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Lorenzo Silva: La mirada femenina

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Lorenzo Silva La mirada femenina

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Para componer esas mujeres, quienes escribieron los libros en los que ellas aparecen no pudieron limitarse a esa mirada adocenada y burda que quiere el prejuicio. Esos hombres, y muchos otros a lo largo de la historia de la literatura, asumieron el deber de conocer la sensibilidad femenina, o lo que es lo mismo, se interesaron verdaderamente por la mujer como ser real, sin hacer de ella un muñeco más o menos tosco, sólo susceptible de ser utilizado para el regodeo o el desahogo, o como chivo expiatorio con el que dar salida a bajas pasiones y frustraciones masculinas diversas. Y no creo que ninguno de ellos se avergonzara de su interés por lo femenino, porque acercarse a ese otro lado de la frontera entre los sexos es tanto como ensanchar el territorio de la imaginación y de la inteligencia, que son la primera materia del arte.

Pero es el momento de regresar a la literatura femenina. Y quizá nada mejor que hacerlo con una interrogación.

II. ¿EXISTE LA LITERATURA FEMENINA?

No pretendo con esta pregunta provocar al auditorio, de cuya indulgencia ya he abusado con las dos o tres citas anteriores. Tampoco trato de abrir una discusión metafísica, pese al siempre alarmante uso del verbo "existir". Mi empeño en este punto es volar mucho más bajo. Aludo a esa discusión en la que parece casi vergonzoso no tener una postura, y bien definida: ¿Hay algo que haga a los libros escritos por mujeres esencialmente diferentes de los libros escritos por hombres?

He oído a algunas escritoras rechazar indignadas tamaña insinuación. Y he oído a otras anatematizar a quienes dudan de ella. Entre los escritores también he oído de todo. Creo que predomina lo primero, no sé si con una especie de suficiencia (los libros de mujeres son distintos, menos complejos) o con una parte de envidia (los libros escritos por mujeres son diferentes, parece que ahora se venden más).

La verdad es que debo confesar que alguien como yo, ajeno a cualquier militancia en este terreno, no sabe muy bien a qué carta quedarse. Para juzgar de la diferencia entre hombres y mujeres, no tengo otro recurso que subir desde lo obvio.

Es claro que la especie nos ha diseñado para cometidos biológicos distintos, lo que determina los rasgos anatómicos y fisiológicos que nos separan. También parece que, en función de esa finalidad distinta, las mujeres son más resistentes a las enfermedades y a los patinazos mentales (los suicidas son muy mayoritariamente varones), y en consecuencia más longevas. Puede afirmarse también, aunque esto ya es entrar en terreno pantanoso, que la naturaleza establece las diferencias mencionadas porque calcula que la mujer es la que atenderá a la prole. Sabido es que a la especie, que se rige por leyes biológicas estrictamente nazis, el individuo le importa un bledo: lo que protege es su propia perpetuación, que vendrá de los procreados y no de los procreantes, cuya muerte es incluso necesaria y conveniente a partir de cierto momento.

Si del terreno de la pura animalidad pasamos a la inteligencia, que en definitiva es la que produce la literatura, la cosa se complica. Parece que los neurofisiólogos han detectado diferencias entre el funcionamiento cerebral masculino y femenino (y parece, por cierto, que el balance de esa comparación no es desventajoso para la mujer). Como la actividad cerebral tiene un soporte físico, el intercambio de iones que se traduce en los espasmos de las células nerviosas (algo que descubrí con cierto horror al estudiar bioquímica), quizá no deba descartarse que la naturaleza haya entrado en ese detalle para amarrar también de algún modo sus monomaníacas intenciones.

