Cipriano tuvo que hacer dos viajes a Zamora para convencer a Pedro Sotelo de que no facilitase a Padilla lugares de reunión, ya que este hombre, como le había dicho el Doctor, cada día más amilanado, sembraba la discordia por donde quiera que iba. Momentáneamente, el Doctor quedó aplacado, pero cada día aportaba una novedad y una tarde informó a Cipriano de que el joyero Juan García tenía planteadas serias cuestiones familiares y debía ponerse cuanto antes en contacto con él. Cipriano pasó por el cubil donde Juan trabajaba y éste, sin levantar los ojos de la pulsera que reparaba, le anticipó que, al día siguiente, a las siete de la tarde, le visitaría en su casa pues en el taller no era aconsejable hablar. Una vez reunidos, Juan García rompió a lloriquear, que era de los más viejos adeptos de la secta, de los más convencidos, pero su mujer, Paula Rupérez, fanática católica, recelosa de sus escapadas nocturnas, le había seguido una noche de conventículo por las calles en tinieblas. Afortunadamente él se dio cuenta a tiempo y se ocultó en el hueco de un comercio por donde la vio pasar. Entonces se convirtió de perseguido en perseguidor y durante una hora estuvieron dando vueltas por las viejas rúas del barrio de San Pablo, él en guardia, ella desorientada. Al día siguiente Paula le preguntó dónde había andado a tan altas horas de la noche y él reconoció que había sufrido uno de sus frecuentes accesos de escotoma y había salido a airear la cabeza. Poco a poco Juan García se había ido serenando pero advirtió que su mujer había informado de sus sospechas al confesor y había razones fundadas para temer que éste, si llegaba a tener un solo indicio, les denunciaría sin demora a la Inquisición.
Cipriano trató de tranquilizar al joyero, le dijo que de momento no volviera por los conventículos y que, cada mes, al día siguiente de celebrarse éste, pasara por su casa donde él le facilitaría un resumen de lo tratado a fin de que no quedase descolgado. Para mayor seguridad, debía acompañar a su mujer a sus prácticas religiosas y hacer lo que viese que ella hacía. El joyero volvió a llorar; le repugnaba caer en el “nicodemismo”, fingir creer en lo que no creía, pero Cipriano Salcedo le dijo que todos, en mayor o menor medida, lo practicaban, que él mismo asistía a misa los días festivos, porque, en tiempos de persecución, la mejor defensa era el disimulo, cuando no la doblez.
Siete días antes de Navidad, súbitamente, falleció doña Leonor.
Por la mañana había sentido un vago tremor de corazón y, después de comer, quedó muerta en la mecedora sin que nadie lo advirtiera.
El Doctor la encontró todavía caliente y el balancín con un leve movimiento de vaivén. Su deceso fue la culminación de un “annus horribilis”, como lo calificó el Doctor Cazalla. Se hizo preciso preparar las honras fúnebres con la pompa que exigían la fama del Doctor y el hecho de que la difunta tuviera tres hijos religiosos. El entierro se verificó en la capilla de los Fuensaldaña, en el Monasterio de San Benito. Diez doncellas, casi niñas, acompañaron el ataúd portando cintas azules y el coro del Colegio de los Doctrinos, fundado pocos años antes en la ciudad, entonó las letanías habituales. Cipriano Salcedo creía ver en aquellos muchachos a los antiguos Expósitos, sus compañeros de infancia, y respondía a las apelaciones al santoral con devoción y respeto: “ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis”, decía para sí, y en el “Dies irae” de la epístola se prosternó sobre las losas del templo y repitió la letra en voz baja, profundamente conmovido: “Solvet saeclum in favilla:
teste David cum Sibylla”.
La ciudad acudió en masa al sepelio de doña Leonor. La reputación del Doctor, el hecho de que tres de los hijos de la difunta participasen en la misa funeral, removieron el sentimiento religioso del pueblo. Y, a pesar de sus grandes dimensiones, el templo no pudo dar acogida a todos los asistentes, muchos de los cuales quedaron a la puerta, en la explanada de acceso, devotamente, en silencio.
