Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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– ¿Cómo sucedió?

– No voy a entrar en detalles, me resulta muy difícil. El resumen es que hice un diagnóstico equivocado y por mi culpa el paciente murió. Si yo hubiese estado más sano, más atento, jamás habría ocurrido.

– Pero eso no es matar…

– Claro, no lo maté con mis propias manos… Pero la negligencia médica puede ser mortal, y uno aprende eso el primer día.

– Ay, Flavián, ¡qué tremendo! -Floreana le toca la cabeza, acaricia su pelo castaño, y su atrevimiento al alzar la mano hacia su mejilla nace de la más pura compasión-. Fue por eso que te viniste, ¿cierto?

– Sí. Me echaron de la clínica donde trabajaba. Como ha sucedido más de una vez, no me acusaron al Colegio Médico, sólo me cortaron el trabajo. Tampoco hubo una familia que se querellara… Era un hombre rico, aparentemente bastante solo, y la viuda pareció más que resignada ante la herencia.

Todo el episodio fue muy abyecto.

– ¡Dios mío, cómo habrás sufrido!

– Lo indecible. La culpa no me abandona ni un solo día. Pero volviendo a tu primera pregunta… Cuando llegué esa noche a mi casa, destrozado, fui en busca de mi mujer. Venía saliendo de un largo baño de tina y se veía relajada. Hasta que me puse a hablar. Le conté todo. Su reacción fue la más opuesta a lo que yo esperaba y necesitaba. ¿Sabes qué me dijo? ¡Vivo con un asesino! Lo gritaba una y otra vez. Los niños oyeron. Los encerré en la pieza y volví furioso donde ella. La pelea fue feroz y comenzó a provocarme. La amenacé con pegarle si seguía. ¡Pégame!, me gritaba: si ya has matado a un hombre, ¿por qué no pegarle a una mujer? ¡Pégame de una vez, siempre has querido hacerlo, demuéstrame lo macho que eres! Yo hacía un esfuerzo descomunal por controlarme. Entonces ella hizo algo inaudito: se abrió la bata de baño que la cubría, debajo estaba desnuda. Separó las piernas y se llevó ambas manos al sexo, tomándoselo. ¿Ves?, me gritó, ¿ves este lugar? ¿Quieres saber cuántos hombres han estado aquí desde que nos casamos? ¡Además de asesino, eres un cornudo, y un cobarde porque no te atreves a pegarme! ¡Me tienes miedo!

– ¡Supongo que te fuiste y la dejaste sola con toda esa histeria! -lo interrumpe Floreana, que ha escuchado sin aliento.

– No. La golpeé. Ella parecía feliz de que por fin lo hiciera. Después se vistió con una perfecta sangre fría, tomó el auto y partió. Yo tenía ganas de pegarme un tiro. No tardó mucho en volver y me dijo que había dado aviso a la policía, que me había denunciado por maltrato físico, que había quedado fichado.

– ¡Mi pobre Flavián! ¿Cómo ayudarte a olvidar algo tan horrendo? -vuelve a acariciarle el pelo-. Tu mujer estaba loca o te odiaba mucho. ¿Qué le hiciste para que pudiese tratarte así?

– Algo que todos les hacen a todos: me había enamorado por fin de una mujer maravillosa y ella se había enterado.

Durante el trayecto de vuelta, ninguno habla. ¿Cuánto haría que él no ventilaba esa historia? A Floreana le parece pobre sacar a relucir sus heridas luego de lo que ha escuchado, y no sabe a qué expresión recurrir para el consuelo. Si te sirvió, le dijo él al montar, valió la pena contártelo. Por su postura delante de ella en el caballo, Floreana imagina que la cabalgata le ha devuelto la prestancia. Pero su corazón continúa pendiente de un hilo, delgado y frágil. Sólo la pena lo sujeta.

Evidentemente, llega tarde a la sesión colectiva en el comedor. Elena la mira pero no dice nada, y ella no logra atender a lo que las otras hablan. Sólo recuerda la historia de Flavián y sus palabras al despedirse: «A partir de hoy somos inevitablemente cómplices; tratemos de quedarnos en esa categoría, ya que no soy el mejor modelo de ser humano. Y me alivia que lo sepas.»

Lo dijo sonriendo con amargura.

6

Ahí está el sol: el forastero.

