Hubo un silencio. Después el jefe del gobierno dijo, Acabemos con esto, dé las instrucciones necesarias a su director de servicio y comience a trabajar en el plan de desactivación, también necesitamos saber cuáles son las ideas de la maphia acerca de la distribución territorial del veinticinco por ciento de vigilantes que constituirá el numerus clausus, Treinta y cinco por ciento, señor primer ministro, No le agradezco que me haya recordado que nuestra derrota todavía es más grande que la que ya desde el principio parecía inevitable, Es un triste día, Las familias de los cuatro siguientes vigilantes, si supieran lo que está pasando aquí, no lo llamarían así, Y pensar que esos cuatro vigilantes mañana podrán estar trabajando para la maphia, Así es la vida, querido titular del ministerio de los vasos comunicantes, Del interior, señor primer ministro, del interior, Ése es el depósito central.
Se podrá pensar que, tras tantas y tan vergonzosas capitulaciones como fueron las del gobierno durante el toma y daca de las transacciones con la maphia, que llegaron al extremo de consentir que humildes y honestos funcionarios públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la organización criminal, se podrá pensar, decíamos, que ya mayores bajezas morales no serán posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que bajar. A través del ministerio competente, el de defensa, llamado de guerra en tiempos más sinceros, fueron despachadas instrucciones para que las fuerzas del ejército que habían sido colocadas a lo largo de la frontera se limitasen a vigilar las carreteras principales, sobre todo las que conducían a los países vecinos, dejando entregadas a su bucólica paz las de segunda y tercera categoría, y también, por razones de peso, la tupida red de caminos vecinales, de veredas, de sendas, de trochas y de atajos. Como no podía ser de otra manera, esto significó el regreso a los cuarteles de la mayor parte de esas fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo de alegría para la tropa rasa, incluidos cabos y furrieles, hartos todos de guardias y rondas diurnas y nocturnas, causó, por el contrario, un encendido disgusto en el nivel de los sargentos, por lo visto más conscientes que el resto del personal de la importancia de los valores del honor militar y del servicio a la patria. Sin embargo, si el movimiento capilar de ese disgusto pudo subir hasta los alféreces, si después perdió un tanto de su ímpetu a la altura de los tenientes, lo cierto es que volvió a ganar fuerza, y mucha, cuando alcanzó el nivel de los capitanes. Claro que ninguno de ellos se atrevería a pronunciar en voz alta la peligrosa palabra maphia, pero, cuando debatían unos con los otros, no podían evitar traer a colación el hecho de que en los días anteriores a la desmovilización habían sido interceptadas numerosas furgonetas que transportaban enfermos terminales, en las que viajaba al lado del conductor un vigilante oficialmente acreditado que, antes incluso de que se lo pidiesen, exhibía, con todos los necesarios timbres, firmas y sellos estampados, un papel en que, por motivo de interés nacional, expresamente se autorizaba el transporte del paciente fulano de tal a destino no especificado, pero determinándose que las fuerzas militares deberían considerarse obligadas a prestar toda la colaboración que les fuese solicitada para garantizar a los ocupantes de la furgoneta la perfecta efectividad de la operación de traslado. Nada de esto podría suscitar dudas en el espíritu de los dignos sargentos si, por lo menos en siete casos, no se hubiera dado la extraña casualidad de que el vigilante hubiera guiñado un ojo al soldado en el preciso momento en que le pasaba el documento para su verificación. Considerando la dispersión geográfica de los lugares en que estos episodios de la vida de campaña habían ocurrido, fue inmediatamente abandonada la posibilidad de que se tratara de un gesto, digámoslo así, equívoco, algo que tuviera que ver con los manejos de la más primaria seducción entre personas del mismo sexo o de sexos diferentes, para el caso daba lo mismo. El nerviosismo de que los vigilantes dieron entonces claras muestras, unos más que otros, es cierto, pero todos de tal manera que más parecían estar lanzando al mar una botella con un papel dentro pidiendo socorro, indujo a pensar a la perspicaz corporación de los sargentos que en las furgonetas iba escondido ese sobre todos famoso gato que siempre encuentra la manera de dejar la punta del rabo fuera cuando quiere que lo descubran. Después llegó la inexplicable orden de regresar a los cuarteles, luego unos bisbiseos aquí y allí, nacidos no se sabe ni cómo ni dónde, pero que algunos cotillas, en confidencia, insinuaban que podrían nacer en el propio ministerio del interior. Los periódicos de la oposición se hicieron eco del mal ambiente que se respiraba en los cuarteles, los periódicos afectos al gobierno negaron vehementemente que tales miasmas estuvieran envenenando el espíritu de cuerpo de las fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que se estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar por qué ni para qué, crecieron por todas partes e hicieron que de momento pasara a segundo plano del interés público el problema de los enfermos que no morían. No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase puesta en circulación entonces y muy repetida por los frecuentadores de cafés, Por lo menos, se decía, aunque acabe produciéndose un golpe militar, de una cosa podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a otros no conseguirán matar a nadie. Se esperaba de un momento a otro un dramático llamamiento del rey en favor de la concordia nacional, un comunicado del gobierno anunciando un paquete de medidas urgentes, una declaración de los altos mandos del ejército y de la aviación, porque, al no haber mar, marina tampoco había, reclamando fidelidad absoluta a los poderes legítimamente constituidos, un manifiesto de escritores, una toma de posición de los artistas, un concierto solidario, una exposición de carteles revolucionarios, una huelga general promovida conjuntamente por las dos centrales sindicales, una pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno, una procesión de penitentes, una distribución masiva de panfletos amarillos, azules, verdes, rojos, blancos, incluso se llegó a hablar de la convocatoria de una manifestación gigantesca en la que participaran los millares de personas de todas las edades y condiciones que se encontraban en estado de muerte suspendida, desfilando por las principales avenidas de la capital en camillas, sillas de ruedas, ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos, con una pancarta enorme abriendo la manifestación, que diría, sacrificando nada menos que cuatro comas por la eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto llegó a ser necesario. Es verdad que las sospechas de una participación directa de la maphia en el transporte de enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a reforzarse a la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora sería suficiente para que la súbita amenaza del enemigo externo sosegase las disposiciones fratricidas y reuniese los tres estados, clero, nobleza y pueblo, todavía vigentes en el país pese al progreso de las ideas, alrededor de su rey y, si bien con ciertas justificadas reticencias, de su gobierno. El caso, como casi siempre, se cuenta en breves palabras.
