Lorenzo Silva - La flaqueza del bolchevique

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La flaqueza del bolchevique: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista y narrador de esta historia se empotra contra el descapotable de una irritante ejecutiva un lunes a las ocho de la mañana. Ciertamente, él se distrajo un poco, pero ella no tenia por qué frenar en seco ni, desde luego, escupirle todos los insultos del diccionario. Por ello, y para hacer soportables las tardes de aquel bochornoso verano, decide dedicarse «al acecho y aniquilación moral de Sonsoles». Gracias al parte del seguro, consigue su teléfono, lo que le permite varias llamadas disparatadas. También se complace en espiarla, y así conoce a su hermana Rosana, una turbadora adolescente de 15 años. Aunque el protagonista no tiene ninguna fijación con las jovencitas, conserva un retrato de las hijas del zar Nicolás II. Le atrae especialmente la duquesa Olga y a menudo se pregunta qué debió de sentir el bolchevique encargado de matarla. Él, a su vez, experimentará una poderosa atracción ante la cálida sabiduría de Rosana, y una debilidad que se revelará mucho peor que cualquier accidente.
La flaqueza del bolchevique sería una novela absolutamente cómica si no fuera por el carácter inquietante que adquiere a medida que se complican las argucias del protagonista. Un ritmo ágil permite a Lorenzo Silva una historia a caballo entre la comedia, la intriga y el melodrama. Pero acaso su mayor logro sea el retrato de Rosana, una nínfula distinta de todas las nínfulas, más allá de la generación X, Y o Z y que hace flaquear -y perder el equilibrio- al lector más displicente.

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El que me había sacado del coche era el cabeza rapada. Después de alzarme en vilo me puso sobre el suelo y aseguró mi inmovilidad retorciéndome el brazo y apretándome el cuello con su antebrazo, que era algo más grueso que mi tronco y unas treinta veces más duro. Por un estúpido instante, lo único que se me ocurrió fue que no había previsto que el regreso a mi infancia que había temido al prestarme a ir a la piscina con Rosana fuera tan completo. Luego pasé a asustarme, sin paliativos. A Rosana la había cogido el de las greñas, que le mantenía tapada la boca. Hacía falta, porque ella trataba de gritar. El de las botas me conminó:

– Jefe, dile a la puti que se calle o Yoni le parte la cabeza.

– Tranquila, Rosana, no va a pasar nada -tartamudeé penosamente.

– Eso, Rosana, no pasa nada, tía -aseguró el cabecilla.

La muchacha dejó de esforzarse, pero Yoni no le soltó la boca. Me apresuré a apostar, sin fe, que aquello era lo que menos importaba que fuera, ya que estábamos:

– Todo el dinero lo tengo en el coche, en la bolsa. Hay unas veinte y las tarjetas. Os doy la clave. Nueve cero noventa y nueve para todas.

– Muy bien, jefe, has estado listo ahí.

– Seguro que la clave es mala, Fredi -dedujo gratuita y erróneamente Yoni.

– Si queréis le aprieto para verlo -ofreció el cabeza rapada.

– Espera, Urko, deja que mire -ordenó Fredi. Entró en el coche y sacó la bolsa. Encontró la cartera y contó el dinero y cogió las tarjetas.

– Hay diecinueve talegos, una visa oro y otras tres más raras. Eres legal, jefe, seguro que la clave es buena. ¿O no? Dale, Urko.

Urko me retorció de tal manera el brazo que creí que me lo partía.

– Te juro que es la clave -grité.

– Vale, Urko. Le creo. De todas formas nos lo llevamos luego y si es mentira le matamos a hostias. Así tampoco nos la anulas, ¿eh, jefe? Vamos a ver ahora la puti. ¿Me la das también, jefe?

– Déjala, joder, es una cría -supliqué.

– ¿Cómo?

– Que la dejes. Tienes un huevo de pasta. Con cada tarjeta sacas cincuenta, y podéis comprar una tía de verdad para cada uno.

– No te oigo bien, jefe. ¿Has dicho algo?

Tragué saliva. Aquello estaba a punto de irse al carajo del todo y tenía que arriesgar, o sea, atraer sobre mí el problema:

– No os ha hecho nada, coño. Si la tocas eres una puta mierda.

– Anda la hostia. Agarra, Urko.

Fredi tomó carrerilla y, obviamente, me asestó una patada en el alma, o sea, entre los cojones. Haciendo memoria, creo que es la primera de su clase que recibía, y me dolió tanto que no dispongo de ninguna manera de describirlo. Me quedé colgando del antebrazo férreo de Urko, gimiendo y sintiendo cómo las lágrimas me caían a chorros.

Cuando pude abrir otra vez los ojos, vi a Rosana, aterrorizada e inmóvil. Ya ni siquiera parecía capaz de gritar.

– No sé qué hace un viejo como tú con una puti como ésta -caviló en voz alta Fredi, exagerando la gesticulación-. Tampoco sé cómo esta puti está tan buena. Lo que sé es que esta puti es gratis y que tu pasta nos la bebemos luego. Sujétala, Yoni.

Rosana intentó sacudirse, pero la tenían bien cogida. Fredi le levantó el vestido y le arrancó las bragas.

– Esto, de recuerdo -me dijo, guardándoselas.

