Pedro Orce mide la dimensión del océano y en ese momento lo encuentra pequeño, porque al inspirar profundo se le dilatan tanto los pulmones que en ellos podrían entrar a borbotones todos lo abismos líquidos y aún sobraría espacio para balsa que con sus espolones de piedra va abriendo camino contra las olas. Pedro Orce no sabe bien si es hombre, si es pez. Baja hacia el mar, el perro va delante reconociendo y eligiendo el camino, y bien preciso era el batidor prudente y sutil, antes de nacer el día Pedro Orce, solo, no encontraría la entrada y la salida de este laberinto de piedras. Al fin llegaron a las grandes lajas que caen hasta el mar, ahí es estremecedor el estruendo del choque de las olas. Bajo este cielo oscurísimo y los gritos del mar, si la luna ahora naciese, un hombre podría morir de felicidad creyendo que se moría de angustia, de miedo, de soledad. Pedro Orce dejó de sentir frío. La noche se ha vuelto más clara, aparecen otras estrellas, y el perro, que durante un minuto se había ausentado, vuelve a la carrera, no le han enseñado a tirar de los pantalones del amo, pero ya lo conocemos bastante para saber que es muy capaz de comunicar lo que es su voluntad, ahora deberá Pedro Orce acompañarlo hasta su descubrimiento, ahogado arrojado a la costa, arca del tesoro, vestigio de la Atlántida, resto del Holandés Errante, obsesiva memoria, y cuando llegó vio que no eran más que piedras entre piedras, pero, no siendo este animal perro que se engañe, algo habría allí de singular, fue entonces cuando reparó en que sus propios pies se asentaban sobre ella, sobre la cosa, una piedra enorme, con la forma tosca de un barco, y allí otra, larga y estrecha como un mástil, y otra más, ésta sería el timón aunque partido. Creyendo que la poquísima luz lo engañaba, fue dando la vuelta a las piedras, tanteando y palpando, y así dejó de tener dudas, este lado, alto y aguzado, es la proa, este otro, romo, la popa, el mástil inconfundible, y el timón sólo podría ser, por ejemplo, espadilla para un gigante si esto no fuese, realmente, donde está, un barco de piedra. Fenómeno geológico, ciertamente, Pedro Orce conoce de químicas más de lo suficiente para poder explicarse a sí mismo el hallazgo, una antigua barca de madera traída por las olas o dejada por los mareantes, varada en estas lajas desde inmemoriales tiempos, después la cubrieron las tierras, se mineralizó la materia orgánica, otra vez las tierras se retiraron, hasta hoy, serán precisos millares de años para que se apaguen los contornos y mermen los volúmenes, viento, lluvia, la lima del frío y del calor, llegará un día en que no se distinguirá la piedra de la piedra. Pedro Orce se sentó en el fondo del barco, en la posición en que está no ve más que el cielo y el mar distante, si esta nave se balanceara un poco creería que iba navegando, y entonces, cuánto puede la imaginación, se le ocurrió la idea absurda de que quizá fuera realmente navegante esta nave petrificada, hasta el punto de que fuera ella la que arrastraba la península a remolque, no se puede confiar en los delirios de la fantasía, claro que no sería imposible que ocurriera, otras acrobacias más difíciles se han visto, pero se da el caso irónico de que el barco tiene la popa dirigida hacia el mar, ninguna embarcación que se respete navegaría alguna vez reculando. Pedro Orce se levantó, ahora tiene frío, el perro saltó la amurada, es hora de volver a casa, señor amo, que no está usted para trasnochar, no lo hizo de joven y va a hacerlo ahora.
