José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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A lo lejos, en una ladera, se distinguían las luces de una aldea. Por el pisar de la mula se notaba que la tierra era blanda, debería ser fácil de cavar. Este sitio me parece bueno, dijo por fin el hombre, el árbol nos servirá de señal cuando vengamos a traerles unas flores. La madre del niño dejó caer la pala y la azada y, suavemente, puso al hijo en el suelo.

Después, las dos hermanas, con mil cautelas para que no resbalara, recibieron el cuerpo del padre y, sin esperar la ayuda del hombre que ya desmontaba la mula, lo colocaron al lado del nieto. La madre del niño sollozaba, repetía monótonamente, Mi hijo, mi padre, y la hermana vino y la abrazó, llorando también y diciendo, Es mejor así, es mejor así, la vida de estos infelices ya no era vida. Se arrodillaron ambas en el suelo condoliéndose por los muertos que habían venido a engañar a la muerte. El hombre ya manejaba la azada , cavaba, retiraba con la pala la tierra suelta, y luego volvía a cavar. Debajo la tierra era más dura, más compacta, algo pedregosa, sólo al cabo de media hora de trabajo continuo la cavidad alcanzó profundidad suficiente. No había ataúd ni mortaja, los cuerpos descansarían sobre la pura tierra, sólo con las ropas que traían puestas. Uniendo las fuerzas, el hombre y las dos mujeres, él dentro de la sepultura, ellas fuera, una a cada lado, bajaron lentamente el cuerpo del viejo, ellas sosteniéndolo por los brazos abiertos en cruz, él amparándolo hasta que tocó el fondo. Las mujeres no paraban de llorar, el hombre tenía los ojos secos, pero todo él temblaba, como atacado por una fiebre violenta. Todavía faltaba lo peor. Entre lágrimas y sollozos, el niño fue descendido, colocado junto al abuelo, pero allí no estaba bien, un bultito pequeño, insignificante, una vida sin importancia, dejada de lado como si no perteneciera a la familia. Entonces el hombre se inclinó, tomó al niño del suelo, lo puso sobre el pecho del abuelo, después le cruzó los brazos sobre el cuerpecito minúsculo, ahora sí, ya están acomodados, preparados para su descanso, podemos comenzar a lanzarles la tierra por encima, con cuidado, poco a poco, para que todavía puedan mirarnos algún tiempo más, para que puedan despedirse de nosotros, oigamos lo que están diciendo, adiós hijas mías, adiós yerno, adiós tíos, adiós madre.

Cuando la sepultura estuvo llena, el hombre aplanó y alisó la tierra para que no se notara, si alguien pasase por ahí, que había personas enterradas. Colocó una piedra a la cabecera y otra más pequeña a los pies, a continuación esparció sobre la tumba las hierbas que había cortado antes con la azada , otras plantas, vivas, en pocos días tomarán el lugar de estas que, marchitas, muertas, resecas, entrarán en el ciclo alimentario de la misma tierra de que habían brotado. El hombre midió a pasos largos la distancia entre el árbol y la tumba, fueron doce, después se colocó en el hombro la pala y la azada, Vamos, dijo. La luna había desaparecido, el cielo estaba otra vez cubierto. Comenzó a llover cuando acababan de enganchar la mula al carromato.