El infierno, mi infierno, era que fuera Fredi el que me descubría, en aquel descampado sobre el que empezaba a anochecer, lo que había bajo el vestido de Rosana. En los momentos más viles había soñado hacerlo yo, despacio, con una dulzura que Fredi no.necesitaba y que ahora me daba asco y lástima de mí mismo. Tampoco podía dejar de reconocer, en medio del horror, la tierna belleza que iba a ser arrasada. Descendiendo al último extremo de la depravación, tengo que confesar que procuraba no perderme detalle, porque lo mismo era la última desnudez femenina que reflejaban mis ojos. En una ráfaga de orgullo o de rabia traté de librarme de Urko. Duró poco mi rebelión. El gigante me oprimió el cuello hasta que empecé a asfixiarme y ya no pude seguir haciendo fuerza.

Fredi se inclinó ante Rosana para examinarla. Antes de nada volvió hacia mí la cara y rugió:

– Va por ti, jef…

Aprovechando la distracción del otro, la muchacha le pegó un rodillazo en pleno hocico. Fredi retrocedió y estuvo a punto de caerse. Cuando se rehizo, se llevó la mano a la nariz y la retiró empapada de sangre.

– Suéltala, Yoni, me cago en Dios.

Yoni obedeció. Rosana se vio libre y no entendió qué pasaba hasta que Fredi se arrancó contra ella.

– Si quieres que te haga daño, te lo hago, hijaputa.

Entonces ella me miró, buscó dónde apoyarse, no encontró nada y gritó, llorando:

– Jaime.

Fredi la embistió como un rinoceronte. Rosana salió despedida, tropezó y se fue al suelo, de espaldas. Yo me fijé en lo que hizo su cabeza: cuando Fredi la empujó se le vino hacia adelante, cuando perdió el equilibrio se le fue hacia atrás, antes de que la espalda diera en el suelo volvió a adelantarse y al final se le venció del todo y sonó como si alguien hubiera cascado una nuez y Rosana ya no se movió.

Fredi no se dio cuenta hasta después de sentarse a horcajadas sobre ella y pegarle cinco o seis puñetazos.

– Coño, te la has cargado -murmuró Urko detrás de mí.

– Ya nos has jodido -constató Yoni, medio histérico.

Fredi observaba incrédulo el cuerpo sobre el que estaba sentado.

– ¿Y ahora qué? -le gritó Yoni.

Fredi seguía ensimismado. Urko aflojó su abrazo de hierro.

– De puta madre. Espera ahí hasta que vengan, gilipollas -sentenció Yoni, y salió corriendo.

Fredi le vio irse y luego volvió a contemplar el cadáver. Sin dejar de contemplarlo, le ordenó a Urko:

– Mata a ése. Como lo cuente, tenemos talego hasta que nos pudramos.

Urko me soltó.

– Estás loco, Fredi. Es tu marrón y yo no voy a comerme nada para ayudarte. Era una niña, me cago en la puta. El tío tenía razón. Podíamos haber ido a buscar tías de verdad.

– El marrón es de todos -dijo Fredi, levantándose-. Ya le pondremos las pilas a Yoni, vaya colega de mierda. Pero tú eres legal, Urko. No me vengas con ésas ahora. Agárralo.

El gigante se interpuso entre los dos.

– Yo me largo -anunció, con firmeza-. Y tú también. Si nos cuelgan lo de la tía es un accidente y la culpa la tienes tú. Si matamos al viejo es un asesinato, chaval. Entonces nos hundimos de fijo.

– Quita de en medio. Si no tienes huevos lo hago yo.

Urko no le dio tiempo a hablar más. Le metió un puñetazo en la boca del estómago otro en la jeta, acabando de rompérsela. Pero lo sujetó y se cuidó de que no se hiciera daño al caer. A continuación se lo cargó al hombro. Antes de irse, me devolvió la cartera y me pidió:

– Toma. Si la madera me pringa, acuérdate de lo que he hecho por ti. Lo siento, jefe.

Urko echó a correr y yo me quedé aturdido, a unos pocos metros del cuerpo sin vida de Rosana. Tardé unos segundos en aproximarme. Me arrodillé junto a ella, le bajé el vestido hasta taparla y acaricié su suave cabellera rubia. Tenía los ojos cerrados. Algún imbécil opinaría que era mejor que hubiera muerto antes de que aquella chusma la deshonrara. Y a lo mejor yo era ese imbécil, pero habría dado lo que fuera porque ella levantara los párpados o por volver a oír su voz.

Una de las cosas que más veces me ha preguntado el comisario, porque al parecer es lo más débil de mi cuento, como él lo llama, es la razón por la que en vez de llamar a la policía me subí al coche y dejé allí a Rosana hasta que a la mañana siguiente la encontró un estudiante que hacía jogging. No se trata de algo que yo mismo alcance a comprender del todo. Por una parte no es extraño que un hombre que se lleva por ahí a una niña de quince años y tiene la desgracia de que se la maten no acierte a poner el asunto en manos de la policía. Pero lo que me trastornó por encima de todo fue aquella última palabra que salió de la boca de Rosana, mi nombre falso sollozado como una plegaria que no podía remediar nada de lo que se cernía sobre ella. Yo había sacado a Rosana de su mundo sin peligro, me la había apropiado y ella había pagado con su vida por complacerme. Aunque luego no haya sido capaz de obrar en consecuencia, creo que huí precisamente para que me acusaran, porque me consideraba o me considero culpable, tanto o más que el canalla que la desnucó. Desde aquella noche, Rosana acude a todas mis pesadillas y solloza mi nombre falso hasta que me despierto temblando y con el corazón saliéndoseme por la boca.

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