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Carlos Fuentes: Gringo Viejo

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Carlos Fuentes Gringo Viejo

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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, misántropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesión, se despidió de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parecían indignas de él. En cambio, ser ajusticiado ante un paredón mexicano… Ah -escribió en su última carta-, ser un gringo en México, eso es eutanasia. «Entró en México en noviembre y no se volvió a saber de él. El resto es ficción.» Ésta es la asombrosa reconstrucción de lo que podría haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atrás, esta novela es ante todo una reflexión sobre la identidad, la búsqueda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», unión y separación.

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– ¿Quién eres, gringo? ¿Otro periodista? -dijo el hombre con mirada de ranura, columpiando las piernas envueltas en polainas de cuero, desde la apertura del carro extraviado-. ¿O quieres vendernos parque?

– Este hombre vino aquí buscando la muerte -quiso decirle Inocencio Mansalvo a su jefe, pero la Garduña le tapó a tiempo la boca: ella quería ver si era cierto lo que los tres amigos pensaron al verlo llegar. El niño de once años guió al caballo del extranjero.

El viejo movió negativamente la cabeza y dijo que había venido a unirse al ejército de Villa.

– Quiero pelear.

Los ojos de ranura se abrieron un poquito; la máscara de polvo se quebró entonces con alegría. La Garduña coreó la risa y se la contestaron las mujeres vestidas con faldas largas y rasgadas que salieron de la cocina en un extremo del furgón, envueltas en los rebozos, a ver de qué se reía tanto el general.

– ¡Viejo! ¡Viejo! -se rió el joven general-. ¡Estás demasiado viejo! ¡Vete a regar tu jardín, viejo! ¿Qué haces aquí? No necesitamos lastres. A los prisioneros de guerra los matamos pa no andarlos arrastrando. Este es un ejército de guerrilleros, ¿entiendes?

– Vine a pelear -dijo el gringo.

– Vino a morirse -dijo Inocencio.

– Nos movemos de prisa y sin hacer ruido; tu pelo brillaría de noche como una llamarada blanca, viejo. Anda, vete, éste es un ejército, no un asilo de ancianos.

– Ande, pruébeme -dijo el viejo y lo dijo muy frío, recuerda el coronelito Frutos García.

Las mujeres hacían ruidos de pájaros pero ahora se quedaron calladas cuando el general miró al viejo con la misma frialdad con que el viejo habló. El general sacó su larga pistola Colt. El viejo no se movió de la silla. Entonces el general le tiró la pistola y el viejo la agarró en el aire.

Volvieron a esperar. El general metió la mano en el hondo bolsillo del pantalón de campo, sacó un peso de plata reluciente, ancho como un huevo y plano como un reloj y lo echó al aire, alto y recto. El viejo esperó sin moverse hasta que la moneda descendió a un metro de la nariz del general; entonces disparó rápidamente; las mujeres gritaron; la Garduña miró a las demás mujeres; el coronelito y Mansalvo miraron a su jefe; sólo el niño miró al gringo.

El general apenas movió la cabeza. El niño corrió a buscar la moneda, la recogió del polvo, frotó su forma apenas doblada contra la cartuchera y se la devolvió al general. Había un hoyo perfecto atravesando el cuerpo del águila.

– Quédate la moneda, Pedrito, tú nos lo trajiste -sonrió el general y la pieza de plata hasta le quemó los dedos-. Yo creo que nomás una Colt.44 puede atravesar un peso de éstos, que fue mi primer tesoro. Te lo ganaste, Pedrito, te digo que te lo quedes.

– Este hombre vino a morirse -dijo Mansalvo.

– Ya no sé si es hombre santo -dijo la Garduña oliendo sus flores.

– ¿Qué viene a hacer un gringo a México? -se preguntó el coronelito.

"Sus ojos venían llenos de oraciones", y si el gringo viejo no leyó las mentes de quienes lo miraron descender de las montañas metálicas al desierto, sí repitió sus propias palabras escritas para anunciarles desde lejos que "este pedazo de humanidad, este ejemplo de agudas sensaciones, esta fabricación de hombre y bestia, este humilde Prometeo, venía rogando, sí, implorando el bien de la nada.

