Bernard Werber - Las Hormigas
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Apenas ha salido de sus dos años de vida de larva, el efímero parte en busca de una hembra para reproducirse. Vana búsqueda de la inmortalidad a través de su progenie. El efímero ocupará su único día con esta búsqueda. Así, no piensa en comer, ni en descansar, ni en mostrarse remilgado.
Su principal depredador es el tiempo. Cada segundo es para él un enemigo. Y, junto al mismo tiempo, la terrible araña no es más que un factor retardatario y no un enemigo entero y verdadero.
Siente que la vejez progresa a largos pasos en su cuerpo. Dentro de unas horas será ya senil. Está perdido. Ha nacido para nada. Qué insoportable decepción…
El efímero se debate. El problema de las telas de araña es que si uno se mueve se convierte en presa, pero si no se mueve la cosa no cambia…
La araña llega hasta él y añade unas vueltas de hilo suplementarias. Ahí tiene dos hermosas presas que le darán todas las proteínas necesarias para fabricar una segunda tela mañana mismo. Pero cuando se dispone una vez más a adormecer a su víctima, percibe una vibración diferente. Una vibración… inteligente. Tip tip tiptiptip típ lip tipip. ¡Es una hembra! Avanza a lo largo de un hilo, y emite percutiendo en él una señal:
Soy tuya, no vengo a robarte tu alimento.
El macho nunca ha percibido nada tan erótico como esta forma de vibrar. Tip tip tiptiptip. Ah, no puede contenerse y corre hacia su bienamada (una jovencita de cuatro mudas, cuando él cuenta ya doce) Su tamaño es tres veces superior al de él, pero a él, precisamente, le gustan grandes. Él le indica las dos presas de las que extraerán en seguida nuevas fuerzas.
Luego, se disponen a copular. En las arañas resulta bastante complicado. El macho no tiene pene sino una especie de doble cañón genital. Se apresura hacia una de las presas, y riega la tela con sus gametos. Mojando ahí una de sus patas, la introduce en el receptáculo de la hembra. Lo hace muchas veces, muy excitado. La joven belleza, por su parte, ha llegado a un grado tal de turbación que de repente no puede ya contenerse y aferra la cabeza del macho y la quiebra.
A partir de ahí, sería tonto no comérselo entero. Pues bien, una vez hecho esto, sigue teniendo hambre. La hembra se lanza contra el efímero y hace su vida aún más corta. Y ahora se vuelve hacia la reina hormiga, que, al ver que ha llegado el momento del aguijonazo, patalea llena de pánico.
Decididamente, la 56 está de suerte, ya que la entrada de un nuevo personaje que surge ruidosamente del fondo del horizonte trastoca todo el escenario. Es uno de esos animalitos del Sur que recientemente han subido al Norte. Es un animalito muy grande a decir verdad, un coleóptero unicornio, o coleóptero rhinoceros. Choca contra la tela justo en medio, la estira como si fuese de goma… y la rompe. Una tela del 95/10 es sólida, aunque no hay que exagerar. El hermoso encaje de seda estalla en mechas y jirones que revolotean.
La araña hembra ya ha saltado suspendiéndose de su hilo de alarma. La reina hormiga, liberada de su blanco cepo, se arrastra discretamente por el suelo, incapaz de volver a despegar.
Pero la araña está ocupada en otras cosas. Escala una rama para construir en ella una casa-cuna de seda en la que poner sus huevos. Cuando sus decenas de hijos eclosionen, lo que les urgirá más será comerse a su madre. Así son las cosas entre las arañas, que no saben dar las gracias.
– ¡Bilsheim!
El hombre apartó vivamente el auricular, como si fuese un insecto con aguijón. Era su jefa, Solange Doumeng.
– ¿Sí?
– Le había dado unas órdenes y usted aún no ha hecho nada. ¿En qué está usted pensando? ¿Es que espera a que toda la ciudad desaparezca en esa bodega? Le conozco, Bilsheim; no piensa más que en no hacer nada. ¡Y yo no puedo tragar a los holgazanes! ¡Y exijo que resuelva usted este asunto en cuarenta y ocho horas!
