– ¿Saben ustedes cómo llaman en Argentina a los moteles? ¡Albergues transitorios!
– ¿Usan la palabra albergue para eso? -pregunta Angelita, escandalizada.
– Bueno, con la cantidad de eyaculación precoz que existe en el continente, lo de transitorio sí que cobra sentido -señala Toña.
Es definitivamente más alegre que Constanza y mucho más descuidada con el orden del baño. Hay días en que no hace su cama y esto no le parece bien a Angelita, que vela por la pulcritud de la cabaña. Pero tras su vivacidad se esconde algo insondable.
Floreana la observa: es, sin duda alguna, una peso pesado.
– Yo no soy apta para encarnar a la mujer fetiche. No entro en esos cánones, ni física ni síquicamente -le ha confesado la noche anterior mientras se preparaba una tina caliente y la llenaba de espuma-. ¡Oh, Freud, el más machista de todos! ¡Pusiste el misterio por delante de la mujer porque no lo soportabas! Porque has de saber, Floreana, que si el labio, el muslo o cualquier otra cosa de la mujer no es fetiche, los hombres no tienen erección. Has leído a Freud, ¿verdad?
– Algo, pero no soy ninguna experta.
– ¿Sabes? Me encantaría tener un poco de lo que tienen las minas que cumplen bien su papel -continúa-. Las flores, las joyas… nunca un hombre me regala esas cosas… ¡Estoy cagada! -tantea la temperatura del agua con la mano-. De mí se enamoran puros desadaptados. Los normales, no. Me tienen miedo.
Me tienen miedo.
Me tienen miedo.
La repetición.
Floreana aspira esas palabras cuando su voluntad grita por vomitarlas. ¡No más!
No más, susurraron sus ojos entonces, cuando las montañas, en una escena cinemascope del Antiguo Testamento, la indujeron a creer que Dios o Yavé aparecería en cualquier momento. Los rayos del sol lo anunciaron en esa tierra sureña, la de la identidad propia, como le dio a Floreana por llamar a la Patagonia.
No más miedo, en esas soledades desérticas. ¡Qué color diverso tiene el abandono cuando es seco! La tierra se resquebraja, está a punto de partirse en dos, ¿qué capa de tristeza sostendrá estas sequedades?
No más miedo, susurraron sus ojos desde la Laguna Amarga con los flamencos -ellos color damasco, verde, verde la laguna-, viendo cómo se erguían majestuosas por detrás las dos torres, secas, de color café, cuidándolos a todos. El Almirante Nieto, nevado y real. Todos protegidos menos ella, sola en medio del paisaje bíblico porque un hombre tuvo miedo.
(Era después del amor, dentro de la cama en el Hotel Valdivia; ella le cuenta de Magallanes, no disimula la fascinación que le produce un lugar que contiene varios países dentro de él. Magallanes es la Patagonia, le dice, es otro país; luego le habla de Puerto Williams, ciudad final de Chile, la más austral, donde se ha entrevistado con una anciana, la última sobreviviente yagana: una sola de toda su raza. Le habla también de la sequía, cómo la naturaleza ha golpeado la zona, cómo los pastos se han secado antes de tiempo, y se detiene en la nieve, la peste blanca. El terremoto blanco, la llaman los fueguinos. El Académico hace un paralelo entre el Estrecho de Magallanes y Ciudad del Cabo, ambos envueltos en esperanza, Cape Point por el Cabo de la Buena Esperanza y aquí, en nuestra tierra, Magallanes por la Provincia de la Última Esperanza. También allá se juntan los océanos, the south of the south. Por eso, le dice ella, si estuviste allá conmigo debes también acompañarme aquí, he oído que en las Torres del Paine la esperanza es sagrada; yo tengo que volver allá dentro de poco, insiste, ¡ven conmigo! Él se lo prometió. Y no cumplió su promesa porque tuvo miedo.)
