Carmen Laforet - Nada

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Nada es una novela escrita por Carmen Laforet en 1944, que ganó el Premio Nadal ese mismo año. Luego, en 1948 obtuvo el Premio Fastenrath de la Real Academia Española. Llamó la atención no solamente por la juventud de la escritora, que por aquel entonces tenía 23 años, sino también porque mostraba la sociedad de aquella época. Hay quien dice que la novela es autobiográfica. Aunque la novela contiene elementos biográficos, la autora misma escribe en su introducción al cuento dentro de la compilación llamada Novelas (Primera edición 1957 Barcelona, Editorial Planeta) lo siguiente: `No es, como ninguna de mis novelas, autobiográfica, aunque el relato de una chica estudiante, como yo fui en Barcelona, e incluso la circunstancia de haberla colocado viviendo en una calle de esta ciudad donde yo misma he vivido, haya planteado esta cuestión más de una vez`.
La protagonista de la novela es una joven, llamada Andrea, que llega a la ciudad de Barcelona en los años de la posguerra para estudiar y empezar una nueva vida. Llega con muchas ilusiones a casa de su abuela, de donde sólo tiene recuerdos de su infancia. Sin embargo al llegar allí -donde aparte de la abuela viven la criada, tía Angustias, su tío Román, su tío Juan y la mujer de este último- estos sueños se ven rotos. En esta casa padecen hambre, hay suciedad, violencia y odio. Andrea, que vive oprimida por su tía Angustias, siente que su vida va a cambiar a partir de que Angustias se marcha, pero las cosas no acaban de ir como a ella le gustaría. Sin embargo en la universidad conoce a Ena, una chica de la que se hará íntima amiga y desempeñará un papel importante en su vida, y junto con la que aprenderá lo que la vida y el mundo exterior pueden ofrecer.
La novela llega a crear una atmósfera tan asfixiante que consigue traspasar el papel y llegar al lector. Cuando ante toda esa miseria en una casa oscura, cerrada, sucia, maloliente y un ambiente opresivo, en esa especie de microcosmos, a alguno de los personajes le pregunta qué le pasa, qué piensa, qué siente, éste responde `Nada`.
Carmen Laforet se adelanta a su tiempo con una prosa intimista y fotográfica, en la que se describe perfectamente la Barcelona de la época.

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»-Tengo lo mejor de ti en casa. Te he robado tu encanto -luego concluyó impaciente: -¿Por qué has hecho esa estupidez, mujer? ¿Por qué eres como un perro para mí?

«Ahora, viendo las cosas a distancia, me pregunto cómo se puede alcanzar tal capacidad de humillación, cómo podemos enfermar así, cómo en los sentidos humanos cabe una tan grande cantidad de placer en el dolor… Porque yo estuve enferma. Yo he tenido fiebre. Yo no he podido levantarme de la cama en algún tiempo; así era el veneno, la obsesión que me llenaba… ¿Y dice usted que si conozco a Román? Lo he repasado en todos sus rincones, en todos sus pliegues durante días infinitos, solitarios… Mi padre estaba alarmado. Hizo averiguaciones, la criada habló de mis manías ¿Y este dolor de ser descubierta, destapada hasta los rincones más íntimos? Dolor como si arrancaran a tiras nuestra piel para ver la red de venas palpitando entre los músculos… Me. tuvieron un año en el campo. Mi padre dio dinero a Román para que se alejara de Barcelona una temporada para que no estuviera allí a mi vuelta, y él tuvo la desfachatez de aceptar y de firmar un recibo en el que el hecho constaba.

»Yo me acuerdo bien de aquella vuelta mía a Barcelona. Del lánguido cansancio del tren -no se puede usted imaginar la cantidad de mantas, de sombrereras, de guantes y velos que entonces necesitábamos para un viaje de cuatro horas-. Me acuerdo del gran automóvil de mi padre que nos esperaba en la estación, cuyos asientos saltaban haciéndonos chocar envueltas en nuestros peludos abrigos y nos ensordecía con el ruido del motor. Había pasado un año entero sin oír el nombre de Román y entonces cada árbol, cada gota de luz -de esa barroca, inconfundible luz de Barcelona- me traía su olor, hasta dilatarme las narices presintiéndolo…

»Mi padre me abrazó muy conmovido -porque yo también, como Ena, soy hija única entre varios hermanos varones-. Yo , en cuanto tuve ocasión, le dije que quería seguir mis lecciones de piano y de canto. Creo que fue lo primero que le dije.

