Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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– Escúchame bien, Guillem. Nunca, por mal que estemos -le dijo Arnau-, por más que podamos necesitarlo, financiaremos una comanda de esclavos. Antes preferiría perder la cabeza a manos del magistrado municipal.

Después vieron cómo la galera, a fuerza de remos, abandonaba el puerto de Barcelona.

– ¿Por qué se va? -preguntó Arnau sin pensar-. ¿No aprovecha el tornaviaje para cargar mercaderías?

Guillem se volvió hacia él, negando imperceptiblemente con la cabeza.

– Regresará -aseguró-. Sólo sale a alta mar… para seguir descargando -añadió con voz entrecortada.

Arnau guardó silencio durante unos instantes, mirando cómo se alejaba la galera.

– ¿Cuántos mueren? -preguntó al fin.

– Demasiados -le contestó el moro con el recuerdo en un barco similar.

– ¡Nunca, Guillem! Recuérdalo, nunca.

36

1 de enero de 1354

Plaza de Santa María de la Mar

Barcelona

Como no iba a ser frente a Santa Maria, pensó Arnau mientras observaba desde una de las ventanas de su casa a toda Barcelona reunida y apiñada en la plaza, en las calles adyacentes, sobre los andamios, dentro de la iglesia incluso, con la atención puesta en un entarimado que había hecho levantar el rey. Pedro III no había elegido la plaza del Blat, ni la de la catedral, la lonja o las soberbias atarazanas que él mismo estaba construyendo, no. Había elegido Santa María, la iglesia del pueblo, aquella que se estaba levantando gracias a la unión y el sacrificio de todas sus gentes.

– No hay lugar en Cataluña entera que represente mejor que éste el espíritu de los habitantes de Barcelona -le comentó Arnau a Guillem aquella mañana, mientras miraban cómo los operarios levantaban el entarimado-.Y el rey lo sabe. Por eso lo ha elegido.

Arnau sacudió los hombros a causa de un escalofrío. ¡Toda su vida había girado alrededor de aquella iglesia!

– Nos costará dinero -se limitó a rezongar el moro.

Arnau se volvió hacia él, tentado de protestar, pero Guillem no apartó la mirada del entarimado y Arnau optó por no añadir nada más.

Habían transcurrido cinco años desde que abrieron la mesa de cambio. Arnau contaba treinta y tres, y era feliz…Y rico, muy rico. Llevaba una vida austera, pero sus libros acreditaban una considerable fortuna.

– Vamos a desayunar -lo instó poniendo la mano sobre su hombro.

Abajo, en la cocina, los esperaba Donaha con la niña, que la ayudaba a poner la mesa.

La esclava siguió preparando el desayuno, pero Mar, al verlos, corrió hacia ellos.

– ¡Todo el mundo habla de la visita del rey! -gritó-. ¿Podremos acercarnos a él? ¿Vendrán sus caballeros?

Guillem se sentó a la mesa con un suspiro.

– Viene a pedirnos más dinero -le explicó a la niña.

– ¡Guillem! -exclamó Arnau ante la expresión de perplejidad de Mar.

– Es cierto -se defendió el moro.

– No. No lo es, Mar -le dijo Arnau obteniendo el premio de una sonrisa-. El rey viene a pedirnos ayuda para conquistar Cerdeña.

– ¿Dinero? -preguntó la niña tras guiñarle un ojo a Guillem.

Arnau observó a la muchacha primero y después a Guillem; los dos le sonrieron con ironía. ¡Cuánto había crecido aquella niña! Ya era casi una muchacha, bella, inteligente, con un encanto capaz de encandilar a cualquiera.

– ¿Dinero? -repitió la muchacha interrumpiendo sus pensamientos.

– ¡Todas las guerras cuestan dinero! -se vio obligado a reconocer Arnau.

– ¡Ah! -dijo Guillem abriendo los brazos.

Donaha empezó a llenarles las escudillas.

– ¿Por qué no le cuentas -continuó Arnau cuando Donaha acabó de servir- que en realidad no nos cuesta dinero, que en realidad ganamos dinero?

Mar abrió los ojos hacia Guillem.

Guillem titubeó.

