Se refugió en el hijo recién nacido. Ella lo había sentido salir de su cuerpo con el alivio de liberarse de algo que no era suyo, y había sufrido el espanto de sí misma al comprobar que no sentía el menor afecto por aquel ternero de vientre que la padrona le mostró en carne viva, sucio de sebo y de sangre, y con la tripa umbilical enrollada en el cuello. Pero en la soledad del palacio aprendió a conocerlo, se conocieron, y descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza. Terminó por no soportar nada ni a nadie distinto de él en la casa de su desventura. La deprimía la soledad, el jardín de cementerio, la desidia del tiempo en los enormes aposentos sin ventanas. Se sentía enloquecer en las noches dilatadas por los gritos de las locas en el manicomio vecino. La avergonzaba la costumbre de poner la mesa de banquetes todos los días, con manteles bordados, servicios de plata y candelabros de funeral, para que cinco fantasmas cenaran con una taza de café con leche y almojábanas. Detestaba el rosario al atardecer, los remilgos en la mesa, las críticas constantes a su manera de coger los cubiertos, de caminar con esos trancos místicos de mujer de la calle, de vestirse como en el circo, y hasta de su método ranchero de tratar al esposo y de darle de mamar al niño sin cubrirse el seno con la mantilla. Cuando hizo las primeras invitaciones para tomar el té a las cinco de la tarde, con galletitas imperiales y confituras de flores, de acuerdo con una moda reciente en Inglaterra, doña Blanca se opuso a que en su casa se bebieran medicinas para sudar la fiebre en vez del chocolate con queso fundido y ruedas de pan de yuca. No se le escaparon ni los sueños. Una mañana en que Fermina Daza contó que había soñado con un desconocido que se paseaba desnudo regando puñados de ceniza por los salones del palacio, doña Blanca la cortó en seco:
– Una mujer decente no puede tener esa clase de sueños.
A la sensación de estar siempre en casa ajena, se sumaron dos desgracias mayores. Una era la dieta casi diaria de berenjenas en todas sus formas, que doña Blanca se negaba a variar por respeto al esposo muerto, y que Fermina Daza se resistía a comer. Detestaba las berenjenas desde niña, antes de haberlas probado, porque siempre le pareció que tenían color de veneno. Sólo que esa vez tuvo que admitir de todos modos que algo había cambiado para bien en su vida, porque a los cinco años había dicho lo mismo en la mesa, y su padre la obligó a comerse completa la cazuela prevista para seis personas. Creyó que iba a morir, primero por los vómitos de la berenjena molida, y después por el tazón de aceite de castor que le hicieron tomar a la fuerza para curarla del castigo. Las dos cosas se le quedaron revueltas en la memoria como un solo purgante, tanto por el sabor como por el terror del veneno, y en los almuerzos abominables del palacio del Marqués de Casalduero tenía que apartar la vista para no devolver las atenciones por la náusea glacial del aceite de castor.
La otra desgracia fue el arpa. Un día, muy consciente de lo que quería decir, doña Blanca había dicho: “No creo en mujeres decentes que no sepan tocar el piano”. Fue una orden que hasta su hijo trató de discutir, pues los mejores años de su infancia habían transcurrido en las galeras de las clases de piano, aunque ya de adulto lo hubiera agradecido. No podía concebir a su esposa sometida a la misma condena, a los veinticinco años y con un carácter como el suyo. Pero lo único que obtuvo de su madre fue que cambiara el piano por el arpa, con el argumento pueril de que era el instrumento de los ángeles. Así fue como trajeron de Viena el arpa magnífica, que parecía de oro y que sonaba como si lo fuera, y que fue una de las reliquias más preciadas del Museo de la Ciudad, hasta que lo consumieron las llamas con todo lo que tenía dentro. Fermina Daza se sometió a esa condena de lujo tratando de impedir el naufragio con un sacrificio final. Empezó con un maestro de maestros que trajeron a propósito de la ciudad de Mompox, y que murió de repente a los quince días, y siguió por varios años con el músico mayor del seminario, cuyo aliento de sepulturero distorsionaba los arpegios.
Ella misma estaba sorprendida de su obediencia. Pues aunque no lo admitía en su fuero interno, ni en los pleitos sordos que tenía con su marido en las horas que antes consagraban al amor, se había enredado más pronto de lo que ella creía en la maraña de convenciones y prejuicios de su nuevo mundo. Al principio tenía una frase ritual para afirmar su libertad de criterio: “A la mierda abanico que es tiempo de brisa”. Pero después, celosa de sus privilegios bien ganados, temerosa de la vergüenza y el escarnio, se mostraba dispuesta a soportar hasta la humillación, con la esperanza de que Dios se apiadara por fin de doña Blanca, quien no se cansaba de suplicarle en sus oraciones que le mandara la muerte.
El doctor Urbino justificaba su propia debilidad con argumentos de crisis, sin preguntarse siquiera si no estaban en contra de su iglesia. No admitía que los conflictos con la esposa tuvieran origen en el aire enrarecido de la casa, sino en la naturaleza misma del matrimonio: una invención absurda que sólo podía existir por la gracia infinita de Dios. Estaba contra toda razón científica que dos personas apenas conocidas, sin parentesco alguno entre sí, con caracteres distintos, con culturas distintas, y hasta con sexos distintos, se vieran comprometidas de golpe a vivir juntas, a dormir en la misma cama, a compartir dos destinos que tal vez estuvieran determinados en sentidos divergentes. Decía: “El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”. Peor aún el de ellos, decía, surgido de dos clases antagónicas, y en una ciudad que todavía seguía soñando con el regreso de los virreyes. La única argamasa posible era algo tan improbable y voluble como el amor, si lo había, y en el caso de ellos no lo había cuando se casaron, y el destino no había hecho nada más que enfrentarlos a la realidad cuando estaban a punto de inventarlo.
Ese era el estado de sus vidas en la época del arpa. Habían quedado atrás las casualidades deliciosas de que ella entrara mientras él se bañaba, y a pesar de los pleitos, de las berenjenas venenosas, y a pesar de las hermanas dementes y de la madre que las parió, él tenía todavía bastante amor para pedirle que lo jabonara. Ella empezaba a hacerlo con las migajas de amor que todavía le sobraban de Europa, y ambos se iban dejando traicionar por los recuerdos, ablandándose sin quererlo, queriéndose sin decirlo, y terminaban muriéndose de amor por el suelo, embadurnados de espumas fragantes, mientras oían a las criadas hablando de ellos en el lavadero: “Si no tienen más hijos es porque no tiran”. De vez en cuando, al regreso de una fiesta loca, la nostalgia agazapada detrás de la puerta los tumbaba de un zarpazo, y entonces ocurría una explosión maravillosa en la que todo era otra vez como antes, y por cinco minutos volvían a ser los amantes desbraguetados de la luna de miel.
Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, sólo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.
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