En la secta existía una jerarquía y había que evitar comprometerla con cenáculos insensatos.
Su verbosidad, cálida y suntuosa, bajo los nobles árboles centenarios, cautivaba a Cipriano.
Ella, por su parte, iba cogiéndole gusto a la conversación y le habló sin reservas, de un modo tal vez imprudente, de don Carlos de Seso, a quien calificó de “gran embaucador”, de Beatriz Cazalla, “su pervertidora”, y de fray Domingo de Rojas, gran amigo de la familia, que la sosegó después de la conmoción inicial.
Antes de almorzar, Salcedo partió para Pedrosa y Toro bajo un cielo plomizo, ligeramente lluvioso. Beatriz Cazalla y su hermano Pedro habían incorporado al grupo a las tres vecinas que atendían la parroquia, en tanto don Carlos de Seso, en Toro, le dio una buena noticia para el Doctor:
el famoso “Catecismo” de Bartolomé Carranza estaba entrando en España desde Flandes en cuadernillos sueltos, sin coser, y había empezado a difundirse por el norte.
La marquesa de Alcañices había sido la primera en recibirlo y tanto ella como cuantos lo habían leído estaban acordes en su espíritu erasmista.
Durmió en Toro y regresó a Valladolid por Medina del Campo.
Hacía casi un mes que no visitaba a su esposa y cada día le pesaba más el sentimiento de culpa. No había entendido a Teo pero tampoco se esforzó nunca por hacerlo. Le facilitó un bienestar y unas atenciones mínimas pero no compartió, ni comprendió siquiera, sus desazones, sus anhelos de maternidad.
Pero este deseo se había desarrollado, había llegado a hacerse obsesivo y había acabado por devorarla. La encontró peor que cuatro semanas atrás, igualmente ausente pero más espiritada. Cuando la conoció le había sorprendido la superficie de su rostro, excesiva para el tamaño de sus facciones, pero, a medida que su cara adelgazaba, aquéllas se pronunciaban, crecían, y su nariz afilada, por ejemplo, se desplomaba sobre una barbilla pugnaz que nunca la distinguió. Asimismo, aquellos ojos vacíos, estáticos, que habían llenado la parte alta de su rostro, se hundían ahora en éste, circuidos por dos lívidas ojeras. La encontró paseando por el corredor, más bien arrastrada por los dos fuertes guardianes que la acompañaban. Con el cabello alborotado, la espalda vencida y sus pasitos laboriosos parecía una viejecita de mil años, un fantasma surgido del fondo oscuro del pasillo. Cipriano se detuvo ante ella y la observó con detenimiento. En sus ojos planos no advertía ni chispa de consciencia, parecían mirar hacia dentro, lejos.
Sin embargo, cuando quiso tomarla del brazo y Teo hizo un brusco ademán como para desasirse, él creyó adivinar, en el fondo de su mirada, un atisbo de lucidez.
Al entrar en la habitación, Cipriano insistió en ayudarla, volvió a tomar su brazo descarnado y esta vez Teo no opuso resistencia. Se dejó acostar pasivamente y se quedó mirando el castillo que se divisaba por la ventana enrejada.
Los loqueros y la comadre, tal vez esperando una compensación, se mostraron acordes en que había mejorado. Ingería sólidos, paseaba todos los días un ratito y en sus ojos delgados dejaba ver un algo que no había habido antes. Cipriano se sentó a su lado y le tomó una mano.
La llamaba por su nombre, tiernamente, pero ella miraba indiferente, por encima de su hombro, las almenas del castillo. Hubo un momento, empero, en que recogió la mirada y la posó sobre él, tan fija e insistentemente que Cipriano no pudo resistirla y desvió la suya.
Al centrarla de nuevo se encontró con que las pupilas de Teo seguían posadas en él, imperturbables, como si le escrutara el fondo del alma, pero la veía tan ajena, tan desamparada, que sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió a llamarla por su nombre, oprimiendo su mano entre las suyas y, de pronto, aconteció el portento: sus pupilas se avivaron, adquirieron el viejo y añorado color miel, su gruesa boca esbozó una sonrisa, sus dedos se animaron un instante y entonces musitó dos palabras perfectamente audibles:
” La Manga ”, dijo. Cipriano rompió en llanto, durante unos segundos sus miradas se cruzaron, se comprendieron, pero él, aunque intentó sujetar ese momento, no fue capaz de prolongarlo. Teo volvió a ausentarse, apartó sus ojos de los suyos y liberó su mano de sus manos. Había vuelto a convertirse en el ser pasivo y remoto que venía siendo desde ocho meses atrás.