– Llevamos tres años de impuestos especiales -comentó, negándose a dar la razón a Arnau-, tres años de guerra que hemos costeado los barceloneses.

Mar apretó los labios en una sonrisa y se volvió hacia Arnau.

– Cierto -reconoció Arnau-. Hace exactamente tres años los catalanes firmamos un tratado con Venècia y Bizancio para hacer la guerra a Genova. Nuestro objetivo era conquistar Córcega y Cerdeña, que por el tratado de Agnani debían ser feudos catalanes y que sin embargo se encontraban en poder de los genoveses. ¡Sesenta y ocho galeras armadas! -Arnau alzó la voz-. Sesenta y ocho galeras armadas, veintitrés catalanas y el resto venecianas y griegas, se enfrentaron en el Bosforo a sesenta y cinco galeras genovesas.

– ¿Qué pasó? -preguntó Mar ante el repentino silencio de Arnau.

– No ganó nadie. Nuestro almirante, Ponç de Santa Pau, murió en la batalla y sólo volvieron diez de las veintitrés galeras catalanas. ¿Qué pasó entonces, Guillem? -El esclavo negó con la cabeza-. Cuéntaselo, Guillem -insistió Arnau.

Guillem suspiró.

– Los bizantinos nos traicionaron -recitó-, y a cambio de la paz, pactaron con Genova y les concedieron el monopolio exclusivo de su comercio.

– ¿Y qué más ocurrió? -insistió Arnau.

– Perdimos una de las rutas más importantes del Mediterráneo.

– ¿Perdimos dinero?

– Sí.

Mar seguía la conversación mirando a uno y otro. Hasta Donaha, junto al hogar, hacía lo propio.

– ¿Mucho dinero?

– Sí.

– ¿Más del que después le hemos dado al rey?

– Sí.

– Sólo si el Mediterráneo es nuestro, podremos comerciar en paz -sentenció Arnau.

– ¿Y los bizantinos? -preguntó Mar.

– Al año siguiente, el rey armó una flota de cincuenta galeras capitaneada por Bernat de Cabrera y venció a los genoveses en Cerdeña. Nuestro almirante apresó treinta y tres galeras y hundió otras cinco. Ocho mil genoveses murieron y tres mil doscientos más fueron capturados, ¡y sólo cuarenta catalanes perdieron la vida! Los bizantinos -continuó, con la mirada puesta en los ojos de Mar, brillantes de curiosidad- rectificaron y volvieron a abrir sus puertos a nuestro comercio.

– Tres años de impuestos especiales que todavía estamos pagando -apostilló Guillem.

– Pero si el rey ya tiene Cerdeña y nosotros el comercio con Bizancio, ¿qué viene a buscar ahora el monarca? -preguntó Mar.

– Los nobles de la isla, encabezados por un tal juez de Arbórea se han levantado en armas contra el rey Pedro y tiene que acudir a sofocar la revuelta.

– El rey -intervino Guillem- debería conformarse con tener las rutas comerciales abiertas y cobrar sus impuestos. Cerdeña es una tierra tosca y dura. Nunca llegaremos a dominarla.

El rey no reparó en boato para presentarse ante su pueblo. Sobre el entarimado, su corta estatura pasó inadvertida para la multitud. Vestía sus mejores galas, de un brillante rojo carmesí que brillaba al sol de invierno tanto como la pedrería que las adornaba. Para aquella ocasión no había olvidado portar la corona de oro ni, por supuesto, el pequeño puñal que siempre llevaba al cinto. Su séquito de nobles y cortesanos no le iba a la zaga y, al igual que su señor, vestían lujosamente.

El rey habló al pueblo y lo enardeció. ¿Cuándo se había dirigido un rey a los simples ciudadanos para explicarles qué pensaba hacer? Habló de Cataluña, de sus tierras y de sus intereses. Habló de la traición de Arbórea en Cerdeña y la gente levantó sus brazos y clamó venganza. El rey siguió enardeciendo al pueblo, con Santa María al frente, hasta que les solicitó la ayuda que necesitaba, le hubieran entregado a sus hijos si se los hubiera pedido.

La contribución salió de todos los barceloneses; Arnau pagó la cantidad que le correspondía como cambista de la ciudad y el rey partió hacia Cerdeña al mando de una flota de cien barcos.

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