Ildefonso Falcones - La Catedral del Mar

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Siglo XIV. La ciudad de Barcelona se encuentra en su momento de mayor prosperidad; ha crecido hacia la Ribera, el humilde barrio de los pescadores, cuyos habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, el mayor templo mariano jamás conocido: Santa María de la Mar.
Una construcción que es paralela a la azarosa historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en Barcelona, donde se convierte en ciudadano y, con ello, en hombre libre.
El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la catedral de la Mar, que le iba a llevar de la miseria del fugitivo a la nobleza y la riqueza. Pero con esta posición privilegiada también le llega la envidia de sus pares, que urden una sórdida conjura que pone su vida en manos de la Inquisición…
La catedral del mar es una trama en la que se entrecruzan lealtad y venganza, traición y amor, guerra y peste, en un mundo marcado por la intolerancia religiosa, la ambición material y la segregación social. Todo ello convierte a esta obra no solo en una novela absorbente, sino también en la más fascinante y ambiciosa recreación de las luces y sombras de la época feudal.

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Cuando los tres mercaderes se hubieron ido y nadie en la alhóndiga lo miraba, Guillem besó las letras de cambio, una, dos, mil veces.

Enfiló el camino de regreso a la mesa de cambio, pero a la altura de la plaza del Blat cambió de idea y se dirigió hacia la judería. Después de darle la noticia a Hasdai, anduvo hasta Santa María sonriendo al cielo y a la gente.

Cuando entró en la mesa de cambio se encontró a Arnau junto a Sebastià y un sacerdote.

– Guillem -lo saludó Arnau-, te presento al padre Juli Andreu. Es el sustituto del padre Albert.

Guillem se inclinó con torpeza ante el sacerdote. Más préstamos, pensó mientras lo saludaba.

– No es lo que te imaginas -le dijo Arnau. Guillem tanteó las letras de cambio que llevaba y sonrió. ¿Qué más daba? Arnau era rico. Sonrió de nuevo y Arnau malinterpretó su sonrisa-. Es peor de lo que te imaginas -afirmó con seriedad. «¿Qué puede ser peor que un préstamo hecho a la Iglesia?», estuvo tentado de preguntar el moro. Después saludó al prohombre de los bastaixos -. Tenemos un problema -concluyó Arnau.

Los tres hombres se quedaron mirando un rato al moro. «Sólo si Guillem lo acepta», había exigido Arnau pasando por alto las referencias que el cura había hecho a su condición de esclavo.

– ¿Te he hablado alguna vez de Ramon? -Guillem negó-. Ramon fue una persona muy importante en mi vida. Me ayudó…, me ayudó mucho. -Guillem seguía en pie, como correspondía a un esclavo-. Él y su esposa fallecieron de peste y la cofradía ya no puede hacerse cargo de su hija. Hemos estado hablando…, me han pedido…

– ¿Por qué me consultas, amo?

El padre Juli Andreu, esperanzado, se giró hacia Arnau.

– La Pia Almoina y la Casa de la Caritat no dan abasto -continuó Arnau-; ya ni siquiera pueden repartir pan, vino y escudella entre los menesterosos, como hacían a diario. La peste ha hecho estragos.

– ¿Qué es lo que deseas, amo?

– Me han propuesto ahijarla.

Guillem volvió a tantear las letras de cambio. «¡A veinte, podrías ahijar ahora!», pensó.

– Si tú lo deseas -se limitó a contestar.

– Yo no sé nada de niños -saltó Arnau.

– Sólo hay que darles cariño y un hogar -terció Sebastià-. El hogar lo tienes… y me da la impresión de que el cariño te sobra.

– ¿Me ayudarás? -preguntó Arnau a Guillem, sin escuchar a Sebastià.

– Te obedeceré en cuanto desees.

– No quiero obediencia. Quiero…, pido ayuda.

– Tus palabras me honran. La tendrás, de corazón -se comprometió Guillem-; toda la que necesites.

La niña, de seis años, se llamaba Mar, como la Virgen. En poco más de tres meses empezó a superar el golpe que supuso para ella la epidemia de peste y la muerte de sus padres. A partir de entonces ya no pudo oírse el tintineo de las monedas o el rasgar de la pluma sobre los libros de la mesa de cambio: las risas y los correteos llenaban la casa. Arnau y Guillem, sentados tras la mesa, la regañaban cuando lograba escapar de la esclava que Guillem compró para que cuidara de ella y se asomaba al local, pero luego, indefectiblemente, se miraban sonrientes el uno al otro.

Donaha, la esclava, fue mal recibida por Arnau.

– ¡No quiero más esclavos! -gritó interrumpiendo los argumentos de Guillem.

Pero entonces la muchacha, escuálida, sucia y con la ropa hecha jirones, se echó a llorar.

