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Miguel Silva: Casas muertas

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Miguel Silva Casas muertas

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– Una vez -refería Hermelinda- estaba diciendo un sermón contra el egoísmo. ¡Ay, mi hijita!, y con la iglesia llena de beatas, delante de las señoritas viejas más decentes de Ortiz, lo terminó de esta manera: «Y esto del egoísmo lo he dicho también por ustedes, que nada le dieron a Dios, ni tampoco le dieron al diablo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén»… Y se bajó del púlpito. ¡Dios lo haya perdonado!

5

El señor Cartaya no veía el pasado de Ortiz a través de sus curas. Por el contrario, con todos ellos había tenido argumentos porque el señor Cartaya fue federalista en su adolescencia, liberal y crespista luego, masón siempre. Aún ahora, viejo y vacilante como andaba por el estrecho corredor oscuro de Vargas Vila que eran los únicos supervivientes de su biblioteca librepensadora.

A Carmen Rosa le placía particularmente la charla del señor Cartaya porque ninguno como él evocaba el fausto de otros tiempos. Había sido también músico de la banda, porque el Ortiz remoto tuvo banda y el señor Cartaya tocaba entonces la flauta bajo los robles de la plaza, como también la tocaba en la orquesta que regía los grandes bailes, y la hacía llorar en la procesión de la Dolorosa o estallar de pasodobles en las tardes de toros coleados.

A la casa del señor Cartaya se le había caído la mitad, no obstante haber sido en su origen una sólida construcción española de dos pisos, vigas de dura fibra, calicanto y ladrillos bien cocidos. Ahora lucía como seccionada por el mandoble de un gigante, como esas casas belgas partidas por los cañones alemanes que Carmen Rosa había visto en las postales aliadas de 1917. No es que fuera la casa de Cartaya porque éste la hubiera comprado o heredado, sino que pasó a ocuparla graciosamente cuando sus dueños la abandonaron y empezaron a poblarla los lagartijos y a espinarla los ñaragatos. A Cartaya se le nublaron los ojos. En aquella casa había tocado la flauta con toda el alma juvenil aventada en las notas del vals, confundido en la orquesta, mientras Isabel Teresa, rubia e hija de godos, educada en Caracas por monjas francesas, apenas se enteró de la existencia de un músico liberal y masón que casi desfallecía mientras tocaba la flauta y la miraba. Al poco tiempo se casó con el general Pulido y se marchó para siempre de Ortiz. Pero al pobre Cartaya le quedó aquel recuerdo, el de una sonrisa que le concedió Isabel Teresa, el de una mirada de los insólitos ojos verdes de Isabel Teresa, punzándole el corazón con la saña del ñaragato. Por eso ocupó la casa cuando ya nadie quiso habitarla, la limpió de sabandijas y de plantas salvajes y decidió esperar en ella la muerte, solterón y solo, fumando sus tabaquitos de a locha y adivinando su Renan con ojos ya cansinos. Hasta que llegó Carmen Rosa a preguntarle por los tiempos viejos.

– Ésta era la capital de Guárico, niña. La ciudad más poblada y más linda del Guárico, la rosa de los Llanos.

«Sol de los Llanos», por cierto, se llamaba la logia, y el señor Cartaya, que llegó a ser grado 33, se sentaba entre el doctor Vargas y Rosendo Martínez, para oírlos hablar de la Revolución Francesa o de Thiers y Gambetta. Era una logia pulcra y culta, ceremoniosa y caritativa, digna enemiga de su temible contendor el padre Franceschini.

El combate entre los masones y el cura paraba en un armisticio todos los años, el 30 de agosto, día de Santa Rosa. Por algo era ella la patrona del pueblo, la más primorosa de todos los pueblos del Llano. Ese día el señor Cartaya olvidaba su grado 33 para tocar la flauta, montado en el alto coro de la iglesia, mezclando sus notas afiladas con las del bronco corazón del órgano y con la voz de barítono napolitano del padre Franceschini. Y seguía tocando la flauta luego, señalando el rumbo a las tiernas voces de las Hijas de María, en todo el recorrido de la procesión. Y más tarde, bajo los robles de la plaza; y en el baile de gala hasta la madrugada y aun después del baile acompañando a los arrendajos del amanecer, cuando corría con generosidad el brandy, que todos los años corría.

