El mayordomo había vuelto a su trabajo y uno de los criados me sacó el caballo.
– Ayúdame a montar y ten cuidado porque hace poco que me partí un brazo y un hueso del hombro y no me puedo manejar solo.
El criado abrió la puerta y emprendí la marcha en el momento en que mi madre salía al balcón y me gritaba algo. El caballo blanco torció a la izquierda para que pudiéramos ir en el sentido de las manecillas del reloj por la carretera circular de Lingkhor. Fui lo más lentamente posible, pues no quería regresar tan pronto.
Una vez de nuevo en nuestra lamasería, me presenté al lama Mingyar Dondup. Me miró fijamente.
– Pero, Lobsang, ¿acaso te han perseguido por la ciudad todos los fantasmas errantes? Traes cara de asustado.
– Imagínate, Maestro. Mi madre tenía allí a todas sus amigas esperando que les contase todo lo que yo supiera del Más Profundo y todo lo que me dijo cuando hable con El. Entonces le dije que las reglas de la Orden me prohibían contarlo. Y me escapé mientras aún era tiempo. ¡Qué horror, tantas mujeres con la vista clavada en mí!
Mi Guía se rió a carcajadas, y cuanto mayor era mi gesto de asombro, más se reía.
– El Dalai Lama quería saber si te habías adaptado de verdad a nuestra vida o si aún echabas de menos tu casa.
La vida lamástica había trastornado mis valores sociales y las mujeres me resultaban ya criaturas extrañas (y aún lo siguen siendo para mí).
– Mi casa es ésta. No, no quiero volver a la Casa de mi Padre. Me produce un grandísimo malestar ver a todas esas mujeres pintadas, con tantas cosas en el cabello y mirándome como un carnicero puede mirar a un cordero. Además, chillan como condenadas; y -bajé la voz hasta un mu rmullo – ¡qué horribles son sus colores astrales! ¡Sus auras son espantosas!
En fin, Honorable lama Guía, no hablemos de esto.
Durante varios días me estuvieron gastando bromas sobre mi visita.
Me decían: «¡ Parece mentira, Lobsang, dejarte asustar por unas cuantas mujeres!» O bien: «Lobsang, tienes que ir a casa de tu Honorable Madre porque da una fiesta y necesita que sus amigas se entretengan.» A la mañana siguiente me dijeron que el Dalai Lama tenía un gran interés en verme de nuevo y había dispuesto que me enviaran a mi casa cuando mi madre d ie ra una de sus numerosas fiestas de sociedad. Nadie obstaculizaba las decisiones del Más Profundo. Todos le queríamos, no sólo como dios en la tierra, sino como el verdadero hombre que era. Desde luego tenía un carácter un poco fuerte, pero también era fuerte el mío y nunca dejaba que sus gustos personales interfiriesen en sus deberes de Estado. Ni se irritaba más de unos minutos seguidos. Era la Cabeza suprema del Estado y de la Iglesia.
CAPÍTULO DECIMOCUARTO. USANDO EL TERCER OJO.
Una mañana en que me hallaba con el espíritu en calma, y preguntándome cómo emplearía una media hora que me sobraba antes de la función religiosa siguiente, se me acercó el lama Mingyar Dondup.
– Vamos a pasear un poco, Lobsang. Tengo que encomendarte un pequeño trabajo.
Me alegró poder pasar un rato con mi Guía y estuve listo enseguida.
Cuando salíamos del Templo, un gato nos dio grandes muestras de afecto y no pudimos librarnos de él en un buen rato. Era un gato enorme. En tibetano llamamos al gato shi-mi. Satisfecho por la acogida que le habíamos hecho siguió junto a nosotros hasta la mitad de la pendiente de la Montaña de Hierro. Entonces recordó, seguramente, que había dejado sin vigilancia las joyas y regresó a gran velocidad.
Los gatos de nuestros templos no eran sólo un adorno, sino fieros guardianes de los montones de piedras preciosas que había en torno a las imágenes sagradas. En las casas particulares tibetanas tenían perros guardianes, tremendos mastines capaces de tumbar a un hombre en un momento y destrozarlo; pero estos perros pueden ser dominados con habilidad y es posible alejarlos por diversos medios. En cambio, los gatos, si empezaban a atacar, no había manera de librarse de ellos. Sólo su muerte podía interrumpir el ataque. Eran de la raza que suele llamarse «siamesa». Por el frío del Tíbet, esos gatos son casi negros. En los países cálidos, según me han dicho, los gatos siameses son blancos, pues la temperatura influye en su color.
