Julio Cortazar - Rayuela

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Considerada un clásico de la literatura moderna en lengua castellana, Rayuela (1963) es una de las obras más innovadoras de las últimas décadas. La clave de su ruptura con el orden clásico del relato radica en la postulación de una estructura inorgánica: el libro puede leerse en forma normal del capítulo 1 al 56 y terminar ahí, después están los capítulos?prescindibles?, del 57 al 155. Estos se leen alternadamente según un orden que el autor va dando, mezclados con los primeros. De esa manera la novela comienza en el Nº 73. Entre estos artículos prescindibles, algunos de difícil lectura, hay cosas que tienen que ver con la trama principal, pero también aparecen otros personajes, lugares y reflexiones. El capítulo 62, por ejemplo, dio luego origen a otra novela de Cortázar: 62/Modelo para armar. Amor, ternura, amistad, humor, geografía urbana, música, constituyen algunos de sus temas recurrentes, en un ámbito de de exploración estética que recuerda a la improvisación de los grandes maestros del jazz.

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En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.

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Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.

En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descascarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había llevado muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta del jazz cool , misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imán y limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su materia infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibujaba en la ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria, vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a sexo y a pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la negaba.

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