Boris Vian - La espuma de los días

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A medio camino entre la fantasía surreal y la novela, La espuma de los días es un relato brillante y cargado de imaginación que narra dos historias de amor paralelas y el final de los sueños y la inocencia. Envueltos en las nubes irreales de su amor, los protagonistas dan la espalda al mundo real, que no obstante, no tardará en llegar a buscarles. Y las consecuencias de la exposición a la frialdad de la realidad sobre su amor no tardarán en salir a la luz.
Repleta de fantasía y humor, página tras página La espuma de los días es una novela amena y profunda al tiempo, cargada de connotaciones que trascienden a su, en principio, ingenua pulsión. Está escrita con la brillantez de la fantasía y la inspiración, de manera efectiva y divertida. Así que no veo razón para no leerla.

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– Lo lamento por usted -dijo Alise.

– ¿Que tenga un calambre?

– No -dijo Alise-, que no quiera usted aplazar la publicación.

– ¿Por qué?

– Le voy a explicar: Chik se gasta todo el dinero que tiene en comprar lo que usted escribe y ya no le queda nada de dinero.

– Haría mejor comprando otra cosa -dijo Jean-Sol-; yo, por ejemplo, no compro nunca mis libros.

– A él le gusta mucho lo que usted escribe.

– Está en su derecho -dijo Jean-Sol-. La decisión es suya.

– Está demasiado enredado en este asunto, creo yo -dijo Alise-. Yo también he tomado mi propia decisión, pero yo soy libre porque él ya no quiere que viva con él, así que, ya que usted no quiere retrasar la publicación, voy a matarle.

– Va a hacerme perder mis medios de subsistencia -dijo Jean-Sol-. ¿Cómo quiere que cobre mis derechos de autor estando muerto?

– Eso es asunto suyo -dijo Alise-; yo no puedo tenerlo todo en consideración, ya que lo que quiero ante todo es matarle a usted.

– Pero usted tiene que admitir que yo no puedo ceder a una razón como ésa -dijo Jean-Sol Partre.

– Lo admito -dijo Alise. Abrió su bolso y sacó de él el arrancacorazones de Chick que había cogido unos días antes del cajón de su escritorio.

– ¿Quiere abrirse el cuello de la camisa, por favor? -preguntó.

– Escuche -dijo Jean-Sol quitándose las gafas-, toda esta historia me parece una perfecta idiotez.

Él se desabotonó el cuello. Alise reunió todas sus fuerzas y, con gesto resuelto, hincó el arrancacorazones en el pecho de Partre. Él la miró, moría muy deprisa y lanzó una última mirada de asombro al comprobar que tenía el corazón en forma de tetraedro. Alise se puso muy pálida, ahora Jean -Sol Partre estaba muerto y el té se estaba enfriando. Cogió el manuscrito de la Enciclopedia y lo hizo pedazos, un camarero vino a limpiar la sangre y toda la porquería que se había formado con la sangre y la tinta de la estilográfica en la mesita rectangular. Pagó al camarero, abrió los dos brazos del arrancacorazones, y el corazón de Partre quedó sobre la mesa; plegó el brillante instrumento y lo volvió a meter en el bolso; después salió a la calle, llevando la cajita de cerillas que Partre guardaba en su bolsillo.

57

Alise se volvió. Una densa humareda llenaba el escaparate y la gente empezaba a mirar. Había tenido que encender tres cerillas antes de que se declarase el fuego: los libros de Partre no querían inflamarse. El librero yacía detrás de su escritorio. Su corazón, a su lado, comenzaba a arder, yya escapaban de él una llama negra y chorros retorcidos de sangre hirviendo. Las dos primeras librerías, trescientos metros atrás, llameaban, crujiendo y zumbando, y los libreros estaban muertos; todos los que habían vendido libros a Chick iban a morir de la misma manera y sus librerías arderían. Alise lloraba y se apresuraba. Se acordaba de los ojos de Jean-Sol Partre mirando su corazón. Al principio ella no quería matarle, sólo impedir la aparición de su nuevo libro y salvar a Chick de esa ruina que se iba elevando lentamente en torno suyo. Estaban todos aliados contra Chick, querían apoderarse de su dinero, se lucraban de su pasión por Partre, le vendían ropa vieja sin ningún valor y pipas con huellas digitales. Merecían la suerte que les esperaba. Vio a su izquierda un escaparate lleno de libros encuadernados en rústica y se detuvo, recobró el aliento y entró. El librero se acercó a ella.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó.

