Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Llévame al ballenero -le dijo éste cuando el hombre iba a dar la orden de partir.

– Primero las galeras. Ésa es la orden del rey…

– ¡Llévame al ballenero! -lo instó Arnau. El barquero ladeó la cabeza. Los hombres de la barca empezaron a quejarse-. ¡Silencio! -gritó Arnau-. Me conoces. Tengo que llegar al ballenero. Barcelona…, tu familia depende de ello. ¡Todas vuestras familias pueden depender de ello!

El barquero miró el gran barco panzudo. Tenía que desviarse muy poco. ¿Por qué no? ¿Por qué iba a engañarlo Arnau Estanyol?

– ¡Al ballenero! -ordenó a los dos remeros.

En cuanto Arnau y Guillem se agarraron a las escalas que les lanzó el piloto del ballenero, el barquero puso rumbo a la siguiente galera.

– Los hombres a los remos -le ordenó Arnau al piloto cuando todavía no había pisado cubierta.

El hombre hizo un gesto a los remeros, que se colocaron de inmediato en sus bancos.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– A las tasques -contestó Arnau.

Guillem asintió.

– Alá, su nombre sea loado, quiera que te salga bien.

Pero si Guillem llegó a entender los propósitos de Arnau, no así el ejército y los ciudadanos de Barcelona. Cuando vieron cómo el ballenero se ponía en movimiento, sin soldados, sin hombres armados, rumbo a alta mar, alguien dijo:

– Quiere salvar su barco.

– ¡Judío! -gritó otro.

– ¡Traidor!

Muchos otros se sumaron a los insultos y, al poco rato, la playa entera era un clamor contra Arnau. ¿Qué se proponía Arnau Estanyol?, se preguntaron bastaixos y barqueros, todos con la mirada puesta en el barco panzudo que se movía lentamente, al ritmo de más de un centenar de remos que caían al agua para volver a subir, una y otra vez, una y otra vez.

Arnau y Guillem se colocaron en proa, en pie, con la atención puesta en la armada castellana, que empezaba a acercarse peligrosamente, pero cuando pasaron junto a las galeras catalanas, una lluvia de flechas los obligó a esconderse. Volvieron a ponerse en pie cuando estuvieron fuera de su alcance.

– Saldrá bien -le dijo Arnau a Guillem-. Barcelona no puede caer en manos de ese canalla.

Las tasques , una cadena de bancos de arena paralela a la costa que impedía la entrada de las corrientes marítimas, eran la única defensa natural del puerto de Barcelona, al tiempo que suponían un peligro para los barcos que intentaban arribar a él. Una sola entrada, a modo de canal con suficiente calado, permitía el paso de las naves; si no era a través de él, los barcos embarrancaban en los bajíos.

Arnau y Guillem se acercaron a las tasques dejando tras de sí miles de gargantas de las que salían los más obscenos insultos. Los gritos de los catalanes habían logrado incluso acallar el repique de campanas.

«Saldrá bien», repitió Arnau esta vez para sí. Después ordenó al piloto que los remeros dejasen de bogar. Cuando el centenar de remos se alzó por encima de la borda y el ballenero se deslizó en dirección a las tasques , los insultos y gritos comenzaron a menguar hasta que el silencio reinó en la playa. La armada castellana seguía acercándose. Por encima de las campanas, Arnau oyó cómo la quilla del barco se deslizaba hacia los bajíos.

– ¡Tiene que salir bien! -masculló.

Guillem lo agarró del brazo y apretó. Era la primera vez que lo tocaba de aquella forma.

El ballenero continuó deslizándose, lentamente, muy lentamente. Arnau miró al piloto. «¿Estamos en el canal?», le preguntó con un simple gesto de sus cejas. El piloto asintió; desde que le ordenó que dejaran de remar sabía qué quería hacer Arnau. Toda Barcelona lo sabía ya.

– ¡Ahora! -gritó Arnau-. ¡Vira!

El piloto dio la orden. Los remos de babor se sumergieron en la mar y el ballenero empezó a girar en redondo hasta que la popa y la proa embarrancaron en las paredes del canal. La nave escoró.

