Pero, cuando don Segundo se puso en pie para saludar a su tío, un golpe de sangre le subió al rostro al advertir las calzas acuchilladas que vestía, una prenda que los lansquenetes habían puesto de moda en España seis lustros atrás.
Ofrecía un aspecto extravagante que se diluyó pronto en su naturalidad pasmosa, una naturalidad que se resentía por su empeño en utilizar palabras que no le eran habituales. La ceremonia prosiguió con la aparición de Teodomira con un atuendo no menos impropio: una saya negra de cola corta, que trataba de escamotear su cuerpo, con un manto de burato de seda. Su físico resultaba un poco excesivo en todo caso. El propio tío Ignacio, de estatura media, era ligeramente más bajo que ella. Pero lo más curioso de todo eran aquellos cuatro personajes, envarados en sus atuendos festivos, moviéndose en la modesta sala, con fuego de leña, como en un escenario teatral.
Don Segundo mostró con orgullo sus posesiones a su huésped y le habló después de los tratos firmados con su sobrino que esperaba “redundaran” en beneficio mutuo.
Más tarde abordó el tema de la vida en el campo de cuyas ventajas hizo don Segundo un canto exaltado. Apreció en su justo valor que don Ignacio fuese oidor de la Chancillería y ambos acordaron firmar las capitulaciones matrimoniales después del almuerzo, en ausencia de los interesados.
Al sentarse a la mesa, la fuerza de la costumbre se impuso a la urbanidad y don Segundo Centeno despachó la empanada de cordero y los huevos con espinacas con la gorra puesta y únicamente se la quitó al advertir los escandalizados aspavientos de su hija al servir Octavia los entremeses fritos.
Al fin, bien comido y bien bebido, don Segundo quedó un momento inmóvil, congestionado el rostro, las manos sobre el vientre, hasta que soltó un regüeldo que él mismo coreó con un “salud” de alivio y un refrán que venía a exaltar una vez más las virtudes del campo sobre la ciudad y la excelencia de su comida.
– En las casas de postín ya sabe vuesa merced: mucho lujo, mucho boato y poca tajada en el plato.
Cuando quedaron solos, don Segundo adoptó hacia don Ignacio un tratamiento más ceremonioso aún:
”señor oidor” o “don Salcedo”, le llamaba. Daba la impresión de haber estudiado el tema y que estaba dispuesto a casar a la muchacha aunque tuviera que desprenderse de su cachucha. Por su parte, el oidor, abrumado por la elementalidad del ganadero, deseaba dar la puntilla a una reunión que, desde su llegada, le había resultado incómoda. De acuerdo con sus deseos las capitulaciones fueron firmadas sin objeciones. Don Segundo Centeno dotaría a su hija Teodomira con la friolera de mil ducados y don Ignacio Salcedo entregaría a don Segundo Centeno, en concepto de arras, la cantidad de quinientos.
A partir de este momento, don Segundo empezó a levantar la voz y a golpear en la espalda a don Ignacio, como viejos camaradas, cada vez que abría la boca. Daba la impresión de que la cifra anunciada por la “compra” de su hija le había sorprendido favorablemente. Otro tanto le había acontecido al oidor con la de la dote. Don Segundo no era, al parecer, un tacaño impenitente. Convenido en estos términos el contrato matrimonial, don Segundo puntualizó, como algo que no admitía vuelta de hoja, que la boda se celebraría en la iglesia parroquial de Peñaflor de Hornija, si “don Salcedo” no tenía nada que oponer, el 5 de junio a las nueve de la mañana. Y el “banquete”, que, dadas sus escasas relaciones, sería un acto familiar, en el patio delantero de su casa de labranza, junto a las teleras que constituían su mundo. Don Ignacio dio su asentimiento, pero, una vez en el coche, camino de Villanubla, entre dos luces, intentó hacer ver a su sobrino la disparidad de las partes:
– Una pregunta, Cipriano. ¿Tu suegro se deja la barba o no se afeita? Parece lo mismo pero no es lo mismo.
Cipriano rompió a reír. El clarete de Cigales había hecho su efecto y la reacción de su tío le divertía:
– H… hoy estaba hecho un figurín -dijo-. Me gustan sus calzas de lansquenete. Espero que la tía pueda apreciarlas el día de la boda.
