Carlos Fuentes - La Silla Del Águila

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En el año 2020, en un México sin telecomunicaciones ni computadoras porque los norteamericanos (proveedores únicos) lo tienen castigado, se desata la lucha por la presidencia, es decir, por sentarse en la Silla del Águila y no abandonarla nunca. Aquí no hay lealtad que valga: por conseguir el poder, el padre es capaz de traicionar al hijo, la esposa al cónyuge, el secretario de Estado al Primer Mandatario. Y todo puede pasar: crímenes de viejos caciques, espionaje de supuestos allegados, maniobras tétricas, extorsión sexual? e incluso, que reaparezca en la escena política un fallido candidato presidencial al que todos creyeron asesinado años atrás. El triunfador, el Ungido, oculta un pasmoso secreto que será necesario preservar a toda costa.

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Lo que no ha cambiado es que el proceso de la sucesión tiene lugar, ante todo, en la cabeza del que ocupa la Silla del Águila. Allí, en la cabeza, considerábamos quién, entre los posibles sucesores de la República Hereditaria del PRI, tenía mayores apoyos populares, la simpatía de las centrales obreras y campesinas, y aun la mejor posición en las encuestas.

Ay, señor Presidente, ¿le digo la verdad, la mera neta? Las opiniones del público valen un puro y soberano carajo. La verdad es que considerar presidenciable a Fulano porque es quien goza de popularidad, sólo opera en contra del Presidente en turno. Uno sospecha que, sin más deudas que para con el voto popular, el nuevo Presidente corte toda obligación con uno -es decir, con el mandatario anterior-. Lo que uno desea y acaba escogiendo es a Zutano porque sólo tiene mi apoyo, porque está a la cola en todas las encuestas, porque me sucederá y me lo deberá todo a mí. Porque será, en consecuencia, el más leal.

Ay, señor Presidente. Grave, gravísimo error. Si escoge al que más le debe a usted, puede tener la seguridad de que lo traicionará para demostrar que no depende de usted. Es decir: el que más le deba será el que más obligado se sienta a demostrar su independencia. En otras palabras, su deslealtad. El canibalismo político se practica en todas partes, pero sólo en México se adereza el cadáver público con doscientas variedades de chile: del mínimo piquín al grande y sabroso relleno poblano, pasando por el jalapeño, el chipotle y el morrón. El acto propiciatorio del nuevo Presidente es matar al predecesor. Prepárese, señor Presidente. Cuídese. A ver quién lo acompaña en la desgracia como lo acompañó en la gloria. Allí se miden -sólo allí- las lealtades. La oportunidad -o virtud- que nos queda es la muy difícil de ser "el mejor expresidente" -no dejar que se nos escape una sola queja, pasar por alto que hirieron a los nuestros, borrar todas las afrentas, ser leal al nuevo jefe del Estado-. Se lo advierto: es la parte más difícil. Nos inclinamos a la rabia, el odio, el resentimiento, la intriga, la vendetta. Sentimos la tentación fatal de jugar al Conde de Montecristo. Grave error. Si a la voluntad de venganza se añade el dolor del exilio, voluntario de derecho pero obligado de hecho, acaba usted perdiendo la noción de la realidad, inventándose un país imaginario, creyendo que todo sigue como usted lo dejó al descender del trono del águila.

Señor Presidente: mi consejo más serio es que, aunque se sienta perseguido, finja que no pasa nada. Que su manifiesta fidelidad sea su más sutil y elegante vendetta. Le aseguro que yo hice lo imposible por olvidarlo todo y casi -casi- lo logré. Viví el exilio en Suiza y leí mucha historia antigua, pues no hay lecciones más permanentes para el ejercicio del poder que las relatadas por Plutarco, Suetonio y Tácito. Cuentan al respecto, señor Presidente, que al ser asesinado el noble Sabino, sospechoso de deslealtad al César, su perro no se apartaba del cadáver e incluso le llevaba alimentos a la boca. Finalmente, el cadáver de Sabino fue arrojado al Tíber, pero el perro también se tiró al agua y lo mantuvo a flote.

