Carlos Fuentes - Diana, O La Cazadora Solitaria

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Diana, O La Cazadora Solitaria: краткое содержание, описание и аннотация

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En 1994 presenta su novela Diana o la cazadora solitaria, obra de carácter autobiográfico en la que refle ja el México de la década de los sesenta
¿Qué pasiones o ideales mueven al ser humano y lo arrastran hasta su propia muerte?Ésta parece ser la pregunta que se hace Carlos Fuentes al reflexionar acerca de la vida y la muerte de la actriz Diana Soren: tan solitaria como bella, tan fuerte como vulnerable. Una mujer que encierra en su persona y en el apasionado episodio erótico que vive con un escritor mexicano los ideales de toda una generación, la de los años sesenta, cuando las ilusiones de una década se resistían a morir.

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XXV

Pasé una mala mañana pero a la hora de la comida decidí darme una vuelta por el Club a ver si allí estaba, como todos los días, el general Agustín Cedillo. Tomaba, a la vieja usanza, una copa de coñac antes del almuerzo y me invitó a sentarme. Preferí una cerveza, porque no la hay en el mundo mejor que la mexicana. Esto me hizo sentirme medio chovinista, pero agradecí esa sensación. Recordé lo que me dijo Diana sobre James Baldwin: Un negro y un blanco, por ser ambos norteamericanos, saben más sobre sí mismos y sobre el otro que cualquier europeo sobre uno u otro. Lo mismo ocurre con los mexicanos. La otra noche, había sentido el odio de clases estallar entre el general y yo. Esta tarde, en cambio, la cerveza me levantó el ánimo y me hizo reconocerme en él. Los dos pedimos a una sola voz "dos tehuacanes", a sabiendas que en ninguna otra parte del mundo entenderían qué cosa eran esas aguas minerales. Me invitó a comer y el ritual de la mesa -desde ordenar quesadillas de huitlacoche, sabiendo que sólo los mexicanos entendemos y apreciamos comernos el cáncer negro del maíz, hasta recibir un chiquihuite de tortillas calientes y escogerlas delicadamente, tenderlas sobre la palma abierta de la mano, untarlas de guacamole, añadir un chile piquín, y enrollarlo todo; desde la referencia en diminutivos y posesivos a la comida (sus frijolitos, sus chilitos, sus tortillitas) hasta las alusiones guardadas, familiares, tiernas, a la salud, el clima, la edad (se ha puesto malo, está escampando, ya es muy mayor) creó el ambiente propicio para abordarle el tema que me preocupaba y para alejarme, con una complicidad que el general ignoraba, de la extrema enajenación de la pareja, Diana y su Pantera, que me zumbaba aún en las orejas. Ellos eran otros. Mi general, mi general, ¡ay! era eso: mío.

– Dijo usted la otra noche que mi novia debía cuidarse. ¿Por qué?

– Mire mi amigo, yo no soy un sospechosista profesional ni ando viendo moros con tranchetes. Pero el caso es que sí existen alborotadores aquí y allá, usted me entiende, y no quisiéramos que la señorita Soren se viera comprometida por una imprudencia.

– ¿Quiere usted decir Panteras Negras allá y guerrilleros de la Liga aquí?

– No exactamente. Quiero decir FBI en todas partes, eso sí que quiero decir. Mucho cuidado.

– ¿Qué me recomienda?

– Usted es amigo del señor encargado del despacho de Gobernación.

– Es Mario Moya Palencia, fuimos juntos a la escuela. Es un amigo viejo y querido.

– Vaya a verlo a México. Tenga cuidado. Atienda a su novia. No vale la pena.

Cuando Diana regresó en la noche, le dije que saldría a México al día siguiente. Tenía que arreglar unos negocios pendientes. A ella le constaba que lo dejé todo en suspenso por seguirla a Santiago. En unos cuantos días, una semana cuando más, estaría de regreso. Ella me miró con melancolía, tratando de adivinar la verdad, imaginando que quizás yo la había adivinado a ella, pero abriendo un abanico de posibilidades. ¿Qué sabía yo? ¿Era éste el fin? ¿Me iba para siempre? ¿Era el fin de nuestra relación? ¿Me tiraban más mi esposa, mi hija, mis intereses en la capital?

– Aquí lo dejo todo, mis libros, mis papeles, mi máquina de escribir…

– Llévate las pastas de dientes.

Nada atenuaba la tristeza de sus ojos.

– Una sola. Todo lo demás se queda en prenda.

– ¿En prenda? Me gusta eso. Quizás todos estamos aquí sólo en prenda.

– No te imagines a Dios como un prestamista judío.

– No. Si yo creo en Dios. Tanto, ¿sabes?, que no puedo imaginarme que nos puso en la tierra para no ser nadie.

– Te quiero, Diana -le dije y la besé.