Cuando llegan a la cima de los montes Pedro Orce apenas puede con las piernas, sus pobres pulmones que hace poco eran capaces de respirar el océano entero jadeaban como fuelles rotos, el aire áspero le raspaba el interior de las narices, le resecaba la garganta, estas aventuras montañeras son impropias de un boticario al borde de la ancianidad. Se deja caer en una piedra, a descansar, con los codos hundidos en las rodillas, la cabeza baja reposando sobre las manos, el sudor le hace brillar la frente, el viento le agita los mechones de pelo, es una ruina de hombre, cansado y triste, desgraciadamente no se ha inventado aún el proceso de mineralizar a una persona en la flor de la juventud para transformarla en eterna estatua. La respiración está más tranquila, el aire se ha ablandado, entra y sale sin aquel raspón de lija. Dándose cuenta de estas mudanzas, el perro, que esperaba tendido, se levanta. Pedro Orce alzó la cabeza, miró hacia abajo, hacia el valle donde estaba la casa. Parecía haber ahora sobre ella un aura, un fulgor sin brillo, una especie de luz no luminosa, si esta frase, que, igual que todas las otras, sólo de palabras puede componerse, llega al entendimiento con unívoco sentido. Al recuerdo de Pedro Orce vino aquel epiléptico de Orce que, tras los ataques que lo derribaban, intentaba explicar las confusas sensaciones con que se anunciaban, sería una vibración de las partículas invisibles del aire, sería la irradiación de una energía como el calor en la distancia, sería la distorsión de los rayos luminosos en el límite de su alcance, esta noche, verdaderamente, se ha poblado de asombros, el hilo y la nube de lana azul, la nave de piedra varada sobre las lajas de la costa, ahora una casa que prodigiosamente se estremece, o así lo diríamos viéndola desde aquí. La imagen oscila, se funden los contornos, de repente parece apartarse hasta convertirse en un punto casi invisible, luego regresa, latiendo lentamente. Durante un instante temió Pedro Orce quedarse abandonado en este otro desierto, pero el susto pasó, fue sólo el tiempo de comprender que allí abajo se habían reunido María Guavaira y Joaquim Sassa, los tiempos han cambiado mucho, ahora es llegar y llenar la alforja, si se me permite esta plebeya y arcaica comparación. Se había levantado Pedro Orce para empezar a descender la ladera, pero volvió a sentarse y esperó pacientemente, transido de frío, a que la casa volviera a su imagen de casa, donde no hubiera más llamaradas que aquella que todavía sigue ardiendo en el hogar, si tarda mucho, lo más seguro es que no encuentre más que cenizas donde antes hubo fuego.
María Guavaira despertó con la primera luz del alba. Estaba en su cuarto, en la cama, y había un hombre dormido a su lado. Oía su respiración, profunda, como si anduviera transportando desde la médula de los huesos el renuevo de sus fuerzas, y, medio inconsciente, quiso que su propia respiración acompañara a la de él. El movimiento diferente del pecho hizo que reparara en su desnudez. Se recorrió el cuerpo con la manos, desde el centro de los muslos, rodeando el pubis, después por el vientre hasta los senos, y de pronto recordó su grito de asombro cuando dentro de sí el gozo explotó como un sol. Ahora despierta del todo, se muerde los dedos para no gritar el mismo grito, pero querría reconocer en el sonido reprimido las sensaciones, hacerlas para siempre inseparables, o quizá era el deseo que volvía a despertar en ella, quién sabe si el remordimiento, la angustia que dice la conocida frase, Qué va a ser de mí ahora, los pensamientos no son aislables de otros pensamientos, las sensaciones no son puras de otras impresiones, esta mujer vive en el campo, lejos de las artes amatorias de la civilización, dentro de poco llegarán los dos hombres que vienen a trabajar las tierras de María Guavaira, qué les va a decir, con la casa llena de extraños, no hay nada como la luz del día para que las cosas cambien de figura. Pero este hombre que duerme lanzó una piedra al mar, y Joana Carda cortó el suelo en dos, y José Anaiço fue el rey de los estorninos, y Pedro Orce hace temblar la tierra con los pies, y el perro ha venido de no se sabe dónde para reunirlos a todos, más que a los otros me unió a ti, tiré del hilo y llegaste hasta mi puerta, hasta mi cama, hasta el interior de mi cuerpo, hasta mi alma, que sólo de ella puede haber salido el grito que di. Durante unos minutos se le cerraron los ojos, cuando los abrió vio que Joaquim Sassa se había despertado, sintió la dureza de su cuerpo, y jadeando de ansiedad, se abrió a él, no gritó, pero lloró riendo, y el día se hizo claridad. De lo que dijeron no vale la pena levantar un registro indiscreto, ponga cada quien lo que pueda, intente sacar de su imaginación, lo más probable es que no acierte, incluso pareciendo tan limitado el vocabulario del amor.
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