Don Juan, Genaro y yo habíamos regresado ese día tras un arduo viaje a las montañas. Mientras descansábamos, después de la larga jornada, le pregunté a don Juan cuál era la razón de tan curioso engaño. Me aseguró que no se trataba de ningún engaño, y que llamarla la casa de Silvio Manuel era un ejercicio del arte del acecho que todos sus compañeros debían practicar bajo cualquier circunstancia, incluso en lo privado de sus propios pensamientos. Que alguno de ellos, insistiera en considerarla de otra manera era equivalente a negar sus lazos con el resto de sus compañeros.
Me pareció que se estaba refiriendo a mí y protesté que yo jamás había sabido eso. Le aseguré qué yo no quería causar discordia alguna con mis hábitos.
– No te preocupes por eso -dijo sonriéndome y dándome palmadas en la espalda-. Puedes llamar a esta casa como se te dé la gana. El nagual tiene autoridad. Por ejemplo, la mujer nagual la llama la casa de las sombras.
Nuestra conversación fue interrumpida, y no lo vi hasta que me mandó llamar al patio trasero un par de horas después.
Él y Genaro deambulaban por el extremo lejano del corredor; los veía gesticular con las manos como si estuvieran envueltos en una animada conversación.
Era un día claro y soleado. El sol de media tarde brillaba directamente sobre unas macetas de flores que colgaban de los aleros del techo alrededor del corredor, y proyectaba sus sombras en las paredes del norte y el este del patio. Era asombrosa la combinación de la luz solar intensamente amarilla, las abultadas sombras negras de las macetas y las delicadas sombras de las frágiles plantas en flor que crecían en ellas. Alguien con un agudo sentido del balance y la composición pictórica había podado esas plantas para crear un efecto de exquisita sencillez.
– La mujer nagual ha hecho eso -dijo don Juan como si leyera mis pensamientos-. Por las tardes contempla esas sombras.
La idea de que ella contemplara esas inquietantes sombras tuvo un efecto devastador en mí. La intensa luz amarilla de esa hora, la quietud del pueblo aquel, y el cariño que yo sentía por la mujer nagual evocaron, en un instante, toda la soledad del interminable camino del guerrero.
Don Juan definió el curso de ese camino cuando me dijo que los nuevos videntes son los guerreros de la libertad total, que su única búsqueda es la liberación final que se presenta cuando alcanzan la conciencia total. Al mirar esas perturbadoras sombras en la pared, entendí con perfecta claridad lo que hacía decir a la mujer nagual que el leer poemas en voz alta era el único desasosiego que su espíritu tenía.
Recordé que el día anterior ella me había leído algo, ahí en el patio, pero yo no había entendido toda su urgencia, su añoranza. Era un poema de Juan Ramón Jiménez, "Hora inmensa". Me confesó que sintetizaba para ella la soledad que los guerreros vivían, en su afán de escapar hacia la libertad.
Sólo turban la paz una campana, un pájaro…
Parece que los dos hablan con el ocaso.
Es de oro el silencio. La tarde es de cristales.
Mece los frescos árboles una pureza errante.
Y, más allá de todo, se sueña un río límpido
que, atropellando perlas, huye hacia lo infinito…
– ¿Qué es lo que realmente estamos haciendo, don Juan? -pregunté-. ¿Es posible que los guerreros se preparan solamente para la muerte?
Don Juan y don Genaro me miraron con una expresión de sorpresa.
– De ninguna manera -me dijo don Juan tocándome suavemente el hombro-. Los guerreros se preparan para tener conciencia, y la conciencia total sólo les llega cuando ya no queda en ellos nada de importancia personal. Sólo cuando son nada se convierten en todo.
Guardamos silencio durante un momento. Don Juan me preguntó si era mi situación lo que me ponía triste. No contesté porque no estaba seguro.
– No estás arrepentido de estar aquí, ¿verdad? -preguntó don Juan con una vaga sonrisa.
– Claro que no -le aseguró Genaro. Durante un momento, pareció dudar. Se rascó la cabeza, me miró y arqueó las cejas-. ¿A poco lo estás? -me preguntó-. ¿Lo estás?
