José Saramago - Las Intermitencias De La Muerte

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En un país cuyo nombre no será mencionado se produce algo nunca visto desde el principio del mundo: la muerte decide suspender su trabajo letal, la gente deja de morir. La euforia colectiva se desata, pero muy pronto dará paso a la desesperación y al caos. Sobran los motivos. Si es cierto que las personas ya no mueren, eso no significa que el tiempo haya parado. El destino de los humanos será una vejez eterna. Se buscarán maneras de forzar a la muerte a matar aunque no lo quiera, se corromperán las conciencias en los «acuerdos de caballeros» explícitos o tácitos entre el poder político, las mafias y las familias, los ancianos serán detestados por haberse convertido en estorbos irremovibles. Hasta el día en que la muerte decide volver… Arrancando una vez más de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes, José Saramago desarrolla una narrativa de gran fecundidad literaria, social y filosófica que sitúa en el centro la perplejidad del hombre ante la impostergable finitud de la existencia. Parábola de la corta distancia que separa lo efímero y lo eterno, Las intermitencias de la muerte bien podría terminar tal como empieza: «Al día siguiente no murió nadie».

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Mudemos de asunto. Hablando de las desconfianzas de los sargentos y de sus aliados alféreces y capitanes acerca de una responsabilidad directa de la maphia en el transporte de los pacientes hasta la frontera, habíamos adelantado que esas desconfianzas se vieron reforzadas por unos cuantos subsecuentes sucesos. Es el momento de revelar cuáles fueron y cómo se desarrollaron. Siguiendo el ejemplo de lo que hizo la familia de pequeños agricultores iniciadora del proceso, lo que la maphia hace es atravesar simplemente la frontera y enterrar muertos, cobrando por esto un dineral. Con otra diferencia, que lo hace sin atender a la belleza de los sitios, y sin preocuparse de apuntar en el cuaderno de operaciones las referencias tipográficas y orográficas que en el futuro podrían auxiliar a los familiares llorosos y arrepentidos de su fechoría a encontrar la sepultura y pedir perdón al muerto. Ora bien, no es necesario estar dotado de una cabeza especialmente estratégica para entender que los ejércitos alineados en el otro lado de las tres fronteras han pasado a constituirse en un serio obstáculo para la práctica sepulcral que hasta ahí había transcurrido en la más perfecta de las seguridades. Pero la maphia no sería lo que es si no hubiera encontrado la solución al problema. Es realmente una lástima, permítasenos el comentario al margen, que tan brillantes inteligencias como las que dirigen estas organizaciones criminales se hayan apartado de los rectos caminos del acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto bíblico que manda que ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero los hechos son los hechos, y aunque repitiendo la palabra herida de adamastor, oh, que no sé de enojo cómo lo cuente, dejaremos aquí la desalentadora noticia del ardid de que la maphia se sirvió para obviar una dificultad para la que, según todas las apariencias, no se veía ninguna salida. Antes de proseguir conviene aclarar que el término enojo que el épico colocó en boca del infeliz gigante significaba entonces, y sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde hace algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha considerado, y muy bien, que se estaba perdiendo una palabra estupenda para expresar sentimientos como la repulsa, la repugnancia, el asco, los cuales, como cualquier persona reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba. Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión como las personas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y poner a secar, el asunto tuvo que dar sus vueltas, introdujo emisarios con bigotes postizos y sombreros de ala caída, telegramas cifrados, diálogos a través de líneas secretas, por teléfono rojo, encuentros en encrucijadas a medianoche, billetes debajo de una piedra, todo cuanto más o menos ya conocimos en otras negociaciones, esas en las que, por así decir, se jugaban vigilantes a los dados. Tampoco se puede pensar que se trató, como en el otro caso, de transacciones simplemente bilaterales. Además de la maphia de este país en que no se muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias de los países limítrofes, pues ésa era la única manera de resguardar la independencia de cada organización criminal en el marco nacional en que operaba y de su respectivo gobierno. No tendría ninguna aceptación, incluso sería absolutamente reprensible, que la maphia de uno de esos países entablara negociaciones directas con la administración de otro país. A pesar de todo, las cosas no han llegado hasta ese punto, lo ha impedido hasta ahora, como un último pudor, el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan importante para las maphias como para los gobiernos, lo que, siendo más o menos obvio en lo que a éstos se refiere, sería bastante dudoso en relación a las asociaciones criminales si no tuviéramos presente con qué celosa brutalidad suelen defender sus territorios de las ambiciones hegemónicas de sus colegas de oficio. Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo particular, equilibrar los intereses de unos con los intereses de los otros, no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos largas y tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el tiempo insultándose por los altavoces, aunque siempre teniendo cuidado de no traspasar ciertos límites, de no exagerar en el tono, no fuese a ocurrir que la ofensa se subiera a la cabeza de algún teniente coronel susceptible y ardiera Troya. Lo que más contribuyó para complicar y demorar las negociaciones fue el hecho de que ninguna de las maphias de los otros países dispusiera de vigilantes para hacer con ellos lo que entendiesen, faltándoles, consecuentemente, el irresistible medio de presión que tan buenos resultados había dado aquí. Aunque este lado oscuro de las negociaciones no haya llegado a transpirar, a no ser por los rumores de siempre, existen fuertes presunciones de que los mandos intermedios de los ejércitos de los países limítrofes, con el indulgente beneplácito del grado superior de la jerarquía, se han dejado convencer, sólo dios sabe a qué precio, por la argumentación de los portavoces de las maphias locales, en el sentido de cerrar los ojos ante las indispensables maniobras de ir y venir, de avanzar y retroceder, que en eso consistía la solución del problema. Cualquier niño habría sido capaz de tal idea, pero, para hacerla efectiva, era necesario que, alcanzada la edad que llamamos de la razón, se acercara a la puerta de la sección de reclutamiento de la maphia para decir, Me trae la vocación, cúmplase en mí vuestra voluntad.

Los amantes de la concisión, del modo lacónico, de la economía del lenguaje, seguro que se están preguntando por qué, siendo la idea tan simple, ha sido necesario todo este razonamiento para llegar por fin al punto crítico. La respuesta también es simple, y vamos a darla utilizando un término actual, modernísimo, con el que nos gustaría ver compensados los arcaísmos con que, en probable opinión de algunos, hemos salpicado de moho este relato, Por mor del background. Diciendo background todo el mundo sabe de qué se trata, pero no nos faltarían dudas si, en vez de background, banalmente hubiéramos dicho plano de fondo, ese otro detestable arcaísmo, para colmo poco fiel a la verdad, dado que el background no es sólo el plano de fondo, es toda la innumerable cantidad de planos que obviamente existen entre el sujeto observado y la línea del horizonte. Será mejor que digamos encuadramiento de la cuestión. Exactamente, encuadramiento de la cuestión, y ahora que por fin la tenemos bien encuadrada, ahora sí, llega el momento de revelar en qué consistió el ardid de la maphia para obviar cualquier posibilidad de conflicto bélico que sólo serviría para perjudicar sus intereses. Un niño, ya lo habíamos dicho antes, podría haber concebido la idea. Que era sencillamente esto, pasar al otro lado de la frontera al paciente y, una vez que hubiera muerto, volver atrás y enterrarlo en el materno seno de su lugar de origen. Un jaque mate perfecto en el más riguroso, exacto y preciso sentido de la expresión. Como se acaba de ver, el problema quedaba resuelto sin desdoro para ninguna de las partes implicadas, los cuatro ejércitos, ya sin motivo para mantenerse en pie de guerra en la frontera, podían retirarse a la buena paz, puesto que lo que la maphia se proponía hacer era simplemente entrar y salir, recordemos una vez más que los pacientes perdían la vida en el mismo instante en que los transportaban al otro lado, a partir de ahora no necesitan quedarse ni un minuto, es sólo el tiempo de morir, y ése, si siempre fue de todos el más breve, un suspiro, y ya está, se puede uno imaginar lo que es en este caso, una vela que de repente se apaga sin necesidad de que nadie sople. Nunca la más suave de las eutanasias podrá ser tan fácil y tan dulce. Lo más interesante de la nueva situación creada es que la justicia del país en que no se muere se encuentra desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente contra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y no porque se encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros que el gobierno tuvo que suscribir con la maphia. No los puede acusar de homicidio porque, técnicamente hablando, homicidio no es en realidad, y porque el censurable acto, que lo clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en países extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber enterrado muertos, ya que el destino de éstos es ese mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya decidido a encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título, tanto