»-Bueno. ¿No te da un poco de vergüenza correr así detrás de ese jovenzuelo?

»A mi padre le brillaban los ojos de cólera. ¿No conoce usted a mi padre? Tiene los ojillos más taimados y también más dulces que conozco.

»-¿Es que no hay otro hombre para ti? ¿Es que tienes que ser tú, mi hija, quien vaya detrás de un cazador de dotes?

»Aquellas palabras de mi padre hirieron todo lo que en mí había de orgullo de enamorada por el objeto de mi amor. Defendí a Román. Hablé de su genialidad, de su generosidad espléndida. Mi padre me escuchaba tranquilamente, y al final me dejó aquel recibo entre las manos.

»-Puedes mirarlo tú sola. No quiero estar delante.

»Nunca más se volvió a hablar de Román entre nosotros. Son curiosas las reacciones de nuestra alma. Estoy segura de que, ocultamente, aún hubiese pasado aquella nueva ofensa. Con los ojos de mis familiares puestos en mí, me pareció imposible seguir demostrando mi amor por aquel hombre. Fue como un encogimiento moral de hombros. Me casé con el primer pretendiente a gusto de mi padre, con Luis…

»Hoy día, ya lo sabe usted, Andrea, he olvidado toda esa historia y soy feliz.

A mí me estaba dando vergüenza escucharla. A mí, que oía diariamente los vocablos más crudos de nuestro idioma y que escuchaba sin asustarme las conversaciones de Gloria, cargadas del más bárbaro materialismo, me sonrojaba aquella confesión de la madre de Ena y me hacía sentirme mal. Era yo agria e intransigente como la misma juventud, entonces. Todo lo que aquello tenía de fracasado y de ahogado me repelía. El que aquella mujer contase sus miserias en alta voz casi me hacía sentirme enferma.

Al mirarla, vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

– Pero ¿cómo voy a explicar a Ena estas cosas, Andrea? ¿Cómo voy a contar a un ser tan querido lo que hubiera podido decir en un confesionario, mordida de angustia, lo que le he dicho a usted misma?… Ena sólo me conoce como un símbolo de serenidad, de claridad… Sé que no soportaría que esta imagen que ella ha endiosado estuviera cimentada en un barro de pasiones y de desequilibrio. Me querría menos… Y para mí es vital cada átomo de cariño suyo. Es ella la que me ha hecho tal como yo actualmente soy. ¿Cree usted que podría destruir su propia obra?… ¡Ha sido un trabajo tan delicado, callado y profundo entre las dos!

Los ojos se le oscurecían, se le achicaban las largas pupilas de gato. Su cara tenía una calidad vegetal, delicadísima: se envejecía llenándose de impalpables arrugas en un instante, o se expandía como una flor… No comprendía yo cómo había podido pensar que ella fuese fea.

– Mire, Andrea. Cuando Ena nació, yo no la quería. Era mi primer hijo y no lo había deseado, sin embargo. Los primeros tiempos de mi matrimonio fueron difíciles. Es curioso hasta qué punto pueden ser extraños dos seres que viven juntos y que no se entienden. Luis, afortunadamente para él, estaba tan ocupado todo el día que no tenía mucho tiempo de pensar en nuestra áspera intimidad. A pesar de todo, se encontraba descentrado también con una mujer que apenas hablaba. Me acuerdo de las miradas que dirigía al reloj, a mis zapatos, o a la alfombra en aquellas veladas interminables que pasábamos, él fumando y yo tratando de leer. Entre los dos había una distancia casi infinita y yo tenía el convencimiento de que con los años aquella separación se iría ahogando más y más. A veces yo le veía levantarse nervioso, llegar a la ventana. Al fin, acababa proponiéndome cualquier plan de diversión… Le gustaba que yo fuera perfectamente vestida, que nuestra casa resultara confortable y lujosa… Una vez que había alcanzado todo esto, no sabía el pobre qué era lo que le faltaba a nuestra vida.