Ese miedo la obligó a navegar desacompañada por el lago Grey; los hielos que sobrepasaron a las cumbres, en el azul celeste de los ventisqueros, le dijeron que la montaña era sabia: deja ir aquello que no puede mantener. Allí los glaciares, los del lago, tenían formas de cristal tallado, y el corazón de Floreana constató que la naturaleza dotaba a cada uno de los suyos de esas líneas que a él le eran negadas: una página en blanco su corazón. Página abandonada con la misma irresponsabilidad de un escritor que habría debido imprimir en ella la emoción.
Creo que los ojos se copan, pensó Floreana concluyendo su vuelo, cerrando las alas para abandonar las Torres del Paine, adonde su cobarde insuficiencia nunca quiso ir sola. A partir de un cierto número de imágenes, los ojos ya no ven. No pueden seguir viendo.
Se anula la Patagonia, por excesiva, pero no se anula el irremediable miedo.
Un corazón quiso saltar un pozo
confiado en la proeza de su sangre,
y hoy se le escucha delirar de hambre
en el oscuro fondo de su gozo.
Las caderas del doble de David Hemmings se cimbran con la música.
El corazón se ahogaba de ternura,
de ganas de vivir multiplicadas,
y hoy es un corazón tan mutilado
que ha conseguido morir de cordura.
Interrumpe la canción:
– ¡Morir de cordura, Floreana! ¡Qué muerte!
¿Estará pensando en mí?
– Los dos conocemos un corazón que podría morir así, ¿verdad?
¿Es Flavián o es ella? Quisiera darles un giro creativo a las ideas.
– Ya que hablamos de eso, Pedro: ¿por qué escribes sobre el erotismo?
– Uno siempre escribe sobre lo que no ha resuelto, o desde sus carencias; no conozco a un solo escritor que escriba de sus certezas. Igual he malgastado mucho tiempo haciendo la distinción entre lo erótico y lo pornográfico. Nunca faltan las mentes estrechas que los confunden. ¿No crees que vivimos en este país un momento de mucho pan y poco circo? Tenemos que hacerle empeño a sacudir el marasmo. Ése es mi intento… como verás, del todo extraliterario.
– Dentro de la falta de circo, la libido se ha vuelto escurridiza, ¿verdad?
– Escurridiza y demodée. Este sistema está excluyendo el amor y el placer. Hay que horadar el sistema, Floreana, como los antiguos revolucionarios -Pedro sonríe y ella no sabe cuándo habla en serio, cuándo en broma-. En el peor de los casos, nos pegarán una patada en el culo, pero la tentación de transgredir es enorme…
– Se ha desordenado el amor -medita Floreana en voz alta.
– Sí… -parece conceder él-. Bueno, la tarea es enriquecer las apariencias para tomarles confianza fantasiosamente. En eso estoy yo.
Pasado un rato, Pedro le clava, muy serio, la mirada.
– Quizás sea más corto aclararte algo desde el principio. Soy un habitante forzoso de un mundo que yo mismo elegí.
– En otras palabras…
– Soy homosexual.
Floreana se sorprende. No se le había pasado por la mente.
– ¿Tienes algún problema al respecto? -pregunta él.
– Ninguno. Sólo que es una lástima para el género femenino. ¡Qué pérdida! -lo dice con toda espontaneidad.
A Pedro esto le hace gracia.
– Sin embargo, he hecho una opción justa porque, dejémonos de cosas, las mujeres están enamoradas del concepto del amor, no de los hombres.
– Y los hombres, ¿de quién están enamorados los hombres?
– Cada vez más de otros hombres.
Su sonrisa es vigorosa. Aliviado tras haber entregado una información que creía imprescindible, continúa:
– Estoy acostumbrado a la reserva que los demás tienen hacia mí; nunca me han dado el aplauso abierto, ese aplauso limpio y total. Siempre queda un espacio de vacilación, nunca hago las cosas enteramente bien. Lo raro es que ya ni sueño con ese aplauso, ahora parto de la base de que no me será concedido.
– En eso, créeme, soy tu hermana.
– Pero en otra cosa no lo eres: yo estoy en contacto con mis propios bajos instintos. Y basta mirarte para saber que tú no lo estás.
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