– ¿Tiene usted libros de Partre? -dijo Alise.

– Sí, desde luego -dijo el librero-; sin embargo, no puedo facilitarle de momento reliquias suyas. Las tengo todas reservadas para un buen cliente.

– ¿Chick? -dijo Alise.

– Sí – respondió el librero-, creo que se llama así.

– Ya no vendrá a comprarle más -dijo Alise.

Se aproximó a él y dejó caer el pañuelo. El librero se agachó, crujiendo, para recogerlo y ella le hincó el arrancacorazones en la espalda con un ademán rápido. Alise lloraba y temblaba otra vez; él se desplomó, la cara sobre el suelo, y ella no se atrevió a coger el pañuelo, que él agarraba con sus dedos. El arrancacorazones volvió a salir; entre sus brazos tenía el corazón del librero, muy pequeño y de color rojo claro. Separó los brazos del arrancacorazones y el corazón rodó cerca de su librero. Había que darse prisa. Cogió un montón de revistas, rasgó una cerilla, la lanzó debajo del mostrador y arrojó las revistas encima; precipitó después sobre las llamas una docena de libros de Nicolás Calas que había cogido de la estantería más próxima, y la llama se precipitó sobre los libros con una vibración caliente. La madera del mostrador humeaba y crujía, y la tienda estaba llena de vapores. Alise hizo caer una última ringlera de libros en el fuego y salió a tientas, quitó el puño del picaporte para que nadie pudiera entrar y echó a correr de nuevo. Le picaban los ojos yel pelo le olía a humo; corría y las lágrimas ya casi no corrían por sus mejillas, el viento las secaba rápidamente. Se aproximaba ahora al barrio en que vivía Chick; quedaban tan sólo dos o tres libreros, el resto no presentaba riesgo para él. Se volvió antes de entrar en la siguiente librería; lejos, detrás de ella, se veía ascender hacia el cielo grandes columnas de humo y la gente se apretujaba para ver funcionar los complicados aparatos del cuerpo de Bombeadores. Sus grandes coches blancos pasaron por la calle cuando ella cerraba la puerta. Los siguió con la vista a través de la luna del escaparate y el librero se acercó a preguntarle qué deseaba.

58

– Usted -dijo el senescal de la policía- se quedará aquí, a la derecha del portal, y usted, Douglas -continuó, volviéndose al segundo de los dos agentes gordos-, se pondrá a la izquierda y no dejarán entrar a nadie.

Los dos agentes designados empuñaron sus igualizadores y dejaron resbalar la mano derecha a lo largo del muslo derecho, con el cañón apuntando hacia la rodilla, en la posición reglamentaria. Se sujetaron el barboquejo del casco por debajo de la barbilla, que rebosaba por delante y por detrás de aquél. El senescal entró en el edificio, seguido de los cuatro agentes delgados; colocó de nuevo a uno a cada lado del portal con la misión de no dejar salir a nadie. Se dirigió hacia la escalera seguido de los dos delgados que quedaban. Se parecían entre sí; los dos tenían la tez muy morena, los ojos negros y los labios delgados.

59

Chick detuvo el tocadiscos para cambiar los dos que acababa de escuchar simultáneamente de cabo a rabo. Cogió discos de otra serie; de debajo de uno de ellos salió una foto de Alise que creía haber perdido. Era de tres cuartos de perfil, iluminada por una luz difusa y, al parecer, el fotógrafo debía de haber puesto un proyector por detrás de ella para iluminar la parte superior de sus cabellos. Cambió los discos y se quedó con la foto en la mano. Echó un vistazo por la ventana y comprobó que nuevas columnas de humo ascendían más cerca de su casa. Escucharía los discos que había puesto y luego bajaría a ver al librero de al lado. Se sentó. Su mano llevó la foto ante sus ojos. Mirándola con más atención, se parecía a Partre. Poco a poco, sobre la imagen de Alise se fue formando la de Partre y éste sonrió a Chick; seguro que le dedicaría lo que quisiera. Subían pasos por la escalera, escuchó y resonaron golpes en su puerta. Dejó la foto, paró el tocadiscos y fue a abrir. Ante él vio el mono de cuero negro de uno de los agentes, siguió el segundo y el senescal de la policía entró el último; sobre su uniforme rojo y su casco negro brillaban reflejos fugaces en la penumbra del rellano.

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