Y las repitió muy serio y casi meditando, sin dejar de menear el azúcar con la cucharilla dentro del vaso de café.
– La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.
No rió. Nada más apretó la dentadura falsa para fijarla bien en las encías.
– En la política mexicana, hasta los tullidos son alambristas.
Aprovechó mi fingida risa para pedirle al mozo un mollete.
– Bolillo caliente con frijoles refritos y queso derretido. Buenos para la digestión -dijo-. Y la mera verdad: La Presidencia es como la montaña rusa. Con la cara que uno pone cuando lo sueltan cuesta abajo, con esa cara se queda uno para siempre.
Le dio una severa mordida al mollete.
– Por eso me verá siempre con esta misma cara, la del primer día de mi Ejercicio…
Prosiguió, María del Rosario, con una sonrisa medio macabra:
– Lo que nadie sabe es que mi arsenal de dichos inéditos es inacabable.
Le interrogué cortésmente, sin decir palabra. Me dijo disimulando algo así como un sonido equivalente a la campanilla de la garganta si las campanillas de la garganta doblaran a muerto.
– Sépalo de una vez. A mí no me entran ni las balas ni los catarros.
Ante tan contundente máxima, me quedé callado, esperando las siguientes palabras del viejo y preguntándome qué hacía yo aquí sino seguir, mi bella dama, vuestras instrucciones:
– Habla con El Anciano del Portal. Ten paciencia y aprende.
– ¿Sabe usted, jovencito? Antes de ser Presidente hay que sufrir y aprender. Si no, se sufre y se aprende en la Presidencia y a costa del país.
¿De manera que María del Rosario Galván -a usted me refiero, señora, no se me haga la distraída le había comunicado al anciano expresidente su audaz promesa de llevarme a la Silla del Águila y yo estaba aquí para recibir lecciones? Si lo supuse, por supuesto que no lo dije. Sólo me atreví a remarcar:
– Cárdenas fue Presidente a los 36 años, Alemán a los 39, Obregón a los 44, Salinas a los 40…
– No me refiero a la edad, señor Valdivia. No he mencionado la edad, ese tema es tabú para su servidor. Me refería a sufrimiento y aprendizaje. Me refería a experiencia. Todos los que usted menciona eran jóvenes y tenían experiencia. ¿Y usted?
Negué con la cabeza: -Lo admito, señor Presidente. Soy un novato. Pero una mañana con usted me enseñará todo lo que no aprendí en la ENA de París.
Sacudió levemente la cabeza, como si temiera que las piezas allí encerradas se descompusieran o se le soltaran las tuercas.
– Ta bueno -sorbió el cafecito-. Sabe usted, todo Presidente termina donde el siguiente debía empezar. Es decir, donde él mismo debió empezar. ¿Me explico? El anterior le habla al sucesor sin necesidad de decir palabra. Esa es la experiencia a la que me refiero.
– Sólo que el sucesor suele ser sordo o antipático frente al que lo precedió.
Creí que le iba a simpatizar mi aguda gracejada. Por el contrario, la ojerosa mirada se le oscureció aún más…
– La gratitud, señor Valdivia, la gratitud y la ingratitud. La primera es rara moneda política. La segunda, morralla de todos los días.
Se quitó discretamente una lagaña del ojo.
– Póngase a pensar cuántos presidentes salidos del PRI fueron leales con su antecesor. Después de todo, en el sistema PRI-Presidente el que llegaba a sentarse en la Silla del Águila llegaba por decisión del que ya estaba sentado allí. El Tapado pasaba a ser el Ungido. ¡Un perverso efecto del sistema! El nuevo mandamás tenía que probar cuanto antes que no dependía de quien lo nombró. Qué paradoja o mejor dicho, qué parajoda, señor Valdivia. Un sistema de Partido único en el cual la oposición siempre ganaba, porque el nuevo Presidente tenía que darle en la madre a su antecesor…
– Hubo excepciones -dije muy cartesianamente.
El Anciano escogió tres bolillos de la canasta de pan y dejó otros ocho adentro. No tuvo que decir más, aunque con el dedo de Dios escribió invisiblemente sobre el mantel 1940-1994.