desde el punto de vista físico como desde el punto de vista anímico. Como mucho, se podría alegar que ningún médico certificó el óbito, que el entierro no cumplió las formas prescritas para una correcta inhumación y que, como si tal caso fuese inédito, la sepultura no está identificada, de modo que es bastante seguro que se perderá el lugar cuando caiga la primera lluvia fuerte y las plantas rompan tiernas y alegres del humus creador. Consideradas las dificultades y recelando hundirse en el tremedal de recursos en que, curtidos en la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían sin dolor ni piedad, la ley decidió esperar con paciencia hasta ver dónde pararían las modas. Era, sin sombra de duda, la actitud más prudente. El país se encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la pérdida del sentido de respeto cívico se extiende por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni Dios sabe adonde nos lleva. Corre el rumor de que la maphia está negociando otro acuerdo de caballeros con la industria funeraria para establecer una racionalización de esfuerzos y una distribución de tareas, lo que significa, en lenguaje de andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las agencias funerarias contribuyen con medios y técnicas para enterrarlos. También se dice que la propuesta de la maphia fue acogida con los brazos abiertos por las agencias, ya cansadas de malgastar su saber milenario, su experiencia, su know how, sus coros de plañideras, en hacer funerales para perros, gatos y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga catatónica, una ardilla domesticada, un lagarto de compañía que el dueño solía llevar sobre el hombro. Nunca caímos tan bajo, decían. Ahora el futuro se les presentaba fuerte y risueño, las esperanzas florecían como parterres de jardín, hasta se podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que para la industria de los entierros había despuntado finalmente una nueva vida. Y todo esto gracias a los buenos oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. Ésta subsidió a las agencias de la capital y de otras ciudades del país para que instalasen filiales, a cambio de compensaciones, claro está, en las localidades más próximas a la frontera, ésta tomó providencias para que hubiese siempre un médico a la espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y necesitara a alguien para decir que estaba muerto, ésta estableció convenios con las administraciones municipales para que los entierros a su cargo tuvieran prioridad absoluta, fuese cual fuese la hora del día o de la noche en que les conviniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente, pero el negocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los adicionales y los servicios extras eran el grueso de la factura. De repente, sin avisar, se cerró el grifo de donde había estado brotando, constante, el generoso manantial de pacientes terminales. Parecía que las familias, a partir de un arrebato de conciencia, se pasaron la palabra unas a otras, que se acabó esto de mandar a los seres queridos a morir lejos, si, en sentido figurado, les habíamos comido la carne, también les deberemos comer los huesos ahora, que no estamos aquí sólo para las buenas, cuando él o ella tenían la fuerza y la salud intacta, estamos también para las horas malas y para las horas pésimas, cuando él o ella no son nada más que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias funerarias transitaron de la euforia a la desesperación, otra vez a la ruina, otra vez a la humillación de enterrar canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no existía otro que se dejara llevar en el hombro del dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a ver lo que pasaba. Era simple. Las familias dijeron, casi siempre con medias palabras, dándolo así a entender, que una cosa era el tiempo de la clandestinidad, cuando los seres queridos eran conducidos a ocultas, en el silencio de la noche, y los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si permanecían en sus lechos del dolor, o si se habían evaporado. Entonces era fácil mentir, decir compungidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la vecina preguntaba en el rellano de la escalera, Y qué tal sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un certificado de defunción, hay placas con nombres y apellidos en los cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad sabría que el abuelo había muerto de la única manera en que se podía morir, y que eso significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia lo había despachado a la frontera. Nos da mucha vergüenza, confesaron. La maphia oyó, oyó, y dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas. Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cincuenta, los muertos habían querido morir, por tanto serían registrados como suicidas en el certificado de defunción. El grifo volvió a abrirse.

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