"A la tierra y al cielo por igual, a la vegetación del desierto, a los seres humanos que lo vieron llegar, esta encarnación sufriente les dirigía una oración silenciosa:

-He venido a morir. Denme ustedes el tiro de gracia. "

V

El gringo viejo sonrió cuando el general Tomás Arroyo se sopló el mechón de pelo cobrizo que le cubría los ojos, adelantando el labio inferior para sacar el aire antes de decir su nombre y plantársele en jarras al extranjero.

– Yo soy el general Tomás Arroyo.

El nombre propio salió disparado por delante, pero su flecha personal era el título militar y a partir de ese momento el gringo sabía que todos los lugares comunes del machismo mexicano le iban a ser arrojados sobre la blanca cabeza, uno tras otro, para ver hasta dónde podían llegar con él, probarlo, sí, pero también disfrazarse ante él, no mostrarle a él sus caras verdaderas.

Lo vitorearon después de la hazaña de la Colt y le regalaron un sombrero de alas anchas; le obligaron a comer tacos de criadillas con chile serrano y moronga; le mostraron la botella de mezcal para espantar payos, con un gusanito asentado en la base del licor.

– Conque tenemos un general gringo con nosotros.

– Oficial cartógrafo -dijo el viejo-. Noveno Regimiento de Voluntarios de Indiana. Guerra civil norteamericana.

– ¡La guerra civil! Pero si eso pasó hace cincuenta años, cuando aquí andábamos defendiéndonos de los franceses.

– ¿Qué tienen los tacos?

– Testículos de toro y sangre, general indiano. Las dos cosas las vas a necesitar si entras al ejército de Pancho Villa.

– ¿Qué tiene el alcohol?

– No te preocupes, general indiano. El gusanito no está vivo. Nomás le alarga la vida al mezcalito.

Las soldaderas le dieron los tacos. Arroyo y los muchachos se miraron entre sí sin expresión alguna. El gringo viejo comió en silencio, tragándose enteros los chiles, sin que los ojos le lloraran o la cara se le pusiera roja.

– Los gringos se quejan de que en México se enferman del estómago. Pero ningún mexicano se muere de diarrea por comer o beber en su propio país. Es como la botella esta -dijo Arroyo-. Si la botella y tú cargan al gusanito toda la vida, los dos se hacen viejos muy a gusto. El gusano se come algunas cosas y tú te comes otras. Pero si sólo comes cosas como las que yo vi en El Paso, comida envuelta en papel y sellada pa que no la toquen ni las moscas, entonces el gusano te ataca porque ni tú lo conoces a él, ni él te conoce a ti, general indiano.

Pero el gringo viejo decidió esperar con toda la paciencia de sus antepasados protestantes, desapasionados y salvados de antemano por su fe, a que el general Tomás Arroyo le ofreciera una cara desconocida al mundo.

Estaban en el carro privado del general, que al gringo viejo le pareció como el interior de uno de los prostíbulos que le gustaba frecuentar en Nueva Orleáns. Se sentó en un sillón hondo, de terciopelo rojo, y acarició con sorna las borlas de las cortinas de lamé dorado. Los candelabros que colgaban precariamente sobre sus cabezas tintinearon cuando el tren empezó a arrancar bufando y el joven general Arroyo se echó el vaso de mezcal y el viejo lo imitó sin decir palabra. Pero a Arroyo no se le había escapado la mirada sardónica del viejo cuando observaba el suntuoso carruaje con sus paredes laqueadas y sus techos acolchados. El gringo viejo estaba frenando todo el tiempo su capacidad de juego, su ironía, diciéndose a cada rato: "Todavía no."

Lo raro es que entonces sintió, desde el principio, que debía meterle rienda a otro sentimiento, y éste era el de afecto paternal hacia Arroyo. Quería frenar los dos, pero Arroyo sólo se dio cuenta (o sólo quiso darse cuenta) de la mirada de burla retenida. Sus ojos se perdieron detrás de las angostas ranuras y el tren pareció decidir que esta vez no iba a quedarse parado. Agarró velocidad pareja, abriéndose paso por el desolado atardecer del desierto, alejándose de las montañas que aún daban pruebas de la lucha titánica en la que unas engendraron a las otras, metiéndose los hombros unas a otras y sosteniéndose entre sí, a veces a regañadientes, apoyando sus inmensas torres, coronadas al atardecer de rojo y oro, estriadas en sus vastos cuerpos azules y verdes. Ahora el mar silencioso del desierto estaba a sus pies y el viejo, desde la ventanilla, podía nombrar y distinguir el crecimiento culpable del fustete, que en inglés se llamaba el árbol del humo.

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