Jorge Ibargüengoitia - Maten al león

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Maten al león: краткое содержание, описание и аннотация

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Hacia fines de los años veinte, Puerto Alegre, capital de la isla caribeña de Arepa, se convierte en centro de una conpiración fraguada entre mármoles, gobelinos y peleas de gallos, al ritmo de congas, bodolques, atabales y rungas. Se trata de matar a un viejo león, cuando se dispone a reelegirse por quinta vez jugándose el As de proponer la creación de la presidencia vitalicia. Las circunstancias, sin embargo, obligan al partido Moderado y al promisorio junior arepano Pepe Cussirat, elegido como candidato oposicionista, a cambiar de planes. Tras varios intentos frustrados de magnicidio, resulta que el revuelo no ha sido en vano, como se descubre en el inesperado desenlace de esta novela.
Parodia de una cualquiera de las dictaduras que han asolado los países de Latinoamérica,
destaca como la única comedia dentro de lo que es ya un subgénero de la novelística hispanoamericana.

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—Es un piloto de primera —dice Garatuza, orgulloso, y echa a correr pasarela abajo, moviendo las cortas piernas.

Para regresar a Puerto Alegre, su tierra natal, Pepe Cussirat dejo White Plains en su biplano Blériot, aterrizo en Baltimore, durmió en Charlotte, compro cigarros en Atlanta, almorzó en Tampa, paso quince días en La Habana, esperando una refacción, y diviso la costa de Arepa a las diez de la mañana del 23 de mayo de 1926, un día despejado, memorable en la historia arepana.

El llano de la Ventosa esta al norte de Puerto Alegre, a tres kilometres de la terminal de los tranvías de la línea Paredón-Remedios. Es un potrero cubierto de yerba verde, con un arroyo en medio y tamarindos en las orillas; esta rodeado de tres pequeños cerros que se llaman el Cimarrón, el Cerrito de Enmedio y los Destiladeros, en donde se siembra cacao, café y tabaco.

Por ordenes presidenciales y con el objeto de permitir el aterrizaje feliz del Blériot de Cussirat, el Ejercito saco las vacas del pastizal, corto una yuca que había crecido en el centro del llano y se formo en circulo alrededor del campo, para evitar que los chiquillos se metieran a jugar y fueran atropellados por el avión. Las mujeres de los bohíos cercanos prepararon pescado frito y tamales, para vender a la gente que viniera a ver el aterrizaje.

Esa mañana, por primera y ultima vez en su historia, los tranvías llegaron repletos a la terminal de Remedies. El Gerente de la Compañía de Tranvías, Mister Fisher, reforzó el servicio con dos carros de la línea Guarapo Chihualan.

Pereira, con traje a rayas, carrete prestado y zapatos de dos colores, llego a Remedies en el tranvía de las nueve y media, y echo a andar, entre familias pobres endomingadas y churreros, por el camino de tierra que conduce a la Ventosa.

Al poco trecho, paso junto a el Galvazo, en ancas de la motocicleta de la Policía, abrazado del conductor, con doña Rosita en el sidecar, levantando una polvareda, y el brazo, para saludarlo.

El chofer de los Berriozabal, ayudado por un mozo, el jardinero y una criada, guarda, afanosamente, en la cajuela del Dussemberg, dos canastas con sandwiches de jamón de Westfalia, pavo asado, y queso Gruyere, un frasco de nueces en conserva, tres latas de hors d'oeuvres de Rodel, una docena de naranjas, seis botellas de San Emilion, tres termos con café negro, una botella de Martell, el estuche de los cubiertos, una mesa plegable y un mantel.

Las hermanitas Regalado, vestidas de azul y blanco, con holanes pasados de moda y sombreros de paja de Italia, están sentadas en el asiento trasero desde hace media hora.

Ángela, con un vestido de Worth, don Carlitos, de sport y con catalejos sobre el pecho hundido, el doctor Malagón, con un chambergo inapropiado, Pepita Jiménez, lánguida, y doña Conchita Parmesano, brincando de emoción, salen de la casa después de haber hecho pipí, listos para el día de campo.

—¿Y Tintín? —pregunta la mas tonta de las hermanitas Regalado.

—Se fue en el Rolls de los González —contesta don Carlitos.

—¡Hola, guapas! —dice Malagón a las Regalado, poniendo un pie reumático en el estribo.

—¡Por fin vamos a ver un avión! —dice Conchita Parmesano.

—¡Y a Pepe Cussirat —dice Ángela—, que hace quince años que no vemos!

—¡Si es que no se cae por el camino! —dice Pepita Jiménez, presintiendo algo terrible.

—¡Ni lo mande Dios! ¡Toca madera! —exclama la Parmesano.

—Llegara con bien, y te querrá como antes —dice Ángela a la poetisa, haciéndole un arrumaco.