Los actores del dramático lance que acaba de ser descrito con desusada minucia en un relato que hasta ahora había preferido ofrecer al lector curioso, por decirlo así, una visión panorámica de los hechos, fueron, cuando su inopinada entrada en escena, clasificados como campesinos pobres. El error, resultado de una impresión precipitada del narrador, de un examen que no pasó de superficial, deberá, por respeto a la verdad, ser inmediatamente rectificado. Una familia campesina pobre, pobre de verdad, nunca llegaría a ser propietaria de un carromato ni tendría posibles para sustentar un animal de tanto alimento como es la mula. Se trataba, sí, de una familia de pequeños agricultores, gente acomodada en la modestia del medio en que vivían, personas con educación e instrucción escolar suficiente para poder mantener entre sí diálogos no sólo gramaticalmente correctos, sino también con eso que algunos, a falta de mejor expresión, suelen llamar contenido, otros sustancia, otros, más pegados a la tierra, seso. Si así no fuera, nunca jamás la tía soltera habría sido capaz de poner en pie aquella tan hermosa frase antes comentada, Qué dirán los vecinos cuando descubran que ya no están aquí aquellos que, sin morir, a la muerte estaban. Corregido a tiempo el lapso, restituida la verdad en su lugar, veamos qué dicen los vecinos. A pesar de las precauciones adoptadas, alguien vio el carromato y se extrañó de la salida de esos tres a tales horas. Precisamente ésa fue la pregunta que se hizo el vecino vigilante, Adonde irán esos tres a semejante hora, repetida a la mañana siguiente, con un pequeño cambio, al yerno del viejo agricultor, Adonde ibais a esa hora de la noche. El interpelado respondió que tenían que resolver un asunto, pero el vecino no se dio por satisfecho, Un asunto a medianoche, en carromato, con tu mujer y tu cuñada, qué cosa tan rara, dijo, Será raro, pero es así, Y de dónde veníais cuando el cielo comenzaba a clarear, Eso no te importa, Tienes razón, perdona, realmente no es de mi incumbencia, pero en todo caso sí puedo preguntarte cómo se encuentra tu suegro, Igual, Y tu sobrino pequeño, También, Ah, me alegra que los dos mejoren, Gracias, Hasta luego, Hasta luego. El vecino dio unos pasos, se detuvo, volvió atrás, Me pareció ver algo en el carromato, me pareció que tu hermana llevaba un niño en los brazos, y, si era así, entonces lo más probable es que el bulto tumbado que me pareció ver, cubierto con una manta, fuese tu suegro, sobre todo teniendo en cuenta, Teniendo en cuenta qué, Teniendo en cuenta que cuando regresasteis el carromato venía vacío y tu hermana no traía ningún niño en los brazos, Por lo visto, no duermes de noche, Tengo un sueño delicado, me despierto con facilidad, Te despertaste cuando nos fuimos, te despertaste cuando regresamos, eso se llama coincidencia, Así es, Y quieres que te diga lo que ha pasado, Si quieres, Ven conmigo. Entraron en la casa, el vecino saludó a las tres mujeres, No quiero molestar, dijo perturbado, y esperó. Serás la primera persona que lo sepa, dijo el yerno, y no tendrás que guardar el secreto porque no te lo vamos a pedir, No me digas nada más que lo que quieras decir, Mi suegro y mi sobrino han muerto esta noche, los llevamos al otro lado de la frontera, donde la muerte mantiene su actividad, Los habéis matado, exclamó el vecino, En cierto modo, sí, ya que ellos no pudieron ir por sus propios pies, en cierto modo, no, porque lo hicimos por orden de mi suegro, y en cuanto al niño, pobrecito, no tenía querer ni vida que vivir, quedaron enterrados bajo un fresno, puede decirse que abrazados el uno al otro.

El vecino se llevó las manos a la cabeza, Y ahora, Ahora vas y lo cuentas por toda la aldea, seremos detenidos por la policía, probablemente juzgados y condenados por lo que no hemos hecho, Sí lo habéis hecho, Un metro antes de la frontera estaban vivos, un metro después ya estaban muertos, dime tú cuándo los matamos, y cómo, Si no los hubieseis llevado, Sí, estarían aquí, esperando la muerte que no llega. Silenciosas, serenas, las tres mujeres miraban al vecino. Me voy, dijo, realmente pensaba que algo había sucedido, pero nunca pude imaginar que era esto, Tengo algo que pedirte, dijo el yerno, Qué, Que me acompañes a la policía, así no tendrás que ir de puerta en puerta, por ahí, contándole a la gente los terribles crímenes que hemos cometido, fíjate, parricidio, infanticidio, Dios santo, qué monstruos viven en esta casa, No lo contaría de esa manera, Ya lo sé, acompáñame, Cuándo, Ahora mismo, el hierro tiene que ser golpeado cuando está caliente, Vamos.

No fueron condenados ni juzgados. Como un reguero de pólvora, la noticia corrió veloz por todo el país, los medios de comunicación vituperaron a los infames, las hermanas asesinas, el yerno instrumento del crimen, se lloraron lágrimas sobre el anciano y el inocente como si fueran el abuelo y el nieto que todos desearían haber tenido, por milésima vez los periódicos bienpensantes que actuaban como barómetros de la moralidad pública apuntaron el dedo hacia la imparable degradación de los valores tradicionales de la familia, fuente, causa y origen de todos los males en su opinión, y he aquí que cuarenta y ocho horas después comenzaron a llegar informaciones sobre prácticas idénticas que estaban sucediendo en todas las regiones fronterizas. Otros carromatos y otras mulas condujeron otros cuerpos inermes, falsas ambulancias dieron vueltas y vueltas por veredas abandonadas hasta llegar al lugar donde deberían descargarlos, en general sujetos durante el trayecto por los cinturones de seguridad o, en algún censurable caso, escondidos en los portaequipajes y cubiertos con una manta, coches de todas las marcas, modelos y precios transportaron hasta esta nueva guillotina cuyo filo, con perdón por la libérrima comparación, era la finísima línea fronteriza, invisible para ojos desnudos, a los infelices que la muerte, en el lado de aquí, había mantenido en situación de pena suspendida.

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