– Pero, señora…
– ¡Nada de «pero señora»! Su gente tiene instrucciones mías, así que lo único que tiene que hacer es bajar con ellos mañana por la mañana. Todo el material estará dispuesto. Así que ¡mueva el trasero, maldita sea!
Le invadió el desánimo. Sus manos temblaron. No era un hombre libre. ¿Por qué tenía que obedecer? Para evitar el paro, para no quedar excluido de la sociedad. Aquí y ahora, la única manera que tenía de concebir la libertad era verse como un vagabundo, y aún no estaba preparado para este tipo de prueba. Su necesidad de orden y de socialización entró en conflicto con sus deseos de no aceptar la voluntad de los demás. Una úlcera despertó en el campo de batalla, es decir, en su estómago. El respeto del orden venció sobre el amor a la libertad. Así que obedeció.
El grupo de cazadoras se mantiene oculto tras una roca mientras observa el lagarto. Éste mide unas sesenta cabezas de largo (dieciocho centímetros) Su dura coraza de un amarillo verdoso sembrada de manchas negras crea una sensación temerosa y de desagrado. La 103.683 tiene la sensación de que esas manchas son las salpicaduras de la sangre de todas las víctimas del saurio.
Como se había previsto, el animal está entumecido por el frío. Camina, pero muy despacio; se diría que duda antes de poner la pata en alguna parte.
Cuando el sol está a punto de asomar, se lanza una feromona:
¡Contra la Bestia!
El lagarto ve que se le viene encima un ejército de cositas negras y agresivas. Se yergue lentamente, abre unas fauces rosadas en las que danza una lengua rápida que azota a las hormigas más cercanas, las arrastra y las lleva a su garganta. Luego eructa y se aleja a la velocidad del rayo.
Mermadas en una treintena de las suyas, las cazadoras se quedan aturdidas y sin aliento. Para estar anestesiado por el frío, al otro no le faltan recursos.
La 103.683, en quien no se puede suponer cobardía, es una de las primeras en decir que atacar a semejante animal es un suicidio. La plaza fuerte parece inexpugnable. La piel del lagarto es una armadura a la que no afectan ni las mandíbulas ni el ácido. Y su tamaño, su vivacidad, incluso a bajas temperaturas, le otorgan una superioridad difícilmente compensable.
Sin embargo, las hormigas no renuncian. Como una manada de minúsculos lobos, se lanzan tras las huellas del monstruo. Galopan bajo los helechos con feromonas amenazadoras, con olores de muerte. Eso no aterroriza por el momento más que a los limacos, pero contribuye a que las hormigas se sientan terribles e invulnerables. Vuelven a encontrar el lagarto unos miles de cabezas más lejos, pegado a la corteza de una conífera, ocupado sin duda en la digestión de su desayuno.
¡Hay que actuar! Cuanto más esperan, más energía cobra él. Y si sigue siendo rápido con frío, lo será mucho más cuando esté saturado de calorías solares. Cónclave de antenas. Hay que improvisar un ataque. Se acuerda seguir una táctica.
Unas guerreras se dejan caer desde una rama sobre la cabeza del animal. Tratan de cegarle mordisqueando sus párpados y perforando sus fosas nasales. Pero este primer comando fracasa. El lagarto se limpia la cara con una pata irritada y se zampa a las rezagadas.
Acude ya una segunda oleada de asaltantes. Casi al alcance de la lengua, hacen un giro amplio y sorprendente… antes de lanzarse brutalmente contra el muñón de la cola. Como dice Madre: Cada adversario tiene su punto débil. Encuéntralo y haz frente tan sólo a esa debilidad.
Vuelven a abrir la cicatriz, quemándola con ácido y se hunden en el interior del saurio, invadiendo sus entrañas. El animal rueda de espaldas, pedalea con sus patas posteriores, se golpea el vientre con las patas delanteras. Mil úlceras lo corroen.
Y entonces es cuando otro grupo hace pie finalmente en sus fosas nasales, inmediatamente agrandadas y horadadas a fuerza de chorros ardientes.
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