– Ortiz echaba la casa por la ventana, niña. Y los orticeños nos fajábamos con los coleadores del bajo Guárico, con los Galleros del Calabozo y Zaraza, con los cantadores de Altagracia y La Pascua. Y en materia de fuegos artificiales, nadie podía con nosotros.

Medio siglo, ¡y qué medio siglo!, no había logrado marchitar el orgullo del señor Cartaya con respecto a los fuegos artificiales de Ortiz. El amanecer del día de Santa Rosa se anunciaba por el estampido de cohetes y cohetones, más madrugadores aún que las campanas de la iglesia. Apenas concluida la misa, ya estaban allí los triquitraques y los buscapiés, culebrillas rojas serpeando entre los zaguanes, asustando a las beatas con su chisporreteo, enredándose entre las piernas de «La Burriquita». Y al promediar la tarde, cuando Santa Rosa surgía linda y juvenil por el ancho portal de la iglesia, resonaba el trueno gordo de los voladores que ascendían desde Las Topias, Banco Arriba y El Polvero.

– Eran barrios del viejo Ortiz, niña -suspiraba Cartaya-. No intentes buscarlos ahora porque ni las ruinas quedan. Ahí mismito, tres cuadras más allá de la carretera, donde ahora no se ve sino paja seca y no se oye sino la escapada de las iguanas, se levantaban las casas de Las Topias, Banco Arriba y El Polvero, cuando Ortiz era ciudad…

Pero lo realmente grandioso era la noche. Para la noche de Santa Rosa reservaba el pueblo su atronante homenaje en luz y pólvora a la tierna patrona. Meses enteros pasaban el italiano Cecatto, su mujer y sus hijos, fabricando aquellos surtidores de llama que luego se abrían en la noche llanera. La girándula que daba vueltas enloquecidas y lanzaba chorros de luz en todas direcciones. El árbol de fuego que florecía de candela su ramazón hasta quedar convertido en el boceto otoñal del varillaje. El castillo de fuego que ardía entre estampidos como en una escena fantástica de guerra y vandalaje. El toro de fuego, resoplando llamas por las toscas narices de cartón, monstruo infernal batallando entre la hoguera que lo destruía.

– La última gran fiesta de Ortiz -precisaba el viejo Cartaya- fue en el 91, cuando Andueza preparaba el continuismo. Carlos Palacios, primo de Andueza, lanzó su candidatura a la presidencia del Guárico y lo festejó con bailes y terneras que hicieron época. En la plaza de Las Mercedes se levantó en siete días, con troncones de madera y piedras del río, un circo de toros. «Los Cimarrones» se llamaban los toreros que vinieron desde Caracas para la corrida. Y corrió el aguardiente como si hubiera sido lluvia del cielo. Y yo toqué la flauta tres días con sus noches. Y ni Andueza pudo reelegirse, ni Carlos Palacios llegó a presidir el Guárico, porque no se lo permitió mi general Joaquín Crespo, de Parapara.

Fueron los últimos destellos de «la rosa de los Llanos». Ya había pasado la fiebre amarilla pero el paludismo comenzaba a secarle las raíces a la ciudad llanera. Sin embargo, bajo la presidencia de Crespo, parapareño que es casi como decir orticeño, vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, debatiéndose contra un destino que estaba ya trazado. El doctor Núñez, secretario general de Crespo, había nacido en el propio Ortiz. En su casa, «La Niñera», se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo en persona en más de una ocasión. Cartaya recordaba al caudillo llanero, montado entre los tranqueros de la calle real.

– Y desde que lo mataron -concluía Cartaya- hubo que borrar del lenguaje venezolano la palabra «caudillo»…

6

En otras ocasiones el señor Cartaya se desviaba de los acontecimientos de proyección histórica, del acampar de guerrillas famélicas en las calles de Ortiz, de la descripción de festejos y ceremonias, para referir retazos de vidas de gentes de la región. Los héroes de esos relatos estaban todos muertos y sepultados, no en el humilde cementerio nuevo de tumbas encaladas sino en el viejo y lujoso camposanto cuyos altivos túmulos abandonados podían verse aún, asomados entre cujíes y chaparrales, si se caminaba un buen trecho desde la iglesia de Santa Rosa, rumbo al noroeste.

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