¡Maten al perro! -ordenó entonces el guardia.

Tales son los límites de la lealtad, señor Presidente. Cuente con la mía.

16

Nicolás Valdivia a María del Rosario Galván

Si Tácito de la Canal es, como usted sospecha, señora mía, un pillo redomado, hasta ahora no he podido aportar más prueba que la de su obsequiosidad con los superiores y su crueldad con los inferiores. El secretario de la Presidencia se ha cuidado de mantener una fachada de modestia ejemplar. Usted lo sabe, vive en un apartamento de dos piezas y cocina en la Colonia Cuauhtémoc, con olor de chis de gato en el cubo de la escalera, muebles de Lerdo Chiquito y pilas de revistas viejas. Un monje, pues, sin más lujo que el poder por el poder.

Pues bien. Al fin tengo una prueba que en sí misma no es concluyente, pero que puede abrirnos el camino a misterios mayores.

¿Sabe usted, ama mía María del Rosario?: es como esos libros de cuentos de nuestras abuelas. Una página ilustrando el interior de un hogar tiene una ventana que permite entrever el jardín de la siguiente página, que a su vez tiene una reja que se abre -tercera página- sobre un bosque que -a su vez- desciende a la orilla del mar, donde nos espera un barco para llevarnos a la isla encantada. Etcétera. Es el cuento de nunca acabar, ¿verdad que sí?

Pues ahí tiene que una vez transformada Doris en modelito de Versace y debidamente aleccionada por el suscrito, le hizo creer a Tácito que ahora sí, ya sin complejos, elegante y moderna, podía tener una relación, digamos, más íntima con él. Como Tácito rima con sátiro, la máquina del dios Pan se puso en marcha y de poquito en poquito -debidamente aleccionada- la Doris, que sólo necesitaba liberarse de su siniestra madre para florecer, jugó de a poquito con Tácito, lo aplazó, lo obligó a llevarla a restoranes primero, a bares después, a exhibirse bailando tabaré en el Gran León, pero nunca a unos courts , mucho menos un hotel.

El ardor de Tácito iba en aumento. Toda la oficina lo notó. Por fin ella accedió a ir al apartamento de la calle de Río Guadiana. Entró, se tapó la nariz y registró una frase de Bette Davis que yo le enseñé.

– ¡Qué pocilga! What a dump ! ¡Miserable changarro! ¡Infame chabola! ¡Cayampa de mierda!

Me cuenta la mujer, muerta de risa, que la humillación de Tácito fue tal que allí mismo la tomó de la mano, sacó un manojo de llaves, fue a la cocinita del apartamento, abrió el candado y la puerta, revelando un panorama de un lujo extremo. Igual que en esos cuentos antiguos de las abuelitas, ante la mirada de Doris se abrió un penthouse de lujo, una terraza de macetones floridos, piscina ovoide y chaise-longues para tomar el sol. Y detrás de la terraza, un salón de vasta extensión, muebles de lujo, cuadros de colección -mucho falso Rubens, colijo por la descripción de Doris-, tapetes persas, sofás mullidos, cristalería chafa y una puerta entreabierta a la recámara.

Doris, bien aleccionada, mostró asombro y encanto, Tácito orgullo y desaprensión, y cuando nuestro odioso jefe de Gabinete hizo su insinuación más galante, Doris pasó coquetamente al baño, como preparándose para un connubio vespertino, sacó el celular de la bolsa, me llamó; yo ya sabía la ubicación del apartamento en Río Guadiana y cinco minutos más tarde, fingiendo cólera amatoria, irrumpí en la recámara del inefable Tácito, descubriéndolo desnudo, grotescamente dotado por la cruel naturaleza, con cabeza calva y poderosa pelambre en el pecho y las piernas, amén de otras pilosidades que me callo, correteando por la recámara a la bien adiestrada Doris, totalmente vestida, gritando:

– ¡No puedo! ¡Qué diría mi madre!

