Incluso no siendo filósofos, al menos en el sentido más común del término, algunos habían conseguido aprender el camino. Paradójicamente, no tanto aprender a morir ellos mismos, porque todavía no les había llegado el tiempo, sino a engañar la muerte de otros, ayudándola. El expediente utilizado, como no tardará en verse, fue una nueva manifestación de la inagotable capacidad inventiva de la especie humana. En una aldea cualquiera, a pocos kilómetros de la frontera con uno de sus países limítrofes, vivía una familia de campesinos pobres que tenía, por mal de sus pecados, no un pariente, sino dos, en estado de vida suspendida o, como se prefería decir, de muerte parada. Uno de ellos era un abuelo de esos a la antigua usanza, un patriarca de carácter duro que la enfermedad había reducido a un mísero guiñapo, aunque no le hizo perder por completo el sentido del habla. El otro era una criatura de pocos meses para la que no hubo tiempo de enseñar ni la palabra vida ni la palabra muerte y ante quien la muerte real se negaba a mostrarse. No morían, no estaban vivos, el médico rural que los visitaba una vez por semana decía que ya nada podía hacer por ellos ni contra ellos, ni siquiera inyectarles, a uno y a otro, una buena droga letal, de esas que no hace mucho tiempo hubieran sido la solución radical para cualquier problema. Como mucho, tal vez pudiera empujarlos un paso hacia donde se supone que la muerte se encuentra, pero sería en vano, inútil, porque en ese preciso instante, inalcanzable como antes, ella daría otro paso y mantendría la distancia. La familia fue a pedirle ayuda al cura, que oyó, levantó los ojos al cielo y no tuvo otra palabra para responder sino que todos estamos en manos de Dios y que la misericordia divina es infinita. Pues sí, infinita será, pero no lo suficiente para ayudar a nuestro padre y abuelo a morir en paz ni para salvar a un pobre inocente que no le ha hecho nada malo al mundo. En esto estábamos, ni para delante, ni para atrás, sin remedio y sin esperanza, cuando el viejo habló, Que se acerque alguien, dijo, Quiere agua, preguntó una de las hijas, No quiero agua, quiero morir, Ya sabe que el médico dice que no es posible, padre, recuerde que la muerte se ha terminando, El médico no entiende nada, desde que el mundo es mundo siempre ha habido una hora y un lugar para morir, Ahora no, Ahora sí, Tranquilícese, padre, que le sube la fiebre, No tengo fiebre, y aunque la tuviera, daría lo mismo, así que óyeme con atención, Le estoy oyendo, Acércate más, antes de que se me quiebre la voz, Diga. El viejo musitó algunas palabras al oído de la hija. Ella negaba con la cabeza, pero él insistía e insistía. Esto no va a resolver nada, padre, balbuceó ella estupefacta, pálida de miedo, Lo resolverá, Y si no se resuelve, No perdemos nada por intentarlo, Y si no se resuelve, Es fácil, me traen de vuelta a casa, Y el niño, El niño viene también, si me quedo allí, se quedará conmigo. La hija intentó pensar, se le leía en la cara la confusión, y finalmente preguntó, Y por qué no los traemos y los enterramos aquí, Imagínate lo que pasaría, dos muertos en casa en una tierra donde nadie, por más que se haga, consigue morir, cómo lo explicarías tú, además, tengo mis dudas de que la muerte, tal como están las cosas, nos dejara entrar, Es una locura, padre, Tal vez lo sea, pero no veo otro medio para salir de esta situación, Lo queremos vivo, no muerto, Pero no en el estado en que me ves aquí, un vivo que está muerto, un muerto que parece vivo, Si es así, cumpliremos su voluntad, Dame un beso. La hija le besó la frente y salió a llorar. Desde ahí, bañada en lágrimas, fue a anunciar al resto de la familia que el padre había determinado que lo llevasen esa misma noche al otro lado de la frontera, donde, según su idea, la muerte, todavía en vigor en ese país, no tendría más remedio que aceptarlo.
