Carlos Fuentes - La cabeza de la hidra

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En La cabeza de la hidra (1978) ensaya una novela policiaca con un tema histórico mexicano, Una familia lejana (1980) se enraíza en la fantasía y en la historia, relaciona varios continentes, diversos niveles de historicidad (el mundo prehispánico) y tradiciones literarias.

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– Eso sí lo sabemos. En Coatzacoalcos, Hotel Tropicana.

– ¿A qué fue?

– Pues a eso, a recuperarse del balazo que le dieron.

– ¿Por qué no salió nada?

– ¿Nada de qué?

– Del balazo de Bernstein.

– ¿Por qué iba a salir algo y dónde?

– En los periódicos. Lo balacearon en Palacio.

– No. Fue un accidente en su casa. No tenía por qué salir nada en los periódicos. Dijo que se accidentó limpiando una pistola. Así dice el acta de ingreso al Hospital.

– ¿No fue en Palacio, durante la entrega de premios? ¿No hubo un atentado contra el Presidente?

Emiliano y Rosita se miraron entre sí y el muchacho alargó la mano y se bebió de un golpe la cerveza de Félix. Lo miró desconcertado.

– Perdón. Es que de a tiro me dejaste… ¿Qué qué?

– Se supone que hubo un atentado en Palacio contra el Presidente -dijo con paciencia Félix, y Bernstein fue herido por equivocación…

– Jijos mano, ¿así de a feo te las truenas? -dijo Rosita.

– Cállate -dijo Emiliano. Eso no es cierto. ¿Por qué lo dices?

– Porque se supone que yo disparé el tiro -dijo Félix con frío en la nuca.

– De eso no sabemos nada -dijo Emiliano con una punta de miedo en los ojos-. Ni salió nada en los periódicos ni el capitán tiene noticias.

Félix tomó la mano del muchacho y la apretó.

– ¿Qué pasó en Palacio? Yo estuve allí…

– Cool, maestro, manténgase cool, son las instrucciones… ¿Estuviste y no te acuerdas, qué pasó?

– No. Cuéntenle al capitán lo que les digo. Es importante que lo sepa. Díganle que una mitad sabe y dice cosas que la otra mitad ignora, y al revés.

– Todos cuentan mentiras en este asunto. Eso lo sabe el capi.

– Así es -dijo con más calma Félix-. Díganle que averigüe dos cosas más. Si no las sé me voy a perder.

– Ni te emociones; para eso estamos Rosita y yo.

– Primero, quién fue encarcelado con mi nombre en el Campo Militar Número Uno el diez de agosto y fusilado esa misma noche mientras trataba de huir. Segundo, quién está enterrado con mi nombre en el Panteón Jardín. Ah, y el número de placas del convertible de la serenata.

– Okey. Dice el capi que no dejes pistas y te estés muy cool y dice sobre todo que te entiende pero que no dejes que tus sentimientos personales se metan en todo esto. Así dijo.

– Recuérdale que me dejó libertad para actuar como yo lo entienda mejor.

– Con comas y todo se lo digo.

– Dile que no confunda nada de lo que hago con motivos personales ni venganzas.

Emiliano sonrió muy satisfecho:

– El capi dice que todos los caminos conducen a Roma. Uno se culturiza con él.

– Adiós.

– Ahí nos vidrios.

– Cuídate -dijo Rosita con ojos de borreguito negro. A ver cuándo nos invitas a pasear en taxi otra vez. Me gustó sentarme en tus rodillas.

– A mí también me gustó acariciarle las corvas a la enfermerita -dijo con saña Emiliano.

– Cómo serás tirano Emiliano -gimió Rosita.

– No, si nomás digo que donde caben tres caben cuatro, gorda.

– Ay, qué recio nos llevamos esta noche -rió Rosita y tarareó el bolero Perfidia.

Ni voltearon a mirar a Félix cuando se levantó y al salir del pub balín todavía los vio disputándose entre bromas, aliándose puyas, anónimos como dos novios comunes y corrientes. Se dijo que el bravo Timón se rodeaba de ayudantes singulares.

Pasó al dispensario de la Cruz Roja en la Avenida Chapultepec para que le revisaran la cara. Le dijeron que iba cicatrizando bien y sólo necesitaba una pomada, se la untaron y que se la siguiera untando varios días, ¿quién le hizo semejante carnicería?