XXVI

Lo primero que hice al llegar a México fue llamar a mi amigo Luis Buñuel y pedirle una cita. Una o dos veces por mes, solía visitarlo de cuatro a seis de la tarde. Su conversación me nutría y estimulaba extraordinariamente. Buñuel no sólo había sido testigo del siglo (caminaba con él: nació en 1900) sino uno de sus grandes creadores. Es llamativo que los teóricos franceses del surrealismo hayan dejado bellos ensayos y otros textos escritos con una lengua de claridad cartesiana, hasta cuando piden la escritura automática y el "desarreglo de los sentidos". Los surrealistas franceses, más allá de la provocación, no parecen comprometer a su cultura racionalista y devolverle el soplo de locura que debió animar a Rabelais o a Vilon. Son los surrealistas sin teoría, intuitivos, como Buñuel en España y Max Ernst en Alemania, los que logran incorporar su cultura a su arte, dándole actualidad crítica al pasado, y límites históricamente perversos a la pretensión de novedad moderna. Todo está anclado en lejanas memorias y en antiguos suelos. Removiéndolos, surge la modernidad verdadera: la presencia del pasado, la advertencia contra el orgullo del progreso. Los místicos españoles, la picaresca, Cervantes y Goya eran los padres del surrealismo de Buñuel, así como la imaginación nocturna, cruel y extralimitada, del cuento de hadas germánico, era la madre de Ernst.

La casa de Buñuel en la Colonia del Valle no tenía carácter. Éste era, pues, su carácter: no tenerlo. De ladrillo rojo y dos pisos, se parecía a cualquier vivienda de clase media del mundo. La sala tenía el aspecto de un consultorio de dentista y aunque nunca vi la recámara del artista, sé que le gustaba mirar muros desnudos y dormir en el suelo, cuando mucho, en cama de madera, sin colchón ni resortes. Estas penitencias cuadraban bien con su moral estricta, opresivamente burguesa y puritana para algunos, para otros ascéticamente monástica. Su casa estaba casi ayuna de decorados, salvo un retrato de Buñuel joven hecho por Dalí en los años veinte. Ahora -desde la segunda guerra- eran enemigos, pero Luis mantenía ese retrato en el vestíbulo como un homenaje emocionado a su propia juventud y a la amistad perdida, también…

Recibía en un barcito con una barra comprada en el Puerto de Liverpool pero tan bien provista como la del Oak Bar del Plaza en Nueva York -el lugar donde Buñuel gustaba beber "los mejores martinis del mundo", según su decir. Ahora, mezclaba para mí un buñueloni, delicioso pero embriagador y proclamaba:

– Bebo un litro de alcohol cada día. Me va a matar el alcohol.

– Se ve usted muy bien -dije admirando su robustez a los setenta años, sus espaldas cargadas, su tórax desarrollado y sus brazos fuertes aunque delgados.

– Acabo de ver al médico. Por separado, tengo enfisema, divertículos intestinales, alto colesterol y una próstata gigantesca. Por separado, estoy perfecto. Pero si todo se me junta, caigo fulminado.

Generalmente, usaba una camisa sport sin mangas, lo cual acentuaba la desnudez de su cabeza de campesino y de filósofo. La cabeza calva y el rostro surcado por el tiempo, le hacían parecerse a Picasso, a De Falla, a Ortega y Gasset. Los españoles ilustres acaban pareciéndose a picadores retirados. Buñuel compartía la tierra natal con Goya. Aragón, de fama solar de testarudos. La verdad es que nadie sueña más que sus hijos. Son sueños extremos, de aquelarre de brujas y de comunicación entre hombres, animales e insectos. Bien se sabe que las hormigas son los seres vivos que mejor se comunican entre sí, telepáticamente, a grandes distancias, y yo creo que Luis Buñuel era un apasionado de la entomología porque los aragoneses, como las hormigas, se comunican de lejos en el espacio, pero también en el tiempo. Están en contacto mediante las pesadillas, las brujas, los tambores.

No estaba contento conmigo esa tarde que fui a visitarlo. Profesaba una adhesión sin reservas a la fidelidad matrimonial y a la duración de las parejas. Le parecía intolerable que un hombre y una mujer, habiendo sellado pacto de vivir juntos, lo violaran. A mí me reprochaba abiertamente el abandono de Luisa Guzmán, a quien él quería mucho y había llevado en una o dos películas suyas, pero al lado de esta exaltación del lazo matrimonial, Buñuel no ocultaba su horror del acto sexual. Era raro, en sus películas, ver un desnudo, salvo como contrapunto necesario de la narración; jamás un beso: le parecía una "indecencia"; y fornicación jamás: sólo el deseo, revolcándose en los jardines de la edad de oro, el deseo para siempre insatisfecho a fin de mantener al rojo vivo la llama de la pasión.

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