La noticia se recibió con un sentimiento complejo de orgullo y resignación, orgullo porque no se ve todos los días a un anciano ofrecerse así, con su propio pie, a la muerte que le huye, resignación porque perdido uno, perdido cien, qué le vamos a hacer, contra lo que tiene que suceder toda la fuerza sobra. Como está escrito que no se puede tener todo en la vida, el valeroso viejo dejará en su lugar nada más que una familia pobre y honesta que no se olvidará de honrar su memoria. La familia no era sólo esta hija que salió a llorar y la criatura que no le había hecho ningún mal al mundo, era también otra hija y el marido respectivo, padres de tres niños felizmente de buena salud, más una tía soltera a la que se le pasó hace mucho la edad de casarse. El otro yerno, el marido de la hija que salió a llorar, vive en un país distante, emigró para ganarse la vida y mañana sabrá que perdió a la vez al único hijo que tenía y el suegro a quien estimaba. Es así la vida, va dando con una mano hasta que llega el día que quita todo con la otra. Que importan poco a este relato los parentescos de unos cuantos campesinos que lo más probable es que no vuelvan a aparecer, lo sabemos mejor que nadie, pero nos ha parecido que no estaría bien, incluso desde un estricto punto de vista técnico-narrativo, despachar en dos líneas rápidas precisamente a estas personas que van a ser protagonistas de uno de los más dramáticos lances ocurridos en esta, aunque cierta, inverídica historia sobre las intermitencias de la muerte. Ahí están, pues. Apenas nos faltó decir que la tía soltera todavía manifestó una duda, Qué dirán los vecinos, preguntó, cuando descubran que ya no están aquí aquellos que, sin morir, a la muerte estaban. En general la tía soltera no habla de una manera tan preciosista, tan rebuscada, y si lo ha hecho ahora era para no estallar en lágrimas, que así sucedería si hubiese pronunciado el nombre del niño que no le había hecho ningún mal al mundo y las palabras mi hermano. Le respondió el padre de los otros tres niños, Les decimos simplemente lo que pasó y esperamos las consecuencias, al menos seremos acusados de hacer entierros clandestinos, fuera del cementerio y sin conocimiento de las autoridades, y para colmo en otro país, Ojalá que no se comience ninguna guerra por esto, dijo la tía.
Era casi medianoche cuando salieron camino de la frontera. Como si sospechara que algo extraño estaba tramándose, la aldea había tardado más de lo habitual en recogerse entre las sábanas. Por fin el silencio tomó a su cargo las calles y las luces de las casas se fueron apagando una a una. La mula fue enganchada al carromato, después, con mucho esfuerzo, pese a lo poco que pesaba, el yerno y las dos hijas bajaron al abuelo, lo tranquilizaron cuando él, con voz apagada, preguntó si llevaban la pala y la azada, Sí las llevamos, quédese tranquilo, y luego subió la madre del niño, lo tomó en brazos, dijo, Adiós mi hijo que no te volveré a ver, y esto no era verdad, porque ella también iría en el carromato con la hermana y el cuñado, puesto que tres no serían demasiado para la tarea. La tía soltera no quiso despedirse de los viajeros que no regresarían y se encerró en el cuarto con los sobrinos. Como los aros metálicos de las ruedas del carromato causarían estrépito en el irregular empedrado de la calle, con grave riesgo de que fueran apareciendo en las ventanas los habitantes curiosos de saber adonde irían los vecinos a esa hora, dieron un rodeo por caminos de tierra hasta que llegaron finalmente a la carretera, fuera de la aldea. No estaban muy lejos de la frontera, pero lo malo era que la carretera no los llevaba hasta ella, en cierto punto tendrían que dejarla y continuar por atajos por los que el carromato apenas cabría, eso sin hablar de que el