maestría del "acecbo", que es el enigma del corazón, y la maestría del "intento", que es el enigma del espíritu.
Esta séptima obra de Carlos Castaneda trata sobre la perplejidad que sienten los brujos al darse cabal cuenta del alcance de la conciencia de Ser y del asombroso misterio que es la percepción. En ella narra experiencias que tuvieron lugar en estados de conciencia acrecentada y que nos introducen en la maestría del estar Conscientes del Ser.
"La tercera atención se alcanza así, cuando el resplandor de la conciencia se convierte en el fuego interno, un fuego que no enciende sólo una banda de emanaciones sino que enciende a la vez todas las emanaciones del Águila que están en el interior del capullo luminoso del hombre. El logro supremo de los seres humanos es alcanzar ese nivel de atención y, al mismo tiempo, retener la fuerza de la vida".
Don Juan.

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Don Juan explicó que los nuevos videntes vieron que hay dos grupos principales de seres humanos: aquellos a quienes les importan los demás y aquellos a quienes no les importan. Entre estos dos extremos vieron que hay una combinación interminable de los dos. El nagual Julián pertenecía a la categoría extrema de hombres a quienes no les importan los demás; don Juan se clasificó a sí mismo dentro de la categoría totalmente opuesta.

– Pero, ¿no me dijo usted que el nagual Julián era generoso, que era capaz de regalar la camisa que traía puesta? -pregunté.

– Claro que lo era -contestó don Juan-. No sólo era generoso; también era un hombre absolutamente encantador, irresistible. Siempre estaba profunda y sinceramente interesado en todos los que le rodeaban. Era amable y abierto y regalaba todo lo que tuviera a quien lo necesitara, o a cualquier persona que le caía simpática. A su vez todos lo adoraban porque, siendo un maestro del acecho , les comunicaba a todos sus verdaderos sentimientos: nadie le importaba lo más mínimo.

No dije nada, pero don Juan se dio cuenta de mi incredulidad o incluso de mi zozobra ante lo que decía. Se sonrió y movió la cabeza de un lado a otro.

– Eso es el acecho -dijo-. ¿Ves?, ni siquiera he comenzado mi historia del nagual Julián y ya estás molesto.

Cuando intenté explicar lo que sentía, se rió a carcajadas.

– Al nagual Julián nadie le importaba un pepino -continuó-. Por eso podía ayudar a la gente. Y lo hizo; les daba todo lo que tenía y aún lo que no tenía, porque dar o no dar le importaban un cacahuete.

– ¿Quiere usted decir, don Juan, que los únicos que ayudan a sus semejantes son aquéllos a quienes no les importan en absoluto? -pregunté, verdaderamente enfadado.

– Eso es lo que dicen los acechadores -respondió con una sonrisa radiante-. Por ejemplo, el nagual Julián era un curandero fabuloso. Curó a miles y miles de personas, pero jamás exigió que reconocieran sus méritos. Dejaba creer a la gente que una mujer vidente de su grupo era la curandera.

"Ahora bien, si hubiera sido un hombre al que le importaran sus semejantes, hubiera exigido que lo honraran. Los que se preocupan por los demás se preocupan por sí mismos y exigen que se reconozcan los méritos de quien lo merezca.

Don Juan dijo que él, puesto que pertenecía a la categoría de aquéllos que se preocupan por sus semejantes, jamás había ayudado a nadie. La generosidad lo incomodaba; ni siquiera podía concebir que alguien le tuviera la clase de cariño que le tenían al nagual Julián, y se sentiría ciertamente estúpido regalándole a alguien la camisa que traía puesta.

– Me importan tanto mis semejantes -prosiguió-, que no hago nada por ellos. No sabría qué hacer. Y si hiciera algo, siempre tendría la irritante sensación de estarles imponiendo mi voluntad con mis regalos.

“Naturalmente, ayudado por el camino del guerrero, he superado todos estos sentimientos. Cualquier guerrero puede tener tanto éxito con la gente, como lo tuvo el nagual Julián, siempre y cuando mueva su punto de encaje a una posición en la que no tienen ninguna importancia si la gente lo quiere o no lo quiere o si lo ignoran. Pero eso no es lo mismo.

Don Juan dijo que cuando le dieron a conocer, por primera vez los principios del acecho , como me pasaba a mí en ese entonces, se vio en un estado de zozobra total. El nagual Elías, quien era muy parecido a don Juan, le explicó que los acechadores como el nagual Julián son líderes naturales. Pueden ayudar a una persona a hacer cualquier cosa.