Sin embargo, carezco de la cualificación científica precisa para llegar a alguna conclusión por ese camino, y no sé si alguien la posee. Una alternativa para salir del atolladero, bastante utilizada en las discusiones literarias, es elegir la postura que a uno le pida el cuerpo y defenderla alzando mucho la voz. Pese a la solemnidad con que algunos proclaman la ineludible prevalencia de lo que a ellos se les antoja mejor, en literatura no hay casi ninguna verdad objetiva contrastable en términos de certeza. Por decirlo pedantemente (se admiten abucheos), en esta materia casi no hay conceptos "falsables", en el sentido popperiano. En literatura, en suma, todo es cuestión de pura opinión, y lo mismo que André Gide consideró un disparate infumable la obra de Proust (aunque se arrepintiera luego), pasan ante muchos por maravillas las cosas que otros cubren de inmundicia. Ahora bien, para no volvernos locos ni enfadarnos los unos con los otros más de lo necesario, no estaría de más que de vez en cuando nos esforzáramos por que nuestras opiniones en esta materia fuesen menos categóricas, a la vez que menos gratuitas. Y aunque me cueste y sea arriesgado, aceptaré el esfuerzo. Lo que concluya (o no concluya) sobre el asunto que hoy me ocupa, trataré de justificarlo.

No está de más, cuando uno observa una realidad cultural como la literatura, prestar alguna atención a lo que dice la sabiduría convencional. Según ella, entre la inteligencia femenina y la masculina podría establecerse una doble contraposición, cuyo resultado conjunto para cada una de ellas no está exento de paradoja. Así, las mujeres serían más emotivas, mientras que los hombres tenderían más a la racionalidad. Y por otra parte, las mujeres serían más pragmáticas, mientras que los hombres presentarían una mayor propensión a la utopía. Lo que arroja como resultado mujeres emocional-pragmáticas y hombres racional-utópicos. Si este planteamiento fuera cierto, tendría su reflejo en las obras escritas por unos y otros: en los libros compuestos por mujeres se prestaría mayor atención a los sentimientos y a los pequeños detalles concretos de la vida; mientras que las obras masculinas estarían más marcadas por un raciocinio abstracto, a menudo conducente a ideas exageradas y quiméricas.

He conocido a no pocas personas que creo que suscribirían sin muchas dificultades esta sencillísima caracterización. Por lo menos en términos de orientación general, que ya sabemos que para todo pueden encontrarse excepciones (incluso virulentas). Y no diría que entre estas personas predominan las mujeres o los hombres.

Por seguir recogiendo datos, con humilde empirismo, podemos poner encima de la mesa a continuación uno que abre una fisura en la idea más o menos preconcebida que acabo de exponer: hágase el experimento de entregar a unos lectores de sensibilidad y gustos diversos un número X de relatos, la mitad escritos por hombres y la otra mitad escritos por mujeres. Omítase indicar en ellos el nombre y el sexo del autor. Pídaseles que identifiquen, entre ellos, los que creen debidos a un varón y los que creen debidos a una mujer. Se obtendrán no pocos errores, y además los errores no serán los mismos en cada lector o lectora. Este pequeño juego lo he hecho a menudo en concursos literarios de los que he sido jurado, y puedo decir por mi propia experiencia como lector enfrentado al acertijo que, salvo que la obra presente un claro carácter autobiográfico y uno pueda apostar sobre esa base, no es nada difícil confundirse.

Lo dicho pone en cuestión esa pretendida diferencia entre literatura femenina y masculina. Sin embargo, dispongo de una anécdota personal muy repetida que iría en el sentido contrario. He escrito dos novelas juveniles cuyas protagonistas y narradoras son adolescentes de catorce o quince años. Las dos están en primera persona, y refieren, entre otras cosas, las sensaciones de esas adolescentes ante hechos ordinarios y no tan ordinarios: sus enamoramientos de chicos de su edad, sus relaciones con sus amigas, sus conflictos, etcétera. Uno de los comentarios más reiterados por las lectoras, jóvenes y adultas, de esas dos novelas, es que no podían creerse que estuvieran escritas por un hombre. Luego existe la convicción, entre las propias mujeres, de que ciertas realidades sólo pueden novelarlas las mujeres. De ahí que se perciba como anómala la irrupción en ellas de un novelista varón. Y cuando el río suena, agua debe de llevar.

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