Tenían los ojos azules y muy largas las patas traseras, dándoles esta característica un extraño andar. Sus colas son largas y como látigos. Y sus voces son impresionantes. No hay en el mundo otros gatos que tengan esa voz. Su volumen y su riqueza de tonos son de una increíble variedad.
Estos gatos, cuando estaban de servicio en el templo, eran unos estupendos vigilantes, siempre alerta y moviéndose continuamente con pasos silenciosos, como misteriosas sombras. Si alguien intentaba llegar hasta los montones de joyas -que no estaban guardadas por ningún otro medio-, un gato saltaba del sitio más inesperado, quizá de lo alto de una imagen, y caía sobre el brazo del ladrón. Si éste no conseguía huir inmediatamente (y para ello tendría que llevarse encima al felino), otro gato le caía en la garganta.
Y téngase en cuenta que estos gatos tienen garras de doble longitud que los gatos corrientes. A los perros se les puede alejar con un palo o envenenar o bien sujetarlos. Pero a nuestros gatos siameses no hay manera de quitárselos de encima. Cuando luchan con los más fieros mastines los ponen en fuga a los pocos minutos. Mientras estaban de servicio, sólo podían acercarse a ellos los que los conocían «personalmente».
Continuando nuestro paseo, seguimos por la carretera hasta doblar a la derecha por el Pargo Kaling. Dejamos atrás el pueblo de Shó. Pasamos por el Puente de la Turquesa y torcimos a la derecha, en el sitio llamado la Casa de Doring. Así llegamos junto a la antigua Misión China. Entonces me dijo el lama Mingyar Dondup:
– Ha llegado una nueva Misión china, como ya te he dicho. Vamos a ver qué clase de gente es ésta.
Mi primera impresión fue muy desfavorable. Aquellos hombres se movían con arrogancia por dentro de la casa deshaciendo su equipaje. Traían armas suficientes para equipar a un pequeño ejército. Por ser yo entonces todavía un niño, podía «investigar» con mucha mayor libertad que los adultos. Con toda tranquilidad me acerqué a una ventana abierta, y así estuve un rato hasta que uno de los chinos se fijó en mí. Lanzó una maldición en chino, expresando serias dudas sobre la honradez de mis antepasados.
En cambio, no parecía dudar de cuál iba a ser mi futuro, porque se dispuso a arrojarme a la cabeza lo primero que encontró a mano. Pero me aparté y el hombre quedó desconcertado. En unos segundos me había perdido de vista.
– Las auras de esa gente son terriblemente rojas.
Durante todo el camino de regreso, el lama Mingyar Dondup fue muy pensativo. Horas después, cuando terminamos de cenar, me dijo:
– He estado meditando acerca de esos chinos. Voy a proponerle al Dalai Lama que empleemos nuestras facultades especiales. ¿Te consideras capaz de observarlos oculto detrás de un biombo?
– Si crees que puedo hacerlo, Maestro, sin duda alguna podré hacerlo.
El día siguiente no pude ver a mi Guía, pero al otro me dio clase por la mañana, como de costumbre; y después del almuerzo me dijo:
– Esta tarde vamos a dar un paseo, Lobsang. Aquí tienes un pañuelo de primera calidad; así que no necesitas de tu clarividencia para saber adónde iremos. Te doy diez minutos para que te prepares y luego ven a reunirte conmigo en mi habitación. Yo antes he de ver al Abad.
Descendimos de nuevo la Montaña de Hierro por aquella senda tan pendiente y escabrosa. Tomamos un atajo y llegamos muy pronto al Norbu Linga. Al Dalai Lama le gustaba mucho este Parque de la Joya y pasaba allí casi todo su tiempo libre. El Potala era un sitio magnífico por fuera, pero en su interior resultaba la atmósfera demasiado cargada con tanto incienso y tanto humo de lamparillas. Durante siglos había estado cayendo la grasa de las lamparillas en el suelo y era frecuente que los solemnes lamas se dieran formidables resbalones que los dejaban en ridículo. Como es natural, el Dalai Lama no quería exponerse a dar tan risible espectáculo y por eso se quedaba en los jardines todo el tiempo que podía.
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