El tono irónico de su sobrino le desarmó. Había subido al coche con la esperanza de hacerle reflexionar ya que, a su juicio, las dos familias eran inconciliables. Lo dijo así, pero Cipriano le respondió que a él no le afectaban esos prejuicios burgueses. Cruelmente, don Ignacio aludió a su futura diciendo que aquella muchacha era algo más que un prejuicio burgués, pero Cipriano zanjó la cuestión arguyendo que para juzgar a Teo no era suficiente un almuerzo. En un último esfuerzo desesperado, el oidor le preguntó si aquella atracción que decía sentir hacia la hija de “el Perulero” no sería un simple “mal de amores”:
– ¿Mal de amores? Y ¿eso qué es?
– Un deseo carnal que se impone a todo razonamiento -declaró el oidor.
– Y ¿es, por casualidad, una enfermedad?
La línea del Páramo se incendiaba a poniente y, a contraluz, se agigantaban las encinas del trayecto.
– No lo tomes a broma, Cipriano. Tiene su diagnóstico y su tratamiento. Podrías visitar al doctor Galache, no digo para que te medique sino simplemente para mantener con él una conversación.
Cipriano Salcedo acentuó su sonrisa. Puso su pequeña mano sobre la rodilla de su tío.
– Por ese lado puede vuesa merced estar tranquilo. No estoy enfermo, no padezco “mal de amores” y voy a casarme.
El día 5 de junio, en la iglesia de Peñaflor, adornada con flores silvestres, se celebró el tan controvertido enlace. No pudo asistir doña Gabriela, aquejada de repentina indisposición, pero sí don Ignacio, Dionisio Manrique, el sastre Fermín Gutiérrez, Estacio del Valle, el señor Avelino, el bichero de Peñaflor, Martín Martín y los pastores de don Segundo en Wamba, Castrodeza y Ciguñuela. El banquete nupcial, en el patio de la casa grande, resultó muy animado y, tras los postres, don Segundo, con sus calzas acuchilladas y su media gorra a la cabeza, se subió torpemente a la mesa y pronunció un discurso sentimental que subrayó dando vivas a los novios, al señor cura y al acompañamiento, y remató con un nervioso zapateado.
De regreso, se produjo el primer rifirrafe entre los recién casados. Teodomira se empeñaba en bajar a “Obstinado”, su caballo pío, a Valladolid y Cipriano le preguntó que qué pito iba a tocar un penco tan innoble en la Corte.
” La Reina del Páramo” le replicó fuera de sí que si “Obstinado” no bajaba ella tampoco y, en ese caso, diera por no celebrado el casamiento. Aún trató de resistirse Cipriano pero, en vista de la intransigencia de su cónyuge, terminó cediendo. Vicente, el criado, bajó montando a “Obstinado” y ellos dos en el coche, a la rueda del de don Ignacio.
Ya en casa, tras saludar al servicio, Cipriano llevó a cabo la prueba para la que venía preparándose durante los dos últimos meses.
Tomó en sus bracitos musculados a la que por ley era ya su esposa, empujó con el pie la puerta del dormitorio, avanzó con ella hasta el lecho nupcial y la depositó suavemente sobre el gran colchón de lana de La Manga que “el Perulero” les había regalado. Teodomira le miraba con sus redondos ojos de asombro:
– Tú das el pego, chiquillo.
¿Es posible saber de dónde sacas esas fuerzas? -preguntó.
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Los primeros meses de matrimonio fueron gozosos y apacibles para Cipriano Salcedo. Teodomira Centeno, que había pasado a llamarse Teo, desayunaba en la cama a las diez de la mañana, se arreglaba y bajaba un rato a la tienda. Algunas tardes daba un paseo con “Obstinado” hasta Simancas o Herrera o subía un rato a La Manga a ver a su padre. Cipriano, consciente de que el penco de su esposa no era de recibo en la Corte, le regaló un potrillo alazán, de hermosa presencia, que la hija de “el Perulero” rechazó toda alborotada, alegando que prefería su caballo de toda la vida que aquel pura sangre lleno de pretensiones. “ La Reina del Páramo” tenía esos prontos.
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