Sobra decir que la abracé y alejé del encuerado secretario de la Presidencia, lo insulté, le dije que Doris era mi amante, yo era su Pigmalión (verdad ésta, señora mía, pero no aquélla) y los dos nos fuimos aguantándonos la risa y dejando a Tácito en pelotas.

El sainete resultó divertido. Pero esto no prueba nada, mi distinguida amiga, sino que Tácito es un sátiro ridículo y que la calvicie es signo, aunque secundario, de virilidad. En todo caso, allí tiene usted la prueba de su mentirosa modestia. ¡A ver si tengo más suerte la próxima vez!

17

General Cícero Arruza a general Mondragón von Bertrab

Mire usted mi general, amigo y hasta superior (aunque nunca por arriba del señor Presidente, que es el jefe nato de nuestras Fuerzas Armadas), mire usted que yo me estoy oliendo rata muerta y sospechando gato encerrado. Tanto usted como yo entendemos que a veces no hay más remedio que usar la fuerza pública. La intervención del Ejército en San Luis Potosí contra los huelguistas que le están haciendo la vida de samurai a los japoneses dejó bien sentado que aquí se respeta la inversión extranjera, que si no fuera porque aquí se pagan salarios bajos ni se pararían por México, dejándonos chiflando en la loma. Lo felicito por la limpieza y rapidez de la operación, mi general. En todo caso, qué bueno que estas demostraciones de fuerza nacionales le tocan a usted. Ya sabe, mi general, en México siempre ha habido una diferencia entre las cuentas claras y el chocolate espeso, aunque a veces lo que desayunamos los mexicanos es chocolate aguado y cuentas turbias, o sea que históricamente, digo, nos han hecho de chivo los tamales. Ya sabe, mi general, siempre ha habido una diferencia entre los oficiales preparados en las escuelas superiores, como usted, y los que hemos ascendido desde abajo, como yo. No nos quitemos méritos ni unos ni otros. Ya ve usted, mi general Felipe Ángeles llegó graduado de la Academia francesa de San Cir y le ganó la batalla a sus condiscípulos del Ejército Federal en 1914. Pero mi general Pancho Villa era un prófugo de rancho, asesino del violador de su hermana, un bandido a todo trapo, cuatrero y toda la cosa, y un buen día encuentra su bolita, arma un ejército rural de ochenta mil hombres, casi todos campesinos, pero luego se les juntan rancheros del norte, comerciantes, hasta escribidores y gente de razón. Y Villa hace lo mismo que Ángeles, sólo que Pancho ni fue a ninguna academia gabacha ni sabía leer ni escribir. Pero lo mismo le da en la torre al Ejército Federal. Quiero decirle, mi general, que ni yo lo celo a usted ni usted debe despreciarme a mí, ¿estamos? Somos, ¿cómo se dice?, complementarios, como la sal y el limón para beber tequila, ¿no pues? Usted gana las grandes batallas nacionales, yo las pequeñas escaramuzas locales. Usted acaba con las huelgas de la automotriz en SLP Pero a mí no me dan permiso de entrarle a chingadazos a esos mocosos jijos de su pelona en la Ciudad Universitaria. Quesque no se puede violar la autonomía. Pero ¿qué no la violaron ya estos salvajes que destruyen laboratorios y se orinan en la silla del Rector? Usted me dirá, mi general, que bastante chamba tengo ya en una ciudad donde reinan la inseguridad, el secuestro exprés, la extorsión, el robo, el asesinato… Pero ya usted conoce el problema. Llego y decido limpiar la fuerza policiaca. Corro a mil, dos mil tecolotes corruptos. ¿Qué logro? Aumentar en mil o dos mil a los grupos criminales. El policía despedido pasa de inmediato a la banda del secuestro, el narco o el asalto. Ta güeno. Escojo a otros dos mil muchachitos, jóvenes, limpios, idealistas. Por mí no queda, a usted le consta. Pues mire nomás qué enana está mi fortuna, ¿cuándo la veré crecer? Al año mis jovencitos