Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– ¿Por qué quieres alejarme de ti? -le preguntó un día, con los ojos anegados en lágrimas.

– Yo… -titubeó Arnau-, ¡yo no quiero alejarte de mí!

Ella continuó llorando y buscó su hombro.

– No te preocupes -le dijo Arnau acariciando su cabeza-, nunca te obligaré a hacer algo que no quieras.

Y Mar seguía viviendo con ellos.

Aquel 9 de junio empezó a repicar una campana. Arnau dejó de trabajar. Al instante se sumó otra y al cabo de poco rato muchas más.

Via fora -comentó Arnau.

Salió a la calle. Los obreros de Santa María bajaban vertiginosámente de los andamios; albañiles y picapedreros salían por el portal mayor y la gente corría por las calles con el « Via fora !» en sus labios.

En aquel momento se encontró con Guillem, que caminaba deprisa, alterado.

– ¡Guerra! -gritó.

– Están llamando a la host -dijo Arnau.

– No…, no. -Guillem hizo una pausa para recobrar el aliento-. No es la host de la ciudad. Es la de Barcelona y todas sus villas y pueblos a dos leguas de distancia. No sólo son las de Barcelona.

Eran las de Sant Boi y Badalona. Las de Sant Andreu y Sarrià; Provençana, Sant Feliu, Sant Genis, Cornellà, Sant Just Desvern, Sant Joan Despí, Sants, Santa Coloma, Esplugues, Vallvidrera, Sant Martí, Sant Adrià, Sant Gervasi, Sant Joan d'Horta… El repique de campanas atronaba Barcelona hasta dos leguas de distancia.

– El rey ha invocado el usatge princeps namque -continuó Guillem-. No es la ciudad. ¡Es el rey! ¡Estamos en guerra! Nos atacan. El rey Pedro de Castilla nos ataca…

– ¿Barcelona? -lo interrumpió Arnau.

– Sí. Barcelona.

Los dos entraron corriendo en la casa.

Cuando salieron, Arnau equipado como cuando sirvió a Eixi-mèn d'Esparça, se dirigieron a la calle de la Mar para llegar a la plaza del Blat; sin embargo la gente bajaba por la calle gritando el Via fora , en lugar de subir por ella.

– ¿Qué…? -intentó preguntar Arnau sujetando por el brazo a uno de los hombres armados que corrían calle abajo.

– ¡A la playa! -le gritó el hombre deshaciéndose de su mano-. ¡A la playa!

– ¿Por mar? -se preguntaron Arnau y Guillem el uno al otro.

Los dos se sumaron a la multitud que corría hacia la playa.

Cuando llegaron, los barceloneses empezaban a arremolinarse en ella con la vista puesta en el horizonte, armados con sus ballestas y el repique de campanas en sus oídos. El « Via fora !» fue perdiendo fuerza y los ciudadanos terminaron guardando silencio.

Guillem se llevó la mano a la frente para protegerse del fuerte sol de junio y empezó a contar las naves: una, dos, tres, cuatro…

El mar estaba en calma.

– Nos destrozarán -oyó Arnau a sus espaldas.

– Arrasarán la ciudad.

– ¿Qué podemos hacer nosotros contra un ejército?

Veintisiete, veintiocho… Guillem seguía contando.

«Nos arrasarán», repitió Arnau para sí. ¿Cuántas veces había hablado de ello con mercaderes y comerciantes? Barcelona estaba indefensa por mar. Desde Santa Clara hasta Framenors, la ciudad se abría al mar, ¡sin defensa alguna! Si una armada llegase a entrar en puerto…

– Treinta y nueve y cuarenta. ¡Cuarenta barcos! -exclamó Guillem.

Treinta galeras y diez leños, todos armados. Era la armada de Pedro el Cruel. Cuarenta naves cargadas de hombres curtidos, de expertos guerreros, contra unos ciudadanos convertidos de súbito en soldados. Si lograban desembarcar se lucharía en la misma playa, en las calles de la ciudad. Arnau sintió un escalofrío al pensar en las mujeres y los niños…, en Mar. ¡Los derrotarían! Saquearían. Violarían a las mujeres. ¡Mar! Se apoyó en Guillem al volver a pensar en ella. Era joven y bella. La imaginó en poder de los castellanos, gritando, pidiendo ayuda… ¿Dónde estaría él entonces? La playa continuaba llenándose de gente. El propio rey acudió a ella y empezó a dar órdenes a sus soldados.

