– ¿Por qué es que uno se olvida? -pregunté.
– Porque las emanaciones que permiten mayor claridad dejan de estar en relieve cuando uno sale de la conciencia acrecentada -contestó-. Si el resplandor de la conciencia no brilla más en ellas, lo que uno experimente o atestigüe también se apaga.
Don Juan dijo que una de las tareas que los nuevos videntes desarrollaron para sus aprendices era el forzarlos, años más tarde, a recordar, esto es, a volver a acentuar por sí mismos aquellas emanaciones utilizadas durante estados de conciencia acrecentada.
Me recordó que Genaro siempre me recomendaba aprender a escribir con la punta del dedo en vez de hacerlo con un lápiz, para así no acumular notas. Don Juan me aseguró que lo que Genaro realmente había querido decir era que, mientras estaba yo en estados de conciencia acrecentada, debía utilizar emanaciones no habituales para archivar diálogos y vivencias, y algún día recordarlo todo al hacer brillar nuevamente el resplandor de la conciencia en las emanaciones usadas como archivo.
Prosiguió, explicando que un estado de conciencia acrecentada es visto no sólo como un resplandor que abarca mayor profundidad dentro de la forma ovoide de los seres humanos, sino también como un resplandor más intenso en la superficie del capullo. Sin embargo no es nada comparado con el resplandor producido por un estado de conciencia total, que es visto como una explosión de incandescencia en todo el huevo luminoso. Es una explosión de luz de tal magnitud que los límites de la concha se vuelven difusos y las emanaciones interiores se extienden más allá de todo lo imaginable.
– ¿Esos son casos especiales, don Juan?
– Desde luego. Sólo los videntes los viven. Ningún otro hombre o criatura viviente se ilumina así. Los videntes que premeditadamente alcanzan la conciencia total son algo digno de verse . Ese es el momento en el que arden por dentro. El fuego interior los consume. Y en plena conciencia se funden con las emanaciones en grande, y se expanden en la eternidad.
Me quedé unos días más en Sonora, y luego regresamos en coche a la casa, en el sur de México, donde vivían don Juan y su grupo de videntes.
El día siguiente fue cálido y brumoso. Me sentía con flojera, y de alguna manera molesto. A media tarde había en ese pueblo una quietud desesperante. Don Juan y yo estábamos sentados en los sillones de la sala. Le dije que la vida en el México rural no era lo ideal para mí. Algo me hacía sentir que el silencio del pueblo era forzado. Y esto me causaba una tremenda frustración. El único ruido que alguna vez llegué a escuchar era el sonido de voces de niños gritando, en la distancia. Nunca pude enterarme si jugaban o gritaban de dolor.
– Cuando estás aquí, siempre estás en un estado de conciencia acrecentada -dijo don Juan-. A eso se debe la diferencia. Pero sea como fuera, deberías andar acostumbrándote a vivir en un pueblo así. Algún día vivirás en uno.
– ¿Por qué tendría yo que vivir en un pueblo así, don Juan?
– Ya te expliqué que la meta de los nuevos videntes es ser libres. Y la libertad tiene las más devastadoras implicaciones. Entre ellas está la implicación de que los guerreros deben buscar intencionalmente el cambio. Tu predilección es vivir como lo haces. Estimulas tu razón examinando tu inventario, muy a la ligera, y oponiéndolo a los inventarios de tus amigos. Esas maniobras te dejan muy poco tiempo para hacer un examen de ti mismo y de tu destino. Tendrás algún día que renunciar a todo eso. Ahora, si todo lo que conocieras fuera la calma muerta de este pueblo, tarde o temprano, tendrías que buscar la otra cara de la moneda.
– ¿Es eso lo que hace usted aquí, don Juan?
– Nuestro caso es un poco diferente, porque nos encontramos al final de nuestra senda. No buscamos nada. Lo que todos nosotros hacemos aquí sólo es comprensible para un guerrero. Pasamos de un día a otro sin hacer nada. Estamos esperando. No me cansaré de repetirte esto: sabemos qué estamos esperando y sabemos lo que estamos esperando. ¡Estamos esperando que nos llegue la libertad!