Irritados por la continua invasión de sus territorios por comandos de enterradores, maphiosos o espontáneos, procedentes de aquella tierra aberrante donde nadie moría, y tras no pocas protestas diplomáticas que de nada sirvieron, los gobiernos de los tres países limítrofes decidieron, en una acción concertada, avanzar sus tropas y guarnecer las fronteras, con orden taxativa de disparar al tercer aviso. Viene a propósito referir que la muerte de unos cuantos maphiosos abatidos prácticamente a quemarropa después de haber atravesado la línea de separación, siendo lo que solemos llamar gajes del oficio, sirvió de pretexto para que la organización subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el apartado de seguridad personal y riesgos operativos. Mencionado este ilustrativo pormenor acerca del funcionamiento de la administración maphiosa, pasemos a lo que importa. Una vez más, sorteando con una maniobra táctica impecable las perplejidades del gobierno y las dudas de los altos mandos de las fuerzas armadas, los sargentos retomaron la iniciativa y fueron, a la vista de todo el mundo, los promotores, y como consecuencia también los héroes, del movimiento popular de protesta que salió de casa para exigir, en masa, en las plazas, en las avenidas y en las calles, el regreso inmediato de las tropas al frente de batalla. Indiferentes, impasibles ante los gravísimos problemas con que la patria de acá se debatía, a brazo partido con su cuádruple crisis, demográfica, social, política y económica, los países del otro lado por fin se quitaron las caretas y mostraron a la luz del día su verdadero rostro, el de duros conquistadores e implacables imperialistas. Lo que pasa es que nos tienen envidia, se decía en las tiendas y en los hogares, se oía en la radio y en la televisión, se leía en los periódicos, lo que pasa es que tienen envidia de que en nuestra patria no se muera, por eso nos quieren invadir y ocupar el territorio, para no morir tampoco. En dos días, a marchas forzadas y con banderas al viento, cantando canciones patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría de la fuente, el himno de la carta, el no verán país ninguno, la bandiera rossa, la portuguesa, el god save the king, la internacional, el deutschland über alies, el chant du marais, as stars and stripes, los soldados volvieron a los puestos de donde habían venido, y ahí, armados hasta los dientes, aguardaron a pie firme el ataque y la gloria. No hubo. Ni la gloria, ni el ataque. Poco de conquistas y menos aún de imperios, lo que los dichos países limítrofes pretendían era tan sólo que no les fuesen a enterrar sin autorización esta nueva especie de inmigrantes forzosos, y, todavía si se limitaran a enterrar, vaya, pero igualmente iban a matar, asesinar, eliminar, apagar, ya que era en aquel exacto y fatídico momento en que, con los pies por delante para que la cabeza pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo, atravesaban la frontera, cuando los infelices fenecían, exhalaban el último suspiro. Puestos están frente a frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre llegará al río. Y miren que no fue por voluntad de los soldados del lado de acá, porque éstos tenían la certeza de que no iban a morir incluso si una ráfaga de ametralladora los cortase por la mitad. Aunque por más que legítima curiosidad científica debamos preguntarnos cómo podrían sobrevivir las dos partes separadas en aquellos casos en que el estómago se quedara en un lado y los intestinos en otro. Sea como fuere, sólo a un perfecto loco de atar se le ocurriría la idea de disparar el primer tiro. Y ése, a Dios gracias, no llegó a ser disparado. Ni siquiera la circunstancia de que algunos soldados del otro lado hayan decidido desertar hacia el dorado en que no se muere tuvo otra consecuencia que la de ser devueltos inmediatamente al origen, donde ya un consejo de guerra estaba a su espera. El hecho que acabamos de contar es del todo irrelevante para el discurrir de la trabajosa historia que venimos narrando y de él no volveremos a hablar, pero, aun así, no quisimos dejarlo entregado a la oscuridad del tintero. Lo más probable es que el consejo de guerra decida a priori no tener en cuenta en sus deliberaciones la ingenua ansia de vida eterna que desde siempre habita en el corazón humano, Adonde iría a parar esto si todos viviéramos eternamente, sí, adonde iría a parar esto, preguntará la acusación usando un golpe de la más baja retórica, y la defensa, permítasenos que lo adelantemos, no tuvo espíritu para encontrar una respuesta a la altura de la ocasión, tampoco ella tenía ninguna idea de adonde iría a parar todo esto. Se espera que, por lo menos, no acaben fusilando a los pobres diablos. Porque entonces bien se podría decir que fueron a por lana y volvieron trasquilados.
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