¿Qué le dijo el gringo a miss Harriet anoche? Llegó como institutriz a una hacienda que ya no existe, que nunca vio, a enseñarles el inglés a niñitos a los que no conoció, ni supo cómo fueron, o si existieron siquiera.
– Se aburrían -dijo Arroyo con palabras pesadas y secas en esta tierra sin ríos.
Se aburrían: los señoritos de la hacienda sólo venían aquí de vez en cuando, de vacaciones. El capataz les administraba las cosas. Ya no eran los tiempos del encomendero siempre presente, al pie de la vaca y contando los quintales. Cuando venían, se aburrían y bebían coñac. También toreaban a las vaquillas. También salían galopando por los campos de labranza humilde para espantar a los peones doblados sobre los humildes cultivos chihuahuenses, de lechuguilla, y el trigo débil, los frijoles, y los más canijos les pegaban con los machetes planos en las espaldas a los hombres y se llevaban a las mujeres y luego se las cogían en los establos de la hacienda, mientras las madres de los jóvenes caballeros fingían no oír los gritos de nuestras madres y los padres de los jóvenes caballeros bebían coñac en la biblioteca y decían son jóvenes, es la edad de la parranda, más vale ahora que después. Ya sentarán cabeza. Nosotros hicimos lo mismo.
Arroyo ya no señalaba hacia la tierra maldita. Ahora obligó a Harriet a mirar las ruinas incendiadas de la hacienda. Ella no resistió físicamente porque no resistió mentalmente. Le estaba concediendo a Arroyo lo que era de Arroyo, se dijo el viejo embriagado por la hazaña militar, el gusano literario resurrecto, el deseo de la muerte, el miedo a morir desfigurado: los perros, las navajas; el recuerdo del dolor ajeno cuando se convirtió en dolor propio; el miedo de morir asfixiado por el asma; las ganas de morir por mano ajena. Todo esto al mismo tiempo: "Quiero ser un cadáver bien parecido."
– Yo soy el hijo de la parranda, el hijo del azar y la desgracia, señorita. Nadie defendió a mi madre. Era una muchachita. No estaba casada ni tenía quien la defendiera. Yo nací para defenderla. Mire, miss. Nadie defendía a nadie aquí. Ni siquiera a los toros. Castrar toros, eso sí que era más excitante que cogerse campesinas. Vi cómo les brillaban los ojos al castrar y gritar: ¡Buey, buey!
Tenía a Harriet tomada de los hombros y ella no resistía porque sabía que Arroyo a nadie le hablaba así y quizás porque entendía que lo que decía Arroyo era cierto sólo porque el general ignoraba al mundo.
– ¿Que quién me nombró general? Te lo voy a decir, La desgracia me nombró general. El silencio y callarme. Aquí te mataban si te oían hacer ruidos en la cama. Los hombres y las mujeres que gemían al acostarse juntos eran azotados. Era una falta de respeto a los Miranda Ellos eran gente decente. Nosotros amamos y parimos sin voz, señorita. En vez de voz, yo tengo un papel. Pregúntale a tu amigo el viejo. ¿Te está cuidando bien? -dijo Arroyo pasando sin solución de continuidad del drama a la comedia.
– La venganza -dijo Harriet sin hacerle caso-, la venganza lo mueve. Este es su monumento a la venganza, pero también al desprecio a su propio pueblo. La venganza no se come, general.
– Pregúntales a ellos entonces -dijo Arroyo señalando a su gente.
(Le dijo el bravo Inocencio Mansalvo: -No me gusta la tierra, señorita. Le mentiría si le dijera esto. No quiero pasarme la vida agachado. Quiero que se destruyan las haciendas y se deje libres a los campesinos, para que puédamos ir a trabajar donde quiéramos , en la ciudad o en el norte, en su país, señorita. Y si no, yo no me cansaré nunca de pelear. Agachado así, nomás no: quiero que me miren la cara.)
