Yo miraba sus ojos verdes, tan lejanos como un mar que yo jamás había navegado, y por ellos veía pasar la nave de Tristán, héroe secreto de Buñuel por ser héroe del amor casto, jamás consumado. La Edad Media era la época verdadera de Buñuel, su tiempo natural, allí navegaba su mirada, anclada accidentalmente en nuestro "detestable tiempo", y había que verlo y entenderlo como un exiliado de ese tiempo pasado, un extranjero llegado del siglo XIII, casi desnudo, entre nosotros, habilitado con una camisa sport sin mangas como un monje eremita al que no se le da más que un taparrabos para cubrir sus vergüenzas.
De esa época perdida, Luis Buñuel traía la idea del sexo -me lo repetía ahora- como costumbre de animales, more bestiarum según las palabras de San Agustín. "El sexo", iba diciendo, "es una araña peluda, una tarántula que todo lo devora, un hoyo negro del que nunca sale el que se entrega a él". Era sordo (otra vez como Goya) y había abandonado el uso de la música en sus películas, salvo que tuviera un origen natural: aparato de radio, cilindrero en la calle, orquesta en una estación de esquí. Antes, había llenado su cine con los acordes infinitamente apasionados, dulces y tormentosos, de Liebestraum de Wagner. La música de Tristán e Isolda era la cantata al amor casto, del cual han sido expulsadas las tarántulas del sexo.
– Pero San Juan Crisóstomo prohibió los amores castos, diciendo que sólo lograban acrecentar la pasión, poniéndole más fuego al deseo…
– ¿Ya ve usted, por qué es lo más excitante del mundo? Sexo sin pecado es como huevo sin sal.
Yo siempre caía en su trampa. Buñuel pregonaba la castidad para aumentar el placer, el deseo, la sed del cuerpo amatorio. Era lector de San Agustín y entendía que la caída sólo significa que la ley del amor ha sido violada. El amor tiene una ley, que es amar a Dios. Amarnos a nosotros mismos es violar la ley de Dios y emprender el camino de la perdición, cada vez más bajo, a través del hoyo negro del sexo hasta el hoyo final de la muerte. Regresar al amor significa pasar por la castidad, pero para eso necesitamos ayuda. No lo podemos hacer solos. Volver a Dios desde el infierno de la carne y su autocomplacencia es como violar la ley de la gravedad. Violar y volar.
– ¿Quiénes nos dan la mano? -le pregunté a Buñuel.
– Nunca el poder -decía con pasión-. Jamás los poderosos, civiles o eclesiásticos. Sólo los humildes, los rebeldes, los marginados, los niños, los enamorados… Sólo ellos nos dan la mano.
Decía esto con enorme pasión y por mi memoria pasaban los niños abandonados de sus películas, las parejas apasionadas, los mendigos malditos, los sacerdotes humillados por su devoción cristiana, todos los que renunciaban a la vanidad del mundo y sólo esperaban el abrazo de un hermano. ¿Los rebeldes también, le dije a Buñuel, los rebeldes también nos auxilian?
– Si no obedecen a ningún poder -contestaba Luis a mi pregunta. Si son totalmente gratuitos.
Buñuel estaba imaginando en esos días un guión para una película que nunca realizó, basada en la historia del anarquista francés Ravachol, que empezó como ladrón y asesino. Mató en la provincia francesa a un anciano ropavejero y a un viejo ermitaño, violó la tumba de una condesa y pasó a cuchillo a dos solteronas dueñas de una herrería. Todo esto fue gratuito. Pero un buen día declaró que al ermitaño le robó el dinero, así como a las solteronas herreras, y las joyas con que la condesa fue enterrada, para obtener dinero para la Causa anarquista.
Los anarquistas no le dieron su bendición, sin embargo, hasta que Ravachol se trasladó a París y con un asistente llamado Simón el Bizcocho, se dedicó a fabricar bombas para ponerlas a las puertas del domicilio de los jueces. Por desgracia, el Bizcocho se equivocó de puertas y no murieron los jueces, sino unos transeúntes. Esto, en sí mismo -comentaba Buñuel- le daba una fantástica gratuidad al hecho.
