A la altura de Santiago de Compostela el perro giró hacia el noroeste. Debía de estar cerca su destino, se notaba en el vigor renovado con que trotaba ahora, en la seguridad de sus jarretes, en el porte de la cabeza, en la firmeza de la cola, Joaquim Sassa tuvo que acelerar un poco a Dos Caballos para acompañar la andadura y, al acercarse así, casi hasta tocar al animal, Joana Carda exclamó, Mirad, mirad el hilo azul. Todos lo vieron. El hilo no parece el mismo. El otro, de tan sucio ya, lo mismo podía ser azul que marrón o negro, pero éste brillaba con su propio color, azul ni de cielo ni de mar, quién lo habría teñido y devanado, quién lo lavara, si era el mismo, y lo colocó otra vez en la boca del perro, diciendo, Hala. La carretera se hizo más estrecha, es apenas un camino bordeando las colinas. El sol va a caer sobre el mar que desde aquí aún no se ve, la naturaleza es maestra en la composición de espectáculos adecuados a la humana circunstancia, todavía esta mañana y durante la tarde el cielo estuvo cubierto y triste, tamizando la morriña gallega, y ahora una luz leonada se derrama por los campos, el perro va como una joya centelleante, un animal de oro. Hasta Dos Caballos no parece el coche fatigado que conocemos, dentro los pasajeros son todos hermosas criaturas, les da la luz de frente y van como bienaventurados. José Anaiço mira a Joana Carda y se estremece al verla tan bella, Joaquim Sassa baja el retrovisor para ver sus propios ojos resplandecientes y Pedro Orce contempla sus viejas manos, no son viejas, no, acaban de salir de una operación alquímica, se han vuelto inmortales, aunque el resto de su cuerpo tenga que morir.
Súbitamente el perro se detiene. El sol rasa la cima de los montes, se adivina el mar al otro lado. La carretera desciende en curvas, dos colinas parecen estrangularla allá abajo, pero es ilusión de los ojos y la distancia. Enfrente, a media ladera, hay una casa grande, de arquitectura simple, tiene un aire de abandono antiguo, pese a las señales de cultivo en los campos que la rodean. Parte de la casa está ya en sombra, la luz se va amortiguando, parece que el mundo todo se hunde en desmayo y soledad. Joaquim Sassa paró el coche. Salieron todos. Se oye el silencio, vibra como un eco final, tal vez no sea más que el golpear distante de las olas en los cantiles, es siempre la mejor explicación, hasta dentro de las caracolas el recuerdo interminable de las olas resuena, pero no es éste el caso, aquí lo que se oye es el silencio, nadie debería morir sin conocerlo, el silencio, lo oíste, puedes irte, ya sabes cómo es. Pero esa hora no ha llegado todavía para ninguno de estos cuatro. Saben que su destino es aquella casa, hasta aquí los trajo el perro prodigioso, quieto como una estatua, a la espera. José Anaiço está al lado de Joana Carda pero no la toca, comprende que no debe tocarla, ella lo comprende también, hay momentos que hasta el amor debe conformarse con su insignificancia, perdonad que reduzcamos el extremo de los afectos a casi nada, él que en otras ocasiones es casi todo. Pedro Orce es el último en salir del coche, pone los pies en el suelo y siente vibrar la tierra con una intensidad aterradora, aquí se romperían todas las agujas de los sismógrafos, y estas colinas parecen ondular con el movimiento de las olas que más allá del mar se encabalgan unas sobre las otras, empujadas por esta balsa de piedra, lanzándose contra ella en reflujo de las poderosas corrientes que vamos cortando.
El sol se ha ocultado. Entonces un hilo azul onduló en el aire, casi invisible en su transparencia, como si buscara apoyo, rozó las manos y los rostros, Joaquim Sassa lo alcanzó, fue azar, fue destino, dejemos que queden así estas hipótesis, incluso habiendo tantas razones para no creer ni una ni la otra, y ahora qué hará Joaquim Sassa, no puede viajar en el automóvil con la mano fuera sosteniendo el hilo, un hilo que el viento sustenta e impele, no acompaña obediente el trazado de las carreteras, Qué hago con esto, preguntó, pero los otros no podían responder, el perro, sí, salió de la carretera y empezó a descender la ladera suave, fue tras él Joaquim Sassa, su mano levantada seguía al hilo azul como si tocara las alas o el pecho de un ave sobre su cabeza. José Anaiço volvió al coche con Joana Carda y Pedro Orce, lo puso en movimiento, y, despacio, acompañando siempre con los ojos a Joaquim Sassa, fue bajando por la carretera, no quería llegar antes que él, y tampoco mucho después, la armonía posible de las cosas depende de su equilibrio y del tiempo en que acontecen, ni demasiado pronto, ni demasiado tarde, por eso nos es tan difícil alcanzar la perfección.