Guillem apretó con fuerza el brazo de Arnau. Los dos se miraron y Arnau lo atrajo para abrazarlo mientras la playa y las galeras estallaban en vítores.

La entrada al puerto de Barcelona había sido clausurada. Desde la orilla, armado para la batalla, el rey miró al ballenero cruzado en las tasques . Nobles y caballeros permanecieron a su alrededor, en silencio, mientras el rey contemplaba la escena.

– ¡A las galeras! -ordenó al fin.

Con el ballenero de Arnau atravesado en las tasques , Pedro el Cruel organizó su armada en mar abierto. El Ceremonioso lo hizo tasques adentro y antes de que anocheciese, las dos flotas -la una de guerra, con cuarenta naves armadas y dispuestas, la otra pintoresca, con sólo diez galeras y decenas de pequeños barcos mercantes o de pesca cargados de ciudadanos- se encontraron la una frente a la otra, a lo largo de toda la línea de la costa portuaria, desde Santa Clara a Framenors. Nadie podía entrar ni salir de Barcelona.

Ese día no hubo batalla. Cinco de las galeras de Pedro III se dispusieron cerca del ballenero de Arnau, y por la noche, los soldados reales, iluminados por una luna resplandeciente, lo abordaron.

– Parece que la batalla girará en torno a nosotros -le comentó Guillem a Arnau, los dos sentados en cubierta, con la espalda apoyada en la borda, a refugio de los ballesteros castellanos.

– Nos hemos convertido en la muralla de la ciudad y todas las batallas empiezan en las murallas.

En aquel momento se les acercó un oficial real.

– ¿Arnau Estanyol? -preguntó. Arnau se hizo notar levantando una mano-. El rey os autoriza a abandonar el barco.

– ¿Y mis hombres?

– ¿Los convictos a galeras? -En la semioscuridad Arnau y Guillem pudieron comprobar la expresión de sorpresa del oficial. ¿Qué podía importarle al rey un centenar de convictos?-. Pueden ser necesarios aquí -salió del paso el oficial.

– En ese caso -dijo Arnau-, me quedo; es mi barco y son mis hombres.

El oficial se encogió de hombros y continuó ordenando sus fuerzas.

– ¿Quieres bajar tú? -le preguntó Arnau a Guillem.

– ¿Acaso no soy uno más de tus hombres?

– No, y bien lo sabes. -Los dos guardaron silencio durante unos instantes, mientras veían pasar sombras y oían las carreras de los soldados, que tomaban posiciones, y las órdenes a media voz, casi susurradas, de los oficiales-. Sabes que hace mucho tiempo que dejaste de ser esclavo -continuó Arnau-; sólo tienes que pedir tu carta de libertad y la tendrás.

Algunos soldados se apostaron junto a ellos.

– Id a las bodegas como los demás -les susurró uno de los soldados, intentando ocupar su sitio.

– En este barco vamos donde queremos -le contestó Arnau.

El soldado se inclinó sobre ambos.

– Perdón -se disculpó-. Todos os agradecemos lo que habéis hecho.

Y buscó otro sitio junto a la borda.

– ¿Cuándo querrás ser libre? -volvió a preguntar Arnau. -No creo que supiese ser Ubre.

Los dos se quedaron en silencio. Cuando todos los soldados abordaron el ballenero y ocuparon sus puestos, la noche empezó a transcurrir lentamente. Arnau y Guillem dormitaron entre toses y susurros de los hombres.

Al amanecer, Pedro el Cruel ordenó el ataque. La armada castellana se acercó a las tasques y los soldados del rey empezaron a disparar sus ballestas y a lanzar piedras con unos pequeños trabucos montados en las bordas y también con brigolas. La flota catalana hizo lo propio desde el otro lado de los bajíos. Se luchaba a lo largo de la línea costera, pero sobre todo junto al ballenero de Arnau. Pedro III no podía permitir que los castellanos abordaran la nave y varias galeras, incluida la real, tomaron posiciones junto a ella.

Muchos hombres murieron tras ser alcanzados por las saetas disparadas desde uno u otro lado. Arnau recordaba el silbido de las flechas cuando salían disparadas de su ballesta, apostado tras una roca frente al castillo de Bellaguarda.

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