Sólo al ser ejecutado Ravachol el 11 de julio de 1892, los anarquistas lo reclamaron para sí, lo canonizaron a posteriori y hasta inventaron un verbo, ravacholizar, que significa hacer volar en pedazos y que dio pie a una bonita canción, Dansons la ravachole vive le son de l'explosion!
– Al subir al cadalso, gritó viva el anarquismo. Era hijo ilegítimo y usaba colorete para disimular la palidez de sus mejillas.
– ¿Aprueba usted de él, Luis?
– En teoría sí.
– ¿Qué quiere decir?
– Que el anarquismo es una maravillosa idea de libertad, no tener a nadie encima de uno. Ningún poder superior, ninguna cadena. No hay idea más maravillosa. No hay idea menos practicable. Pero hay que mantener la utopía de las ideas. Si no, nos convertimos en bestias. También la vida práctica es un hoyo negro que nos lleva a la muerte. La revolución, la anarquía, la libertad son los premios del pensamiento. No tienen más que un trono, nuestra cabeza.
Dijo que no había idea más hermosa que volar el Louvre y mandar al carajo a la humanidad y a todas sus obras. Pero sólo si permanecía como idea, si no se llevaba a la práctica. ¿Por qué no distinguimos con claridad entre las ideas y la práctica; qué nos obliga a convertir la idea en práctica? ¿Y hundirnos en el fracaso y la desesperación? ¿No se bastan los sueños a sí mismos? Estaríamos locos si le pedimos a cada sueño que tenemos cada noche que de día se vuelva realidad o lo castigaremos. ¿Alguien ha podido fusilar un sueño?
– Sí -le dije- aunque no con fusiles, sino con lanzas. El emperador azteca Moctezuma reunió a todos los que habían soñado con el fin del imperio y la llegada de los conquistadores, y los mandó matar…
Miró su reloj. Eran las siete. Debía retirarme. No le interesaban los aztecas y México le parecía un muro protector, con las cornisas plantadas de vidrios rotos.
Estoy sentado frente a mi esposa, Luisa Guzmán, en el gran salón de la casa que juntos ocupamos durante diez años en el barrio empedrado de San Ángel. Cada uno tiene un vaso de whiskey en la mano, cada uno mira al otro y piensa algo, lo mismo, o distinto, de lo que piensa el otro. Los vasos son pesados, panzones, con un fondo grueso y fluctuante como el ojo de un pulpo en el fondo del Mar de los Sargazos. Ella, además, abraza a su panda de peluche.
La miro, pienso y me digo que hay que hacer algo que no se parezca al resto de nuestra vida. En eso consiste la imaginación. Pero mirándola sentada frente a mí, imaginándola como ella me imagina, prefiero ser claro y escueto. Luisa Guzmán en aquellos años no administraba mi vida social -era huraña- ni mi vida financiera -era supremamente indiferente al dinero. Apoyaba mi vida literaria; tenía paciencia para mi tiempo de escritor y de lector. Administraba, sobre todo, mi vida sexual. Es decir, no la obstaculizaba, creía que su abstención aseguraba mi próximo retorno. Así había sido siempre.
En todo caso, sentado allí mirándola como ella me miraba a mí, con toda la carga del recuerdo sobre nuestros hombros, supe que en cada ocasión, ella se había adelantado a mí. No pudo concebir ella misma una fidelidad a prueba del éxito que conoció mi primer libro. A los veintinueve años obtuve una celebridad que yo mismo no celebré demasiado, pues si algo supe siempre es que la literatura es un largo aprendizaje, expuesto, en todo momento, a la imperfección si nos va bien, a la perfección si nos va mal, y al riesgo siempre, si queremos merecer lo que escribimos. No me creí los elogios que me tocaron, pues me sabía muy lejos de alcanzar las metas que imaginaba, ni los ataques que me prodigaron. Escuché las voces de los amigos, y todas me animaban. Escuché la mía y sólo oí esto:
– No te conformes con el éxito. No lo repitas fácilmente. Imponte desafíos imposibles. Más te vale fracasar por lo alto que triunfar por lo bajo. Apártate de la seguridad. Asume el riesgo.
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