– El nagual Elías dijo que estos guerreros pueden ayudar a la gente a curarse -prosiguió don Juan-, o los pueden ayudar a enfermarse. Los pueden ayudar a encontrar la felicidad o los pueden ayudar a encontrar la desgracia. Le sugerí al nagual Elías que nosotros en vez de decir que estos guerreros ayudan a la gente, deberíamos decir que la afectan. El nagual Elías dijo que no sólo afectan a la gente, sino que la llevan y la traen activamente, como rijan las circunstancias.

Don Juan soltó una carcajada y me miró con fijeza. Había un brillo malicioso en sus ojos.

– Extraño, ¿verdad? -preguntó-. ¿La manera en que los acechadores ven a la gente?

Don Juan comenzó entonces a contarme su historia. Dijo que el nagual Julián estuvo esperando a un aprendiz nagual durante muchos, muchos años. Un día, volviendo a casa después de una corta visita a unos conocidos en un pueblo vecino, se topó con don Juan. El nagual Julián, en ese preciso momento estaba pensando, como solía hacerlo a menudo, en su necesidad de encontrar un aprendiz nagual. Oyó un disparo de pistola y vio gente huyendo en todas direcciones. Corrió con ellos a la maleza al lado del camino y sólo salió de su escondite al ver a un grupo de personas en torno a alguien que yacía herido en el suelo.

Desde luego, la persona herida era don Juan, a quien disparó el tiránico capataz. Al momento, el nagual Julián vio que don Juan era un hombre especial cuyo capullo estaba dividido en cuatro secciones en vez de dos; también vio que don Juan estaba gravemente herido. Sabía que no tenía tiempo que perder. Su deseo se había cumplido, pero tenía que actuar con rapidez, antes de que alguien se diera cuenta de lo que ocurría. Se agarró la cabeza y gritó: " ¡Han herido a mi hijo!". Iba con una de las videntes de su grupo, una india muy fornida que en público siempre oficiaba como su astuta pero horriblemente regañona esposa. Eran un excelente equipo de acechadores . Le hizo una seña a la vidente, y ella también empezó a llorar y a lamentarse por el hijo que estaba inconsciente y desangrándose. El nagual Julián le rogó a los espectadores que no llamaran a las autoridades sino que lo ayudaran a llevar a su hijo herido y moribundo.

Los jóvenes cargaron a don Juan hasta la casa del nagual Julián. El nagual fue muy generoso con ellos y les pagó bastante bien. Los jóvenes se vieron tan conmovidos por la pareja, que había llorado a lágrima viva por su hijo durante todo el trayecto hasta la casa, que se negaron a aceptar el dinero, pero el nagual Julián insistió en que lo tomaran, para darle buena suerte al herido.

Durante algunos días, don Juan no supo qué pensar de la amable pero extraña pareja que lo había llevado a su hogar. Dijo que el nagual Julián le parecía un viejito casi senil. No era indio, pero estaba casado con una india joven, irascible y gorda, que era tan fuerte físicamente como malhumorada. Don Juan pensó que sin duda alguna la mujer era curandera, a juzgar por la manera en que había atendido su herida y por las cantidades de plantas medicinales que tenía guardadas en el cuarto en el que lo habían alojado.

La mujer también dominaba al viejito y a gritos lo obligaba a poner remedios en la herida de don Juan todos los días. Le hicieron una cama a don Juan en el suelo, usando un petate grueso, y el viejo pasaba momentos angustiosos tratando de arrodillarse para curarlo. Don Juan tenía que luchar para no reírse ante la cómica visión del frágil viejecillo que hacía todo lo posible por doblar las rodillas. Don Juan dijo que, mientras limpiaba su herida, el viejo murmuraba incesantemente, tenía una mirada vacuna, le temblaban las manos y su cuerpo se estremecía de pies a cabeza.

Una vez de rodillas, jamás podía incorporarse por su cuenta. Con una voz ronca, llena de furia contenida, llamaba a gritos a su mujer. Ella entraba al cuarto y ambos se enfrascaban en una horrible discusión. Muy a menudo la mujer se marchaba, llena de furia dejando al viejo que se las arreglara como pudiera.

Don Juan me aseguró que jamás sintió tanta lástima por alguien como por aquel pobre y bondadoso viejito. Muchas veces quiso incorporarse para ayudarlo a ponerse de pie, pero él mismo apenas podía moverse. Una vez.mientras jadeaba y se arrastraba como una lombriz, el viejo pasó media hora maldiciendo y gritando hasta llegar a rastras al filo de la puerta abierta. Lo usó como soporte para levantarse penosamente a una posición vertical.

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