»Si a veces me cogía la mano, con una sonrisa difícil, parecía asombrarse de aquella pasividad de mis dedos, que entre los suyos eran demasiado pequeños. Levantaba los ojos y toda su cara aparecía poseída de una angustia infantil al mirarme. En aquellos momentos yo sentía ganas de reírme. Era como una venganza por todo el fracaso de mi vida anterior. Me sentía yo fuerte y poderosa por una vez. Por una vez comprendía el placer que había hecho vibrar el alma de Román al mortificarme. Él me preguntaba:

»- ¿ Es que sientes nostalgia de España?

»Yo me encogía de hombros y le decía que no. Sobre nosotros resbalaban las horas cortando aprisa la tela de una vida completamente gris… No, Andrea, yo no deseaba entonces ningún hijo de mi marido. Y, sin embargo, vino. Cada tormento físico que sentía me parecía una nueva brutalidad de la vida añadida a las muchas que había tenido que soportar. Cuando me dijeron que era una niña, a mi desgana se unió una extraña congoja. No la quería ver. Me tendí en la cama volviendo la cara… Me acuerdo que era otoño y que detrás de mi ventana aparecía una tristísima mañana gris. Contra los cristales se empujaban, casi crujiendo, las ramas color de oro seco de un gran árbol. La criatura, cerca de mis oídos, empezó a gritar. Yo sentía remordimientos por haberla hecho nacer de mí, por haberla condenado a llevar mi herencia. Así, empecé a llorar con una debilitada tristeza de que por mi culpa aquella cosa gimiente pudiese llegar a ser una mujer algún día. Y así, movida por un impulso compasivo -casi tan vergonzoso como el que se siente al poner una limosna en las manos de cualquier ser desgraciado con quien nos tropezamos en la calle-, arrimé aquel pedazo de carne mía a mi cuerpo y dejé que para alimentarse chupara de mí y así me devorara y me venciera, por primera vez, físicamente…

»Desde aquel momento fue Ena más poderosa que yo; me esclavizó, me sujetó a ella. Me hizo maravillarme con su vitalidad, con su fuerza, con su belleza. Según iba creciendo, yo la contemplaba con el mismo asombro que si viera crecer en un cuerpo todos mis anhelos no realizados. Yo había soñado con la salud, con la energía, con el éxito personal que me había sido negado y los vi crecer en Ena desde que era una niñita. Usted sabe, Andrea, que mi hija es como una irradiación de fuerza y vida… Comprendí, humildemente, el sentido de mi existencia al ver en ella todos mis orgullos, mis fuerzas y mis deseos mejores de perfección realizarse tan mágicamente. Pude mirar a Luis con una nueva mirada, con la que ya podía apreciar todas sus cualidades porque las había visto antes reflejadas en mi hija. Fue ella, la niña, quien me descubrió la fina urdimbre de la vida, las mil dulzuras del renunciamiento y del amor, que no es sólo pasión y egoísmo ciego entre un cuerpo y alma de hombre y un cuerpo y alma de mujer, sino que reviste nombres de comprensión, amistad, ternura. Fue Ena la que me hizo querer a su padre, la que me hizo querer más hijos y -puesto que exigía ella una madre adecuada a su perfecta y sana calidad humana- quien me hizo, conscientemente, desprenderme de mis morbosidades enfermizas, de mis cerrados egoísmos… Abrirme a los demás y encontrar así horizontes desconocidos. Porque antes de que yo la creara, casi a la fuerza, con mi propia sangre y huesos, con mi propia amarga sustancia, yo era una mujer desequilibrada y mezquina. Insatisfecha y egoísta… Una mujer que preferiría morir antes de que Ena pudiese sospecharla en mí…

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