– ¿Dónde estará mejor que aquí? -le preguntó entonces Guillem a Arnau-. Si tanto te disgusta, prométele la libertad, pero entonces se venderá a otra persona. Necesita comer… y nosotros necesitamos a una mujer que se ocupe de la niña. -La muchacha se arrodilló frente a Arnau y éste trató de quitársela de encima-. ¿Sabes cuánto debe de haber sufrido esta niña? -Guillem entrecerró los ojos-. Si la devolviese…

Arnau, muy a su pesar, accedió.

Además de la esclava, Guillem encontró la solución al dinero obtenido por la venta de esclavos y, tras pagar a Hasdai como corresponsal en Barcelona de los vendedores, entregó los cuantiosos beneficios obtenidos a un judío de la confianza de Hasdai, de paso por Barcelona.

Abraham Leví se plantó una mañana en la mesa de cambio. Era un hombre alto y enjuto, con una barba blanca rala y vestido con una levita negra en la que destacaba la rodela amarilla. Abraham Leví saludó a Guillem y éste se lo presentó a Arnau. Cuando el judío se sentó frente a ellos, entregó a Arnau una letra de cambio por los beneficios obtenidos.

– Quiero depositar esta cantidad en vuestro establecimiento, maese Arnau -le dijo.

Arnau abrió desmesuradamente los ojos tras ver la cantidad.

Después le entregó el documento a Guillem, instándolo nerviosamente a que lo leyera.

– Pero… -empezó a decir mientras Guillem simulaba sorprenderse- esto es mucho dinero. ¿Por qué lo depositáis en mi mesa y no en la de uno de vuestros…?

– ¿Hermanos de fe? -lo ayudó el judío-. Siempre he confiado en Sahat. No creo que el cambio de nombre -dijo mirando al moro- haya modificado su capacidad. Salgo de viaje, un viaje muy largo, y quiero que seáis vos y Sahat quienes mováis mis dineros.

– Estas cantidades se remuneran con un cuarto por el simple hecho de depositarlas en la mesa, ¿no es así, Guillem? -El moro asintió-. ¿Cómo pagaremos vuestros beneficios si partís a ese viaje tan largo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con…?

«¿A qué vienen tantas preguntas?», pensó Guillem. No le había dado tantas instrucciones a Abraham, pero el judío se defendió con soltura.

– Reinvertidlos -le contestó-. No os preocupéis por mí. No tengo hijos ni familia y, allí adonde voy, no necesito dinero. Algún día, quizá lejano, dispondré de él o mandaré a alguien para que disponga. Hasta entonces no deberéis preocuparos. Seré yo quien se ponga en contacto con vos. ¿Os molesta?

– ¿Cómo iba a molestarme? -dijo Arnau. Guillem respiró-. Si es eso lo que queréis, así sea.

Cerraron la transacción y Abraham Leví se levantó.

– Debo despedirme de algunos amigos en la judería -añadió tras hacerlo de ellos.

– Os acompaño -dijo Guillem buscando la aprobación de Arnau, que consintió con un gesto.

Desde allí, los dos se dirigieron a un escribano y, ante él, Abraham Leví otorgó carta de pago del depósito que acababa de efectuar en la mesa de cambio de Arnau Estanyol, renunció a favor de éste a cualesquiera beneficios, en la forma que éstos fueran, que dicho depósito pudiera originar. Guillem volvió a la mesa de cambio con el documento escondido bajo sus ropas. Sólo era cuestión de tiempo, pensó mientras caminaba por Barcelona. Formalmente, aquellos dineros eran propiedad del judío, así constaba en los libros de Arnau, pero nunca nadie podría reclamárselos, pues el judío había otorgado carta de pago a su favor. Mientras, los tres cuartos de los beneficios que produjera aquel capital, que serían propiedad de Arnau, serían más que suficientes para que éste multiplicase su fortuna.

Aquella noche, cuando Arnau dormía, Guillem bajó a la mesa. Había localizado una piedra suelta en la pared. Protegió el documento envolviéndolo en un paño resistente y lo escondió tras la piedra, que fijó lo mejor que pudo. Algún día le pediría a uno de los albañiles de Santa María que la fijase mejor. La fortuna de Arnau descansaría allí hasta que pudiera confesarle de dónde procedía el dinero. Sólo era cuestión de tiempo.

De mucho tiempo, tuvo que corregirse Guillem un día que paseaban por la playa tras pasar por el Consulado de la Mar para solventar algunos asuntos. Barcelona seguía recibiendo esclavos; mercadería humana que los barqueros transportaban hasta la playa, hacinada en sus laúdes. Hombres y muchachos aptos para el trabajo, pero también mujeres y niños cuyos llantos obligaron a los dos hombres a desviar la mirada.

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