Yo contigo.
Tú conmigo.
Yo conmigo.
Tú contigo.
Nosotros, con el mundo.
Roberto sintió otra vez que le desbordaba la sorpresa. Ideas e imágenes de su vida reciente y pasada se agolpaban en su mente. La cabeza le estallaba, Laura escribía como si le hablara a él.
«Un camino para producir el transformador encuentro conmigo mismo.»
«La relación suma. Vale… la PENA.»
«El sentido de la pareja: no la salvación, sino el encuentro.»
Laura decía exactamente lo que él necesitaba escuchar, como si realmente lo conociera. De hecho el mail parecía escrito por su terapeuta de hacía años, para despertarlo del infinito letargo de su ignorancia sobre el significado de estar en pareja.
A lo mejor Laura ni siquiera era psicóloga, quizás ni siquiera se llamaba Laura. Acaso no tenía ni idea de lo que decía y en realidad solo transcribía párrafos de algún famoso libro o de una revista barata. Poco importaba. Lo cierto es que la claridad y la pertinencia del texto con relación a su vida actual volvieron a conmoverlo.
Pensaba en el encuentro de esa noche con Cristina. ¿Cómo transmitirle en palabras…? Algo se había acomodado en él de un modo diferente, algo se había movido de lugar. De eso estaba seguro.
Pero ¿puede acaso una carta de un desconocido ser tan reveladora? Él mismo no tenía respuesta a su pregunta. Sin embargo, intuía que algo misterioso y trascendente estaba ocurriendo.
Y de pronto se dio cuenta:
¡Sincronía!
Ésa era la palabra que había estado buscando despierto y dormido. Eso era lo que había logrado conmoverlo: la sincronización de los hechos.
Recordaba ahora claramente haber leído sobre esa idea de los Jungianos, la idea de que las cosas confluyen sincrónicamente en la vida para traer el mensaje necesario, el aprendizaje preciso, los recursos indispensables.
Y se acordó también de la frase mística:
«Sólo cuando el alumno está preparado el maestro aparece el maestro»
El maestro había aparecido. Sus mensajes llegaban electrónicamente y él no podía renunciar a su palabra. O mejor dicho: No quería.
Decididamente, no mandaría aquel mensaje a Laura.
"Sincronía", se dijo mientras copiaba el maíl en su procesador de texto a continuación del anterior y le ordenaba a su PC que imprimiera los dos juntos.
Mientras miraba la hoja de papel que la máquina escupía obedeciendo su orden, una emoción diferente lo poseyó. Con el puño cerrado dio dos o tres golpes breves sobre la mesa al acordarse de los mensajes anteriores que borró sin siquiera leerlos.
Abrió rápidamente la papelera de reciclaje buscando los elementos eliminados, pero no encontró nada…
«Sincronía»…, se repitió, quizás para consolarse.
Estacionó el auto frente al edificio de departamentos donde vivía Cristina. Estaba inusualmente alegre, sentía que había llegado hasta allí sin historia.
Planeaba un encuentro nuevo, una nueva propuesta: una pareja estructurada en función del mutuo crecimiento.
Sonaba maravilloso.
Se miró en el espejo retrovisor y ensayó su mejor sonrisa, luego bajó del auto y al llegar al portero automático tocó el 4º A.
– ¿Sí?… -atendió Cristina.
– Soy yo -dijo Roberto.
– Bajo -dijo ella.
Roberto se apoyó sobre el marco de la puerta y desenfocó la mirada hacia la calle; los autos pasaban, algunos aceleraban adelantándose a los que, por el contrario, se desplazaban a paso de hombre. Unos y otros se detenían en el semáforo de la esquina.
Se le ocurrió pensar que así era su vida, muchísimos hechos pasando desenfocados, algunos increíblemente rápidos, otros demasiado lentos, pero todos pasando y pasando en incansable caravana.
"Qué tonto sería que un hecho se quedara detenido, en mitad del camino, interrumpiendo el paso de los que siguen -pensó-, y sin embargo, a veces, mi vida se parece mucho a un gran atasco…"
Cristina tardaba demasiado.
“Me lo hace a propósito -pensó-, se está haciendo la interesante".
Empezó a irritarse.
"La puta madre, yo vengo con la mejor onda y ella me…"
Se interrumpió.
"Qué me pasa a mí -recordó-, por qué me irrita tanto estar esperándola. Por qué me irrita tanto esperar. También me molesta esperar al cliente que no llama… y la respuesta de un mensaje… y a que me atiendan en un bar… y a que se encienda el ordenador. Me moleta esperar… -y siguió- ¿Qué me pasa para que me moleste esperar?"
Siempre le había fastidiado la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Recordó al mercader del Principito, vendía pastillas para no tener que perder tiempo tomando agua. Uno podía ahorrar hasta 20 minutos en una semana, promocionaba el mercader. Y el principito había pensado: "Si yo tuviera 20 minutos libres, los usaría para caminar lentamente hacia una fuente”.
”Perdiendo el tiempo… -se dijo-. ¿Cómo se puede perder lo que no se posee? ¿Cómo se puede conservar lo que no es posible retener? Si pudiera elegir… ¿Qué querría hacer si dispusiera de 20 minutos de más?”
Sonrió.
"Sería muy buena inversión usarlos en esperar el encuentro con la persona amada.”
Reacomodó su espalda contra la pared y siguió mirando la calle. Vio los autos que circulaban más espaciados; uno gris, otro azul y otro blanco, una camioneta marrón, una moto, un auto enormemente negro; y luego, por unos instantes, nada.
De pronto, la calle estaba vacía de autos.
De pronto, su mente estaba vacía de pensamientos.
Se sintió sereno, y su sonrisa se extendió a cada músculo de su cara.
Cristina tardó todavía algunos minutos más, quince… veinte…, quién sabe.
Roberto no registraba el paso del tiempo, todo su universo estaba conformado por él, la calle y el descubrimiento del vacío.
La voz de Cristina lo interrumpió.
– Aquí estoy.
– Hola -contestó Roberto intentando volver al mundo de lo tangible.
– Como siempre llegás tarde… -se justificó ella- me puse a hacer otras cosas y entonces, cuando viniste temprano, no estaba lista.
Roberto ya sabía cómo seguía esta discusión.
– Yo no llegué temprano -habría dicho él- llegué a la hora.
– En ti, querido -habría dicho ella-, llegar a la hora es llegar temprano.
Y él habría contestado.
– ¿Todavía que te tuve que esperar más de media hora me quieres echar la culpa a mí?
Cristina, fastidiada por quedar al descubierto, seguramente hubiera optado por el contraataque.
Mira Roberto -siempre lo llamaba por su nombre cuando se enojaba-, con todas la veces que yo te esperé, podés esperar una vez y callarte la boquita.
Y todo hubiera seguido como siempre.
– Yo no dije nada, vos empezaste cuando quisiste "enchufarme" que tu tardanza se debía a que yo llego tarde.
– Sí, has empezado tú con ese «hola» de mierda con que me recibiste.
Y ése habría sido el comienzo del fin. Cristina habría continuado.
– Si me invitaste a salir para esto, sería mejor que te hubieras quedado en tu casa.
Y Roberto hubiera cerrado con -Tenés razón ¡Adiós!
Ella habría subido murmurando algunas palabrotas y él habría dejado el auto allí estacionado para caminar algunas cuadras hasta que se le pasara el mal humor o hasta atreverse -se diría a sí mismo- a terminar con esta relación; echándole la culpa a ella de su infelicidad y sabiendo que Cristina lo responsabilizaría de todo a él.
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