(Le dijo la Garduña:-Mi padre era bien terco. Se plantó de guardia en nuestra pobre tierra de temporal. Vino la guardia blanca de la hacienda y mató a mi papá y a mi mamá, que esperaba un hermanito o hermanita, vaya a saber… Yo era chiquitita y me pude esconder debajo de una cazuela. Unos vecinos me mandaron a Durango a vivir con mi tía soltera doña Josefa Arreola. Un día pasó la revolución y un muchacho gritó, se mostró, se movió frente a mis ojos… Ay mi papá, ay mi mamá, ay mi pobre angelito muerto…)
(Le dijo el coronel Frutos García: -Nos ahogábamos en esos pueblos de la provincia, señorita Winslow. Hasta el aire estaba siempre de luto allí. Usted aquí ve a veces pueblo pueblo, viejos cuatreros, campesinos que no tuvieron otra o que de plano les gusta el mitote. Pero véame a mí que soy hijo de comerciante y pregúntese cuántos como yo han tomado las armas y apoyan la revolución y le estoy hablando de profesionistas, escritores, profesores de escuela, industriales pequeños. Podemos gobernarnos a nosotros mismos, se lo aseguro, señorita. No queremos más un mundo dominado por los caciques, la sacristía y las aristocracias ridículas que aquí siempre hemos tenido. ¿Usted no nos cree capaces, pues? ¿O sólo le teme a la violencia que antecede a la libertad?)
– Pregúntales a ellos, entonces -dijo Arroyo señalando su gente; le dio la espalda a Harriet, alejándose con orgullo, con la cabeza ladeada.
Desde la plataforma del pullman el viejo vio y oyó e imaginó. "¿Cuál es el pretexto más hondo para amar? ¿Se diferencia del pretexto para actuar?"
Entendió, sin embargo, que Arroyo le estaba demostrando de lejos "lo que traía en la cabeza" en vez de un alfabeto.
Estaba un poquito pasado de copas, pero la recibió en la plataforma del carro, le ofreció el brazo como un caballero de la antigua usanza y todos sus conflictos se resolvieron en este hecho que era la presencia de una mujer joven y bella cerca de él, en disposición amena, social, lejos de las decisiones pospuestas: después de todo, la vida…
Ella aceptó la copita de tequila.
– ¡Bueno! -suspiró Harriet Winslow en situación de norteamericana en compañía de un paisano al atardecer y frente a una copa reconfortante-. Usted sabe que no es fácil dejar atrás Nueva York. Washington en realidad no es una ciudad, sino un lugar de paisaje. Los actores principales cambian tan a menudo -se rió quedamente y el viejo se preguntó si esta conversación tenía lugar al caer la noche sobre un desierto salvaje en México.
– ¿Por qué dejó usted Nueva York? -preguntó el viejo.
– ¿Por qué nos dejó Nueva York a nosotros? -ella expresó suavemente su alegría otra vez y el viejo se dijo que quizás la embriaguez de Harriet era anterior a la de él, y más vertiginosa. Y él sólo quería preguntarle de nuevo: "¿Te viste en los espejos al entrar al salón de baile?"
Pero se dio cuenta, en una mirada furtiva de la mujer que minutos atrás estaba de hecho en brazos de un hombre joven y extraño, de que ella prefería no hablarle sobre eso, pero tampoco quería parecer torpe e interrogarlo sobre su propia vida: esa mañana la norteamericana había visto la maleta abierta del viejo, un par de libros en inglés, ambos del mismo autor, y un ejemplar del Quijote; y ahora, junto a la copa, unas cuartillas y un lápiz mocho. Era más fácil para los dos, ahora, hablar de ella, de su pasado. El viejo había luchado; pudo haber muerto. Ella bebió a sorbos y le dijo en silencio sé que luchaste hoy, se te ve un entusiasmo en la cara, no te negaría un poco de candor y un poco de calor tampoco. Por eso prefirió hablar de ella y contestar así a la pregunta insistente del viejo:
– Tantas cosas quedaron sin respuesta cuando mi papá se fue a Cuba. Yo tenía dieciséis años y él nunca regresó.
Le contó que la historia de su familia era curiosa, parecía inventada, sobre todo "si se la cuento aquí". Su tío abuelo, en los cuarentas del siglo pasado, era uno de los hombres más ricos de Nueva York. Se sentía orgulloso de su hijo y lo envió a Europa a hacerse hombre. Pero también, en señal de confianza paterna, le encargó comprar algunos "viejos maestros" de la pintura clásica. En cambio, "mi maravilloso tío Lewis" compró cosas que entonces nadie apreciaba: Giotto y los maestros primitivos. "¿Sabe usted? Mi tío abuelo Halston lo desheredó, creyó que su hijo se había burlado de él comprando unas pinturas crudas y horrendas, indignas de serles mostradas a las damas y caballeros en un salón de la mansión a orillas del Long Island Sound."
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