Sentadas en el porche de la cabaña después del almuerzo, le dan la bienvenida y lo aprovechan. Las distrae un matapiojos y su vuelo de ventilador ofuscado. Tintinean las cucharas en las tazas de café.

– Es verdad, hablo poco de mi madre -comenta Floreana-, pero es una gran mujer. Nos puso pocas cortapisas, las mínimas. Miren, mis amores, nos decía, la vida no es como yo quisiera que fuera, así es que tengo que prepararlas para esta vida, la real, que es una buena porquería. Me encantaría decirles que tienen los mismos derechos de los muchachos, pero si les enseño eso les va a ir mal: se lo van a creer y el día en que agarren a besos a uno porque ustedes tienen ganas, él las va a descalificar y las mirará en menos por encontrarlas disponibles, aunque él también haya sido criado por una mujer a quien este sistema deje perpleja, como a mí. Claro, ya de grandes… grandes-grandes quiero decir, podrán vengarse y hacer lo que quieran. ¡Pero en la adolescencia no!

– ¡Qué lujo de mamá, hasta cínica la hallo! -exclama Toña.

– La mía me ha controlado toda la vida -acota Angelita-, siempre ha sido una entrometida. Tanto así que en mi adolescencia yo mantenía dos diarios de vida: uno para ella y otro real. Ornamentaba de «confidencias» y de «secretos» el que dejaba a la vista, para que mi mamá se lo creyera.

– ¡Dios mío! -exclama Floreana riendo.

– ¿Cuál de los dos sería más entretenido? -pregunta Toña, burlona.

– Lo que es a la mía, sería incapaz de describirla. Escuchen esto: todos los días lunes y martes mis hijos se iban a casa de su padre, cuando estábamos recién separados. Y todos los martes llegaba mi madre a ver a sus nietos. La escena se repetía martes a martes. La empleada le servía un café y la acompañaba en el living mientras ella comentaba lo mala madre que era yo. Luego me decía por teléfono: nunca están los niños cuando voy a tu casa. Pero, mamá, le contestaba yo, los martes los niños se van con su papá y tú vienes siempre los martes. Pero cómo, yo creía que sólo martes por medio. No, mamá, te lo he explicado veinte veces. Y al martes siguiente volvía. Cuando entré en la peor de las crisis, mi mamá me dijo:

»Estás cansada.

»Sí, es que trabajo mucho.

»Te ves ajada.

»No es raro, con la vida que llevo. Después de todo, tengo que mantener a los niños…

»¿No te das cuenta de que, si te vieras más linda, todos tus problemas se resolverían?

»Un día me llama por teléfono: que se siente mal, que la vaya a ver. Yo estaba con una depresión que apenas podía levantarme de la cama; no era la persona más adecuada para consolar a nadie, la que necesitaba consuelo era yo. Pero igual fui.

»Creo que estoy en las últimas, me dice mi madre.

»No, mamá, no exageres. Estás un poco depre, eso es todo.

»Tengo un problema que resolver antes de morir.

»¿Cuál?

»No puedo dejar este mundo con una hija tan amargada.

«Como ven, lo hice mal. ¿Cómo fui tan tonta, cómo no me rebelé en la adolescencia, el único momento en que correspondía? Con mi hermana, en cambio, que es una loca adorable, tiene muy buena onda porque ella la hizo añicos en la juventud. Recuerdo cuando a los catorce años tomó una moneda y con su filo rayó toda la muralla de la fachada de la casa: ¡Vieja concha de su madre! Hoy son íntimas.»

Ésa es Olivia, alta, muy, muy flaca -puro hueso, como la Olivia de Popeye, le dice Toña-, y el pelo castaño con un corte masculino. Su cara es tirante y dura, seca, y su mandíbula parece estar a punto de ser reabsorbida. Cuando mastica, cada hueso confirma su presencia, dándole un cierto aire de codicia. Masca chicle sin parar, cosa que a Floreana la pone nerviosa. Olivia dice que es porque dejó de fumar. Le habría correspondido estar en la cabaña de las intelectuales, a juzgar por sus intereses. Es periodista y se ha especializado en cine, teatro, literatura, música. Desde que llegó, no se ha sacado su chaqueta de plástico acharolado, tan amarilla como la electricidad. Su acento delata una larga estadía en Argentina. («Inconmensurable Buenos Aires», murmura.) Su franqueza y su extraversión se encuentran con las de Toña y, en vez de chocar, se dan la mano.

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