Al anochecer, Cipriano pasó por Serrada y La Seca a galope tendido. Su encuentro con Teo le había dejado una huella dolorosa y se iba diciendo que su comportamiento con ella, el hecho de haberla arrancado de su medio para luego abandonarla, exigía una reparación.
El sentimiento de culpa acrecía cuanto más pretendía alejarlo y pensaba que una larga vida de sacrificio no sería suficiente para excusar una responsabilidad de años. No encontraba consuelo y, tan pronto llegó a Valladolid, dejó a “Pispás” en manos de su criado y se dirigió a la iglesia de San Benito. El tamaño del templo, desierto, aumentaba la sensación de soledad, acrecentaba su silencio interior, aunque la llamita del sagrario, tan tenue y vacilante, comunicaba una pálida impresión de compañía. Salcedo buscó el rincón más oscuro de la iglesia, un escañil apartado, detrás de uno de los gruesos pilares y, una vez allí, sentado, recogido sobre sí mismo, las manos juntas, volvió a llorar implorando la presencia de Nuestro Señor para reconciliarse, para descargarse, una vez más, de sus pecados. Estaba tan ensimismado, sumido en tan alto grado de misticismo, tan concentrado y etéreo, que sintió muy viva la presencia de Cristo a su lado, sentado en el escañil. En la penumbra, desdibujado, entre las lágrimas, vislumbraba su rostro, su túnica blanca, resplandeciente, pero cada vez que pretendía mirarle franca, directamente, a los ojos, la figura de Cristo se desvanecía. Lo intentó varias veces sin éxito y, entonces, decidió conformarse con sentirle a su lado, el hombro contra su hombro, y entrever, al soslayo, su mirada aplaciente, la difusa mancha blanca del rostro enmarcada por los cabellos y su barba rabínica. Le abrumaba la conciencia de su pecado, la destrucción sistemática de su esposa, su feroz egoísmo. Se lo confesaba a Cristo, sumiso, tratándole de tú, con humildad confiada. Y, ante la imposibilidad de rehacer lo mal hecho, apeló a su viejo anhelo de reparación. Tenía la absoluta seguridad de que Nuestro Señor le escuchaba, le observaba con un remoto aire de complicidad. Entonces Cipriano Salcedo, humillado, en pleno éxtasis, le formuló las dos ofrendas que había venido madurando durante el camino: su sexualidad y su dinero. Íntimos compromisos de castidad y pobreza. Renuncia definitiva a todo contacto carnal y reparto de sus bienes con quienes le habían ayudado a crearlos. Nunca había sentido especial apego al dinero pero el firme propósito de desprenderse de él le produjo una adventicia sensación de poder.
Esa noche durmió mal, vestido, tendido sobre la cama, sin cubrirse y, muy de mañana, Crisanta, la doncella, le pasó un correo urgente de Medina del Campo. Era del director del hospital y le notificaba que su esposa, doña Teodomira Centeno, había fallecido a medianoche, horas después de su visita.
Habían encontrado el cadáver en la cama, sonriente, como si a última hora la hubiese visitado Nuestro Señor. Esperaban sus instrucciones para el entierro.
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Abatido, hundido el ánimo, Cipriano Salcedo partió para Pedrosa por el único camino que su padre, el viejo don Bernardo, poco dado a la aventura, había conocido treinta años atrás: Arroyo, Simancas, Tordesillas, flanqueando el Pisuerga y el Duero. Tres días antes habían dado tierra a su esposa en el atrio de la iglesia de Peñaflor de Hornija, junto a su padre, don Segundo Centeno, “el Perulero”, donde once años atrás habían contraído matrimonio. La decisión había sido tomada después de discutir con su tío Ignacio sobre el posible significado de las enigmáticas palabras de Teo en su última visita, en el único momento en que sus ojos se animaron: “ La Manga ”, había dicho. ¿En qué pensaba Teo al mencionar el lugar donde había pasado su juventud esquilando borregos? ¿Era tal vez por ser el único que recordaba con añoranza? ¿O quizá porque su breve noviazgo en el monte lo anteponía a cualquier otro momento de su vida?
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