Las voces de los doctrinos resonaban en la placita de la Rinconada y los transeúntes se santiguaban devotamente al pasar frente a la iglesia. Terminada la ceremonia, el acompañamiento se reunió en el atrio para las condolencias pero, en el momento de mayor recogimiento y emoción, una voz varonil, bien timbrada y poderosa, estalló sobre el rumor del gentío:
– ¡Doña Leonor de Vivero a la hoguera!
Se oyeron siseos imponiendo silencio y la afrenta no volvió a repetirse. La ceremonia continuó al mismo ritmo, la multitud desfilaba ante los hermanos Cazalla y algunos, más allegados o más decididos, se aproximaban a ellos y les daban la paz en el rostro.
Para el Doctor, la muerte de su madre significó la culminación de su abatimiento. Doña Leonor había representado en vida la autoridad, la ponderación, el orden, la obligada referencia. Y, pese a haber dejado dos hijas, Constanza y Beatriz, el sólido matriarcado acababa de quebrarse. El semblante del Doctor se deterioró aún más, adelgazaba, se arrugaba, perdía pelo. También la voz se le desteñía y ponía en evidencia el gran sufrimiento moral que pesaba sobre él. En las tertulias de pésame, donde acudieron numerosos admiradores, apenas hablaba, la gente salía de la casa desorientada: el Doctor no va a superar la desgracia, decían. Y, por las noches, cuando las visitas marchaban, se refugiaba con Cipriano en el pequeño gabinete de su madre y hablaban de ella, reconstruían su pasado y su significación en la familia y la secta.
Su hija Constanza había tomado el mando pero nada era igual. La pobre Constanza no pasa de ser una sencilla aprendiza, decía desmoralizado el Doctor. Y, a falta de un confortamiento más directo, la amistad entre los dos hombres se afirmó en el trance:
– Vuesa merced lo oyó -le dijo una noche el Doctor-. Y puede ayudarme a identificar esa voz.
El grito pidiendo la hoguera para su madre le reconcomía, no le permitía reposar. Detrás veía a la ciudad entera, al mundo entero. Y hablaran de lo que hablaran, la conversación siempre terminaba por recaer en el mismo tema: la voz viril y retumbante exigiendo la quema de la difunta. Cipriano se esforzaba en tranquilizarle: un loco, reverencia, nunca falta un loco en una aglomeración de estas proporciones. Mas Cazalla porfiaba que no se trataba de un loco, la voz era firme, culta y educada, su tono no era vil. Cipriano, deseoso de complacerle, habló en la sastrería con Fermín Gutiérrez, viejo admirador del Doctor. Sí, también había oído la voz y, en su opinión y en la de sus amigos, había partido de la esquina donde se congregaba un grupo de oficiales de la Guardia Real. El Doctor denegó enérgicamente con la cabeza: la voz de mando de un soldado podía identificarse a diez leguas de distancia, dijo. Había que pensar en alguien más distinguido, conocedor de las interioridades de la familia Cazalla, sórdido en el fondo pero cortés en las maneras.
Después de dos semanas de presunciones y conjeturas en torno a la misteriosa voz, sin avanzar un paso, el Doctor se derrumbó una tarde, se sinceró con él. Le hizo objeto de una confidencia que era obligado tener en cuenta a lo largo de la investigación. Le habló de una mujer extraña, que de una manera igualmente extraña, se había cruzado en su vida y se había enfrentado violentamente con él. Se refería a doña Catalina de Cardona, conocida con el sobrenombre de “ la Buena Mujer ”, que en su juventud había sido aya de don Juan de Austria. Gozaba fama de santa en las altas esferas y había recalado en Valladolid de la mano de la princesa de Salerno, de la que era dama de honor, cuyo marido, don Fernando San Severino, vino a la Corte a reclamar los bienes que se le habían confiscado por su presunta participación en una conjura contra españoles.
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