Compró la pomada en una farmacia y regresó a las suites de la calle de Génova. Iban a dar las once y los jóvenes y aceitosos empleados ya se habían ido. Le abrió el portero, un indio viejo con cara de sonámbulo vestido con un traje azul marino brillante de uso.

Las ventanas de su apartamento estaban abiertas de par en par y la cama preparada para dormir, con un chocolatito sobre la almohada. Abrió la maleta. El paquete con las cenizas seguía allí, pero el disco con Satchmo en la portada había desaparecido.

25

Aterrizó en el aeropuerto de Coatzacoalcos a las cuatro de la tarde. Desde el aire, vio la extensión de la refinería de Petróleos Mexicanos en Minatitlán, el golfo borrascoso al fondo, la ciudadela industrial tierra adentro, un alcázar moderno de torres, tubos y cúpulas como juguetes de papel plateado brillando bajo el sol haíto de tormenta y luego el puerto sofocado donde las vías férreas se prolongaban hasta los muelles y los buquetanques largos, negros y de cubiertas desnudas.

Al descender del avión, respiró el calor húmedo cargado de aromas de laurel y vainilla. Se quitó el saco y tomó un taxi desvencijado. Una rápida visión de bosques de cocoteros, cebús pastando en llanos color ladrillo y el Golfo de México preparando su agitación vespertina fue vencida por la de una ciudad portuaria chata, de edificios feos con los vidrios rotos por los huracanes, anuncios luminosos sucios y apagados a esta hora, todo un mundo del consumo instalado en el trópico, supermercados, tiendas de televisores y refacciones, y enfrente el eterno mundo mexicano de tacos, cerdos, moscas y niños desnudos en muda contemplación.

El taxi se detuvo frente a un mercado. Félix lo vio todo en rojo, los largos cadáveres de reses sangrientas colgando de los garfios, los racimos de plátanos incendiados, los equípales de cuero rojo, maloliente a bestia recién sacrificada y los machetes de plata negra, lavada de sangre y hambrienta de sangre. El chofer cargó la maleta hasta la entrada de un palacio rococó de principios de siglo con tres pisos; el más alto estaba arruinado por el fuego y convertido espontáneamente en palomar cucurrucante.

– Le cayó un rayo -dijo el chofer.

Más alto, volaban en grandes círculos los zopilotes.

El título luminoso del Hotel Tropicana salía como un dedo llagado de la fachada de estucos esculpidos, ángeles nalgones y cornucopias frutales pintados de blanco pero devorados de negro por el liquen y el trabajo incesante del aire, el mar y el humo de la refinería y el puerto. Se registró como Diego Silva y siguió al empleado cambujo vestido con camisa blanca y pantalones negros lustrosos por un patio cubierto de altos emplomados de colores que tamizaban la luz caliente. Muchos vidrios estaban rotos y no habían sido reparados; grandes cuadros de sol jugaban a instalarse con precisión en el piso de ajedrez, mármol blanco y negro.

Al llegar al cuarto, el empleado abrió con una llave el candado que lo cerraba y puso a funcionar el ventilador de aspas de madera que colgaba como un buitre más del techo. Félix le dio diez pesos y el cambujo salió mostrando los dientes de oro. Un aviso colgaba sobre la cama de bronce y mosquitero,

SU RECÁMARA VENCE A LA 1 P.M.
YOUR ROOM WINS AT ONE P.M.
VOTRE CHAMBRE EST VAINCU A 13 HRS .

Félix pidió por teléfono la recámara del doctor Bernstein. El cuarto número 9, le dijeron, pero estaba fuera y no regresaría antes de la puesta del sol. Colgó, se quitó los zapatos y cayó sobre la cama crujiente. Se fue durmiendo poco a poco, tranquilo, arrullado por la dulzura novedosa con la que el trópico recibe a sus visitantes antes de mostrar las uñas de su desesperación inmóvil. Pero ahora se sintió liberado del peso de la ciudad de México cada vez más fea, estrangulada en su gigantismo mussoliniano, encerrada en sus opciones inhumanas: el mármol o el polvo, el encierro aséptico o la intemperie gangrenosa. Tarareó canciones populares y se le ocurrió, adormilado, que existen canciones de amor para todas las grandes ciudades del mundo, para Roma, Madrid, Berlín, Nueva York, San Francisco, Buenos Aires, Río, París; ninguna canción de amor para la ciudad de México, se fue durmiendo.

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