"Y ahora que lo sabes -añadió con una sonrisa maliciosa-, volvamos a nuestra discusión.
En general, cuando nos encontrábamos en ese cuarto no nos interrumpía nadie y don Juan siempre decidía la duración de nuestras sesiones. Pero esta vez alguien tocó la puerta. Genaro entró y tomó asiento. Yo no había visto a. Genaro desde la noche en que precipitadamente salimos de su casa. Lo abracé.
– Genaro tiene algo que decirte -dijo don Juan-.
Ya te he dicho que él es un maestro del arte de manejar la conciencia. Ahora te puedo decir lo que todo eso significa. Genaro puede hacer que el punto de encaje penetre a mayor profundidad en el huevo luminoso después de que el punto ha sido movido de su posición por el golpe del nagual.
Explicó que Genaro había empujado mi punto de encaje, incontables veces, una vez que estaba yo en la conciencia acrecentada. Como aquel día que fuimos a la gigantesca roca plana. Genaro había hecho entonces que mi punto de encaje, se moviera dramáticamente hacia el lado izquierdo; tan dramáticamente que hasta resultó algo peligroso.
Don Juan dejó de hablar y pareció dispuesto a cederle la palabra a Genaro. Movió la cabeza, como dándole una señal a Genaro para que dijera algo. Genaro se incorporó y vino a mi lado.
– Las llamas son muy importantes -dijo en voz baja-. ¿Recuerdas aquel día en que estábamos sentados en aquella gran roca plana, y yo te hice mirar el reflejo de la luz del sol en un pedazo de cuarzo?
Cuando lo mencionó recordé al instante. Aquel día, justo cuando don Juan había dejado de hablar, Genaro señaló la refracción de luz que atravesaba un pedazo de cuarzo pulido que sacó de su bolsa y colocó sobre la roca. De inmediato, el brillo del cuarzo atrajo mi atención. Y eso era todo. En el siguiente instante estaba yo de cuclillas en la roca mientras don Juan, también de cuclillas a mi lado, me miraba con un gesto de preocupación.
Estaba a punto de decirle a Genaro lo que había recordado cuando él comenzó a hablar. Acercó sus labios a mi oído y señaló una de las dos lámparas de gasolina que estaban en el cuarto.
– Mira a la llama -dijo-. En ella no hay calor. Es llama pura. La llama pura puede llevarte a las profundidades de lo desconocido.
Conforme hablaba, comencé a sentir una extraña presión: era una pesadez física. Me zumbaban los oídos; mis ojos lagrimearon al punto de que apenas podía distinguir la forma de los muebles. Mi visión parecía estar totalmente fuera de foco. Aunque tenía abiertos los ojos, ya no podía ver la intensa luz de las lámparas de gasolina. A mi alrededor todo era oscuridad. Había rayos de fosforescencia color verde amarillento que iluminaban oscuras nubes en movimiento. Luego, tan abruptamente como oscureció, aclaró.
No podía determinar dónde estaba. Parecía que flotaba, como un globo. Estaba solo. Tuve un momento de terror, y mi razón se apresuró a elaborar una explicación racional: Genaro me había hipnotizado, usando la llama de la lámpara de gasolina. Me sentí casi satisfecho. Floté sin agitación, tratando de no preocuparme; pensé que una forma de evitar la preocupación era concentrarme en las fases que tendría que atravesar para despertar.
Lo primero que noté fue que yo no era yo mismo. No podía mirar realmente a nada porque no tenía nada con que mirar. Cuando hice un esfuerzo por examinar mi cuerpo me di cuenta de que sólo podía tener conciencia, y sin embargo era como si desde una gran altura contemplara un espacio infinito. Había portentosas nubes de luz brillante y masas de oscuridad; ambas estaban en movimiento. Vi claramente a una onda de resplandor ambarino que venía hacia mí como una enorme y lenta ola marina. Supe en ese instante que yo era como una boya flotando en el espacio y que la ola iba a alcanzarme y a arrastrarme con ella. Lo acepté como algo inevitable. Pero justo antes de que me envolviera ocurrió algo completamente inesperado, un viento fuertísimo me sacó del camino de la ola.
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