ya se corrompieron, porque mi sueldo de cinco mil pesos al mes no compite con un regalito de cinco millones de un golpe que le da a mi gendarme desconocido el narco bien conocido. Voluntad no me falta, mi general. Yo soy de los que prefieren matar a mil inocentes que dejar que se me escape un solo culpable. Recuerde, ya que hablamos del gendarme desconocido, que yo no me formé como Cantinflas, haciendo patrulla a patacarril en las calles y seduciendo sirvientas para tener frijoles gratis en las cocinas (aunque déjeme nomás decirle, nomás para caernos bien usted y yo y compartir un chiste: a las gatas, primero se las lava, luego se las coge y luego como premio se las manda al burdel). No, lo que le quiero recordar es que mi formación viene de combatir guerrillas, revoltosos, grupos de insurrectos que siempre los ha habido en México desde que tengo uso de razón, un día en Morelos, otro en Chiapas, el tercero en Guerrero, y siga y sume… ¿Que qué aprendí, señor general? Una verdad, como quien dice, meridiana: que la noche vale un millón de reclutas. Por eso detesto los misterios. Son como la noche del dicho. En la oscuridad se forman ejércitos invisibles que un buen día, sin necesidad de mostrarse cual nunca jamás, nos dan en toditita la torre y nos mandan a chingar a nuestras respectivas mamacitas. Sin embargo en la lucha contra guerrilleros, mi general, lleva uno la ventaja de saltarse todas las reglas porque el enemigo no respeta ninguna ley. Ay, mi general, no hay manera de hacerse querer por la tropa más segura que permitir el pillaje y atribuírselo al enemigo. Salir a matar para comer, dígame si hay algo más convincente para un pobre soldado mexicano, un pobre sardo rapado de esos que son nuestra carne de metralla a falta de negritos como en los USA, dígame nomás, usted que fue a academia alemana. Ah, qué sabroso se siente dar órdenes como usted, mi general, de lejecitos, con computadora como quien dice, a sabiendas de que todo enemigo es una fortaleza que se debe atacar militarmente, descubriendo el flanco débil, rompiendo las líneas, espantando a la población, que nunca falta apoyo popular para una rebelión de éxito. ¿Cree usted que no siento añoranza, lo que se dice nostalgia, por mis épocas de comandante delinea, con enemigos exigentes, difíciles, desafiantes como quien dice? Pues aquí me tiene ahora, mi general, acudiendo a tretas de kínder, que deshaga el mitin, general Arruza, que suelte ratones en la platea del auditorio, que vacíe bolsas de meados desde los balcones… Yo que sueño todas las noches con nuestros parajes rurales de perros ladrándoles a las estrellas, cadáveres colgados de los postes y silbando con las bocas bien abiertas. Y ahora, de repente, mi general, avizoro una oportunidad y se la comunico lealmente, porque la ejecución le incumbiría a usted pero creo que la información me llegará a mí. Y si es así, no tendremos más remedio que unir fuerzas, señor general. Hay cosas que sentimos en la piel, otras que vemos con los ojos, otras más que nomás nos laten en el corazón. Pero en resumen, hay un secreto, señor general. Un secreto bien guardado en la fortaleza de San Juan de Ulúa. Sí, a la entrada del puerto de Veracruz. ¿Por qué lo creo? Porque me lo contó un pajarito. O si prefiere usted, una pajarita. Una pajarita cariñosa y que no es sólo mía, o sea que más bien dicho ella es la bella jaula donde canta mi pajarito. Ulúa, jaula, castillo y prisión. ¿Qué tendrá que ver con los demás temas que nos traen preocupados, que si el Presidente no da color, que si los gringos nos amenazan y aíslan, que quién va a suceder al actual Presidente, que si los estudiantes, los campesinos, los de la maquila…?

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