último tramo deberían hacerlo a pie, abriéndose paso entre matorrales, cargando con el abuelo Dios sabe cómo. Afortunadamente el yerno conoce bien estos parajes porque, aparte de habérselos pateado como cazador, también, alguna que otra vez, había ejercido de contrabandista aficionado. Tardaron casi dos horas en llegar al punto donde tendrían que dejar el carromato, y ahí fue cuando se le ocurrió al yerno llevar al abuelo sobre la mula, confiando en la firmeza de los jarretes del animal. Desengancharon la bestia, la aliviaron de los arreos superfluos y, con mucho esfuerzo, trataron de izar al viejo. Las dos mujeres lloraban, Ay mi querido padre, Ay mi querido padre, y con las lágrimas se les iba la poca fuerza que todavía les quedaba. El pobre hombre estaba medio inconsciente, como si ya hubiera atravesado el primer umbral de la muerte. No lo conseguiremos, exclamó con desesperación el yerno, pero de súbito se le ocurrió que la solución sería que él montara primero y tirara después del abuelo, que quedaría en la cruz de la mula, delante, Lo llevo abrazado, no hay otra manera, vosotras ayudad desde ahí. La madre del niño fue hasta el carromato a arreglar la pequeña manta que lo cubría, no vaya el pobrecito a enfriarse, y regresó junto a la hermana, A la una, a las dos, a las tres, dijeron, pero fue como si nada, ahora el cuerpo pesaba tanto que parecía de plomo, lo único que pudieron hacer fue dejarlo en el suelo. Entonces sucedió una cosa nunca vista, una especie de milagro, un prodigio, una maravilla. Como si por un instante la ley de la gravedad hubiera sido suspendida o pasara a actuar al contrario, de abajo hacia arriba, el abuelo se escapó suavemente de las manos de las hijas y, por sí mismo, levitando, subió hasta los brazos extendidos del yerno. El cielo, que desde el principio de la noche había estado cubierto de pesadas nubes que amenazaban lluvia, se abrió y dejó aparecer la luna. Ya podemos seguir, dijo el yerno, hablándole a su mujer, tú llevas la mula. La madre del niño abrió un poco la manta para ver cómo estaba el hijo. Los párpados, cerrados, eran como dos pequeñas manchas pálidas, el rostro, un dibujo confuso. Entonces dio un grito que recorrió todo el espacio alrededor e hizo que se estremecieran en sus cuevas los animales salvajes, No, no seré yo quien lleve a mi hijo al otro lado, no lo traje a la vida para entregarlo a la muerte con mis propias manos, llevaos a padre, yo me quedo aquí. La hermana se le acercó y le preguntó, Prefieres asistir, año tras año, a su agonía, Tienes tres hijos con salud, hablas sin saber, Tu hijo es como si fuera mío, Si es así, llévatelo tú, yo no puedo, Y yo no debo, sería matarlo, Cuál es la diferencia, No es lo mismo llevar hasta la muerte y matar, por lo menos en este caso, tú eres la madre de este niño, no yo, Serías capaz de llevar a uno de tus hijos, o a todos, Pienso que sí, pero no lo puedo jurar, Entonces tengo razón, Si es eso lo que quieres, espéranos, vamos a llevar a padre. La hermana se apartó, agarró la mula por la brida y preguntó, Vamos, el marido respondió, Vamos, pero despacio, no quiero que se me caiga. La luna, llena, brillaba. En algún lugar, adelante, se encontraba la frontera, esa línea que sólo en los mapas es visible. Cómo sabremos cuándo hemos llegado, preguntó la mujer, Padre lo sabrá. Ella comprendió y no hizo más preguntas. Continuaron andando, cien metros, diez pasos, y de repente el hombre dijo, Llegamos, Se acabó, Sí. Detrás, una voz repitió, Se acabó. La madre del niño amparaba por última vez al hijo muerto en el regazo de su brazo izquierdo, la mano derecha sujetaba en el hombro la pala y la azada que los otros habían olvidado. Andemos un poco más, hasta aquel fresno, dijo el cuñado.
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