– ¡El rey! -gritó alguien.

¿Y qué podía hacer el rey?, estuvo a punto de replicar Arnau. Desde hacía tres meses, el rey se hallaba en la ciudad preparando una armada para acudir en defensa de Mallorca, a la que Pedro el Cruel había amenazado con atacar. En el puerto de Barcelona sólo había diez galeras -el resto de la flota estaba aún por llegar- ¡y lucharían en el mismo puerto!

Arnau negó con la cabeza con la vista fija en las velas que poco a poco se acercaban a la costa. El de Castilla había logrado engañarlos. Desde que empezó la guerra, hacía ya tres años, las batallas y las treguas se habían ido alternando. Pedro el Cruel atacó primero el reino de Valencia y después el de Aragón, donde tomó Tarazona, con lo que amenazó directamente a Zaragoza. La Iglesia intervino y Tarazona se entregó al cardenal Pedro de la Jugie, quien debía arbitrar a cuál de los dos reyes correspondía la ciudad. También se firmó una tregua de un año, que no incluía, empero, las fronteras de los reinos de Murcia y Valencia.

Durante la tregua, el Ceremonioso logró convencer a su hermanastro Ferrán, aliado entonces del de Castilla, para que lo traicionase y, tras hacerlo, el infante atacó y saqueó el reino de Murcia hasta llegar a Cartagena.

Desde la misma playa, el rey Pedro ordenó que se aparejasen las diez galeras y que los ciudadanos de Barcelona y los de las villas colindantes, que ya empezaban a llegar a la playa, embarcasen junto a los pocos soldados que lo acompañaban. Todas las barcas, pequeñas o grandes, mercantes o de pesca, debían salir al encuentro de la armada castellana.

– Es una locura -comentó Guillem observando cómo la gente se lanzaba a las barcas-. Cualquiera de esas galeras abordará nuestros barcos y los partirá en dos. Morirá mucha gente.

Todavía faltaba bastante para que la flota castellana llegara a puerto.

– No tendrá piedad -oyó Arnau a sus espaldas-. Nos destrozará.

Pedro el Cruel no tendría piedad. Su fama era de sobras conocida: ejecutó a sus hermanos bastardos, a Federico en Sevilla y a Juan en Bilbao, y un año después a su tía Leonor, tras tenerla presa durante todo ese tiempo. ¿Qué piedad podía esperarse de un rey que mataba a sus propios parientes? El Ceremonioso no mató a Jaime de Mallorca, a pesar de sus muchas traiciones y de las guerras que los habían enfrentado.

– Sería mejor organizar la defensa en tierra -le comentó Guillem, gritando y acercándose a su oído-; por mar es imposible hacerlo. En cuanto los castellanos superen las tasques , nos arrasarán.

Arnau asintió. ¿Por qué se empeñaba el rey en defender la ciudad por mar? Tenía razón Guillem, en cuanto superaran las tasques

– ¡Las tasques l -bramó Arnau-. ¿Qué barco tenemos en puerto…?

– ¿Qué pretendes?

– ¡Las tasques , Guillem! ¿No lo entiendes? ¿Qué barco tenemos?

– Aquel ballenero -le contestó señalando un inmenso y pesado barco panzudo.

– Vamos. No hay tiempo que perder.

Arnau echó a correr de nuevo hacia el mar, mezclado con la muchedumbre que hacía lo mismo. Miró hacia atrás para decirle a Guillem que acelerase el paso.

La orilla se había convertido en un hervidero de soldados y barceloneses, metidos en el agua hasta la cintura; unos intentaban subir a las pequeñas barcas de pesca que ya salían a la mar, otros esperaban que llegase algún barquero para que los llevase hasta cualquiera de las grandes naves de guerra o mercantes fondeadas en el puerto.

Arnau vio llegar a uno de ellos.

– ¡Vamos! -le gritó a Guillem metiéndose en el agua, tratando de adelantarse a todos los que se dirigían hacia la barca.

Cuando llegaron, la barca estaba a rebosar, pero el barquero reconoció a Arnau y les hizo un sitio.

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