– Pero ahora vivimos en democracia -comenté con forzado optimismo.
– Y el Presidente en turno sigue teniendo favoritos para sucederle, en su cabeza está pesando y sopesando quién servirá mejor al país, quién le será más leal, quién le respetará a su gente y quién no…
– Pero ahora el candidato del Presidente no será, como en tiempos de usted, el mero mero…
– No, pero el expresidente saliente será, letalmente, el expresidente, gane quien gane las elecciones. Y sucede que todo expresidente tiene esqueletos en el armario. Hermanos pillos, amantes insaciables, hermanitas impresentables, hijos perdularios, hombres de paja para los negocios, amigos de toda la vida que no pueden ser condenados a muerte, qué sé yo… ¿Qué le queda a uno sino compensar la extravagancia de sus allegados con una austeridad monástica? Ya ven lo que dicen de mí. Que me acuesto temprano para no gastar las velas.
– Sabe usted todo -le di mi mejor sonrisa. No me la contestó.
– Sufrir y aprender -suspiró y miró de nuevo con ensoñación hacia la masa brumosa del castillo de San Juan de Ulúa, la fortaleza que vigila la entrada del puerto.
Me percaté de que, atento al gesto y palabra de El Anciano del Portal, no había puesto una mirada atenta en la mole grisácea de Ulúa, que parecía una arquitectura aparte, inserta en el pasado, cargada de contingencias inamovibles…
– ¿Mira usted el castillo que es prisión? ¿Imagina la cantidad de políticos que debían estar allí purgando sus ofensas a la nación?
– Ya que usted lo dice, señor…
Se encogió de hombros, crujiendo levemente.
– Tenemos dos reglas de oro para la política mexicana. Una es benigna: la no reelección. Otra es más severa: el exilio. Pero la razón es la misma: todo malhechor es reincidente, mi joven amigo.
Me miró desde las profundidades de sus ojeras.
– ¿Sabe usted? Es un error creer que el Presidente sólo domina a los débiles. Lo más necesario pero lo más difícil es dominar a los poderosos. Le doy una regla y si quiere pásesela a los aspirantes a puestos públicos. Es esta. Si alguien quiere formar parte del Gabinete, primero debe ingerir un litro de vinagre por la nariz. Es la mejor preparación para llegar a la Presidencia, se lo aseguro…
El mozo de La Parroquia se acercó con la humeante y enorme cafetera. El Anciano se excusó. No me había invitado a beber un tercer café. Me arrimó el vaso de vidrio. El fantástico servidor cumplió con ese rito extraordinario que conocen todos los que desayunan en La Parroquia. El mozo levanta la cafetera por encima de su cabeza. La inclina y hace que el chorro del aromático líquido (¿así se dice?) caiga precisamente dentro del vaso.
Parece -es- un acto de magia. Fue en ese momento, inoportunamente, cuando le pregunté al exjefe del Estado:
– Y usted, señor Presidente, ¿se inclina por alguien para la sucesión de Lorenzo Terán?
El viejo pudo guardar silencio, mirar los cuervos anidándose para pasar una buena noche en los laureles de la plaza: nubes de aves buscando guarida nocturna con un alboroto que por fortuna opaco mis palabras, aunque El Anciano las escuchase. Le puedo decir desde ya, señora, que no he conocido oído más fino que el del expresidente al que, estúpidamente, quienes le pedían favores lo conducían al rincón más apartado del despacho para decirle:
– Como dicen que en el fondo es usted muy buena gente…
Yo no sé si El Anciano del Portal es buena o mala gente. Sólo sé que es un viejo astuto, que se las sabe todas y que no suelta prenda. ¿Me oyó, no me oyó, no quiso que el camarero oyese? El hecho, mi admirada aunque cruel amiga, es que el viejo empleó esos minutos de silencio, interrumpido sólo por el alborotado (¿o plañidero?) graznar de las aves crepusculares, para darme una clase de cómo se dice todo sin decir nada en la política mexicana.
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