Don Carlitos, cargante, cuenta a los invitados y le dice a cada quien donde debe sentarse, cambiando varias veces de opinión, y haciéndolos cambiar de lugar. El chofer le dice a Ángela, en voz baja:

—Todo cupo en la cajuela, señora.

Ángela le dice, en secreto, a Conchita:

—Llevamos buen piscolabis.

Conchita, con gracia glotona, pone los ojos en blanco.

—Se me hace agua la boca, nomás de pensar en los primores que has de traer.

—¿Me hacen las señoras el favor de pasar a sentarse en el asiento de atrás en vez de estar chismorreando? —pregunta don Carlitos.

Las mujeres y Malagón se apretujan en la parte de atrás del coche. Don Carlitos sube junto al chofer y el Dussemberg, con la capota baja, arranca, obligando a las damas a detenerse los sombreros y a echar grititos.

Por el camino de tierra, la procesión de pobretones, cada vez mas espesa, mas sudorosa, mas empolvada y mas lenta, se abre de vez en cuando para dejar el paso a los coches que pasan pitando con insolencia y levantando nubes de polvo. Junto a Pereira pasa el Studebaker presidencial con Cardona, verde y solitario, adentro; Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, en un Mercedes prestado; por ultimo, los Berriozabal y compañía sin detenerse, con saludos cordiales, obligándolo a descubrirse.

El centro del llano de la Ventosa es desierto, y las orillas, verbena. Pereira camina entre fritangas, niños llorones, madres malhumoradas, y hombres gargajientos, hasta llegar al tamarindo, apartado desde la víspera, a cuya sombra se han instalado los Berriozabal, con su coche, sus invitados y la mesita de las viandas. —Cuando lo vimos —le dice Ángela, limpiándose un punto de mayonesa con el pañuelo de batista—, estuvimos a punto de detenernos, para decirle que se viniera con nosotros, pero era demasiado tarde. Ya estaba usted a un kilometro.

—Pero, hombre, Ángela, ¿que estas diciendo?, a Pereira le hace falta ejercicio —dice Malagón, con la boca llena de jamón de Westfalia.

—Le queda muy bien el traje —dice Ángela, mirando a Pereira de arriba a abajo. Lo toma del brazo y lo conduce a la mesita, donde el chofer hace los honores—. Tómese un “tentempié”. Ha de estar hambriento después de la caminata.

Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que se han unido a la partida, están cerca de la mesa, masticando. El chofer, solemne, quita el trapo húmedo que cubre los sandwiches. Pereira los mira, sin saber por cual decidirse. Un negrito, moquiento y andrajoso, metiéndose un dedo en las narices, mira la ceremonia a pocos metros de distancia. Ángela lo ve, se conmueve profundamente y llena de sentimientos maternales y humanos, toma un sándwich del altero, y se lo da al niño, que lo estudia con desconfianza antes de morderlo. Ángela se vuelve hacia los demás y se disculpa, diciendo:

—Yo, estas cosas, no las puedo resistir.

Ellos la miran con simpatía. Nadie ve que el negrito muerde el sándwich, no le gusta, y lo tira al suelo.

Don Carlitos, de pie en el Dussemberg, con los codos apoyados en la barra del parabrisas y mirando por los catalejos, grita en ese momento:

— ¡Allí viene! ¡Allí viene!

Sin dejar de masticar, sin soltar los sandwiches, todos se vuelven a mirar al lugar hacia donde apuntan los catalejos. En el cielo hay un punto, que va creciendo.

VIII. EL AVION DE CUSSIRAT

El Blériot describe un circulo alrededor del llano, desciende, pega un bote en tierra, se encabrita, acelera y vuelve a elevarse; describe otro circulo y aterriza, dando tumbos, deteniéndose a un metro del arroyo, con un ala desgarrada por un huizache solitario.

El publico, que ha observado el aterrizaje sobrecogido de admiración, se recupera y rompe el cordón del ejercito, echando a correr para ver de cerca el aparato.

Pepe Cussirat, con gorro de aviador, las narices frías, y bufanda de seda, se iza en la cabina, y de un salto se pone en tierra. Mientras se quita el mono ve como la turba rascuache se le viene encima. Los niños gritan, los perros ladran y todos corren hacia el Blériot. El primero en llegar es Martín Garatuza, vestido de mecánico. Cussirat, campechano, se quita el gorro y le da un abrazo. Después, ambos se inclinan, para estudiar el desgarron del ala. La gente se detiene a distancia respetuosa; solo un perrillo flaco se acerca, ladrando furiosamente. Los moderados, unos viejos, y otros jóvenes tarambanas, compañeros de parranda y amigos de Cussirat desde la infancia, se abren paso entre la plebe y se acercan para abrazarlo con cariño.

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