Cuando se detuvieron en la explanada de delante de la casa, llegaba Joaquim Sassa a diez pasos de la puerta, que estaba abierta. El perro dio un suspiro que parecía humano y se tumbó extendiendo el cuello entre las patas. Con las uñas se sacó de la boca el pedazo de hilo, lo tiro al suelo. Del interior oscuro de la casa salió una mujer. Llevaba en la mano un hilo, el mismo que Joaquim Sassa seguía sosteniendo. La mujer bajó el único escalón de la puerta, Entren, que deben de venir cansados, dijo. Joaquim Sassa fue él primero en avanzar, llevaba enrollada en la muñeca la punta del hilo azul.
Un día, contó María Guavaira, en una hora como ésta y la luz como ahora estaba, apareció el perro, con aire de venir de muy lejos, traía el pelo sucio, le sangraban las patas, llegó y con la cabeza dio contra la puerta, abrí creyendo que era uno de esos mendigos que van de tierra en tierra, y que en llegando golpean con el bordón y dicen, Una limosnita para este pobre, señora, pero, qué es lo que veo, el perro, jadeando como si viniera a la carrera desde el fin del mundo, y la sangre manchaba la tierra bajo sus patas, lo más asombroso fue que yo no me asustara, y no era el caso para menos, quien no conozca lo bendito que el can se creería que está ante la más temible de las fieras, pobrecillo, así que me vio se tumbó en el suelo, como si sólo estuviera a mi espera para descansar, y parecía que lloraba, como alguien que quisiera hablar y no pudiese, durante el tiempo que estuvo aquí nunca lo oí ladrar, Lleva seis días con nosotros y tampoco ha ladrado, dijo Joana Carda, Lo metí en casa, lo curé, no es un perro vagabundo, se le nota en el pelo, y se ve que los dueños lo alimentaban bien, le daban cuidados y atención, para notar la diferencia basta compararlo con los perros gallegos, que nacen hambrientos y mueren hambrientos tras vivir hambrientos, y son tratados a palo y piedra, por eso un perro gallego no es capaz de alzar el rabo, lo esconde entre las piernas con la esperanza de pasar inadvertido, su desquite, cuando puede, es morder, Este no muerde, dijo Pedro Orce, Vete a saber de dónde vino, quizá no lo sepamos nunca, dijo José Anaiço, y tal vez la cosa no tenga importancia, lo que me da que pensar es que haya ido a buscarnos para traemos aquí, uno no puede dejar de preguntarse por qué, No lo sé, sólo sé que se marchó un día con un trozo de hilo en los dientes, me miró como si quisiera decir, No salgas de aquí hasta que yo vuelva, y tiró monte arriba, por donde ahora ha bajado subió entonces, Qué hilo es éste, preguntó Joaquim Sassa mientras enrollaba y desenrollaba de la muñeca la punta que todavía lo ataba a María Guavaira, Ojalá lo supiera yo, respondió ella doblando entre los dedos la punta de su lado y estirando así el hilo como una tensísima cuerda de guitarra, pero ni él ni ella parecían reparar en que estaban atados, los otros, sí, miraban, los pensamientos que tenían los callaron, aunque no sea difícil imaginarlos, Porque lo único que hice yo fue deshacer una media vieja, de esas que servían para guardar dinero, la media que deshice daría un puñado de lana, sin embargo, la que ahí hay corresponde a la lana de cien ovejas, y quien dice cien dice mil, qué explicación se encontrará a este caso, Detrás de mí anduvieron durante días dos mil estorninos, dijo José Anaiço, Tiré al mar una piedra que casi pesaba tanto como yo y cayó muy lejos, añadió Joaquim Sassa dándose cuenta de que exageraba, y Pedro Orce sólo dijo, La tierra tembló y tiembla.
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