– Claro que no -le aseguró esta vez don Juan a Genaro. Repitió el mismo gesto de duda, rascándose la cabeza y arqueando las cejas-. ¿A poco lo estás? -me preguntó-. ¿Lo estás?
– ¡Claro que no! -exclamó Genaro en voz resonante, y los dos explotaron en risas incontrolables.
Cuando se calmaron, don Juan dijo que la importancia personal es la fuerza detrás de todo ataque de melancolía. Agregó que los guerreros tienen derecho a sentir estados de profunda tristeza, pero que la tristeza les viene solamente para hacerlos reír.
– Genaro te va a demostrar algo que es más estimulante que toda tu pinche tristeza -prosiguió don Juan-. Tiene que ver con la posición del punto de encaje.
De inmediato Genaro empezó a caminar alrededor del corredor, arqueando la espalda y levantando los muslos hasta el pecho.
– El nagual Julián le enseñó cómo caminar de esa manera -me dijo don Juan susurrando-. Se llama el paso de poder. Genaro conoce varios pasos de poder. ¡Míralo atentamente!
En verdad, los movimientos de Genaro eran hipnóticos. Me encontré siguiendo sus pasos, primero con mis ojos y después, irresistiblemente, con mis pies. Imité su manera de caminar. Le dimos una vuelta al patio y nos detuvimos.
Mientras caminaba, imitando a Genaro, noté la extraordinaria lucidez que cada paso me aportaba. Al detenernos, mi destreza física y mental, habían adquirido matices excepcionales; podía oír todos los ruidos; percibía hasta los más insignificantes cambios en la luz o en las sombras a mi alrededor. Me sentí presa de un sentimiento de urgencia, de acción inminente; tenía la sensación de ser extraordinariamente agresivo, musculoso, atrevido. Vi frente a mí una enorme extensión de tierra plana; justo a mis espaldas, vi un bosque. Gigantescos árboles formaban una línea recta, como un muro descomunal. El bosque era oscuro y verde; la llanura era amarillenta, bañada por el sol.
Respiraba yo de un modo insólito, pero no de manera anormal. Y era el ritmo de mi profunda y extrañamente acelerada respiración el que me obligaba a mover las piernas. Quería echarme a correr, o más bien mi cuerpo quería hacerlo, pero justo cuando iba a partir algo me detuvo.
Repentinamente, don Juan y Genaro estaban a mi lado. Caminamos juntos por el corredor, con Genaro a mi derecha. Me dio un leve empujón con el hombro. Sentí el peso de su cuerpo empujándome ligeramente hacia la izquierda. Seguimos, en ángulo, directamente a la pared oriental del patio. Durante un momento tuve la certeza de que íbamos a travesarla e incluso me preparé para el impacto, pero nos detuvimos justo cuando la punta de mi zapato y la punta de mi nariz tocaban la pared.
Mientras mi nariz aún estaba pegada contra ella, ambos me examinaron con gran cuidado. Yo sabía lo que buscaban: querían asegurarse de que mi punto de encaje se había movido. Y yo estaba seguro de que se había desplazado porque mi estado de ánimo había cambiado. Obviamente, ellos también lo sabían. Me tomaron de los brazos muy levemente y, en silencio, caminaron conmigo al otro lado del corredor hacia un oscuro y estrecho pasillo que unía al patio con el resto de la casa. Ahí nos detuvimos.
Don Juan y Genaro se alejaron a unos metros de mí, y yo quedé encarando el lado de la casa que estaba envuelto en sombras. Miraba al interior de un cuarto vacío y oscuro. Tenía una sensación de cansancio físico. Me sentía lánguido, indiferente, y sin embargo estaba repleto de una gran fuerza espiritual. Me di cuenta entonces de que había perdido algo. No había energía física en mi cuerpo. Apenas podía mantenerme de pie. Finalmente mis piernas cedieron y me senté. Luego me tendí sobre un costado, y me acosaron allí los más piadosos y serenos sentimientos de amor a Dios, y a la bondad, y al bien.
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