– Me da pena oírte hablar así, pero no me parece tampoco que las justas paguen por las pecadoras.
El intenta sacudirse la ira.
– ¿Eres justa? -exclama-. ¿Existe una mujer justa sobre la faz de la tierra?
– Mira: tú tienes rabia, yo tengo rabia. A mí me abandonaron como a ti, y he tenido inmensos problemas para criar a mi hijo… No todas somos iguales… Considero deshonesto lo que hizo tu esposa… pero estamos las otras, las que peleamos por relaciones pares y honradas… Estamos las que sufrimos… Te he hablado de ellas. ¿Sabes tú, Flavián, que en el Albergue hay mujeres que duermen hechas un ovillo cada noche, porque la pena les impide enderezar el cuerpo, y que hacen enormes esfuerzos para quererse a sí mismas porque nadie más las quiere?
Flavián no cambia su gesto ni su posición.
– Son todas iguales, en el fondo.
– No. No lo somos, aunque te escudes en eso -Floreana inspira con dificultad el aire desde su desolación y se lo arroja-. Yo creo que los hombres no quieren amarnos.
– A ver, explícamelo mejor -no es un tono invitador ni receptivo, pero al menos ha dejado de caminar por la pieza.
– No nos aman desde que nos dio por pelear por el amor para nosotras, y ya no preocuparnos solamente de satisfacer al otro.
– Algo en tu tono me indica que estás en guerra. Sí, claro, es difícil amar a quien nos trata como a enemigos.
– Puedes imaginar entonces la imposibilidad de amar a uno como tú -ya se arruinó la noche, piensa Floreana, ya no importa nada.
– La diferencia es que yo no pido que me amen, no pretendo que nadie me ame, no me quejo, y es más, te puedo agregar que no soporto que me amen… y no te sorprenderá, espero, que no me guste la mujer guerrera.
– Bueno, las guerreras les tienen mucha rabia a los hombres, por mil motivos reales, y no se imaginan con un hombre sino en la transacción. Pero también hay mujeres que no quieren más guerra, que apuestan a la dulzura, a la solidaridad, al cuidado profundo y recíproco de uno por el otro, al amor mutuo; no a la protección convencional.
– ¿Y tú -la escudriña-, qué quieres tú?
Floreana lo mira incierta, casi perdida.
– No sé. Sólo sé que tengo miedo a ser herida otra vez.
– Las mujeres piden ellas mismas que las duelan… -se levanta de la mesa, brutal, bebe el último sorbo de vino.
…para no llegar secas a la tierra de Dios, Floreana completa la oración en silencio.
Entonces él le entregó su suéter: ya es muy tarde, vamos a dormir, le dijo, y ella se retiró a la única habitación de la casa.
– ¿Floreana? -oye su llamado al salir del baño con la escobilla de dientes en la mano-. Ven un poco.
Se dirige a la salita. Ahí está él, acostado en el sillón, vestido con la sola camisa celeste, los pantalones y los zapatos ordenados sobre la silla, su cabeza y sus ojos vueltos hacia el techo como si esa noche todas las constelaciones estuviesen reunidas allí.
Cuando Floreana se acerca, él alarga su mano por encima de las frazadas revueltas y busca la de ella, de pie frente a él. Se la toma ligeramente. Es un contacto mínimo, pero su piel lo registra de inmediato.
– Te queda bien el suéter. Me gusta esa cosa larga y huesuda que tienes, tan desmañangada…
– Me da pena verte así. ¿Por qué no me dejas a mí el sofá y te vas tú a la cama? Ahí vas a poder dormir bien. Es culpa mía, yo debería estar en la casa de la directora de la escuela.
– Me diste la oportunidad de sentir que te abrigaba, y tengo que reconocer que eso me tocó el corazón. Pero mira cómo lo he hecho… -se vuelve hacia ella, Floreana se conmueve ante lo contrariada que luce su expresión-. Soy un imbécil, y necesitaba decírtelo. Y si no supiese a ciencia cierta que soy ese imbécil, no estaríamos hablando de esto sino de compartir la cama. Discúlpame, Floreana, me he descargado contigo y tú no eres responsable de nada. Ha sido feo de mi parte, una especie de cobardía inexcusable.
– Parece que el destino de las justas es pagar por las pecadoras, como te lo dije antes… Al menos tú eres más sano que otros, tu rabia es evidente y eres capaz de expresarla. Hay tantos que se la guardan, no la reconocen y hieren de lado, no de frente.
– Pero es imperdonable que se la arroje a una mujer como tú, que es lo último que se merece.
Es que algo se me mueve adentro y me aflora la rabia sin que yo la controle. Soy un caso perdido, Floreana, te diste cuenta ya, ¿verdad? Ésta ha sido una noche larga, muy larga, la más larga de muchas noches. Me apena…
Floreana se sienta a su lado, en el borde de la cama, siempre con su mano sujeta por la de Flavián.
– ¿Qué te apena?
Flavián la mira con los ojos del hombre que el afán de Floreana quiere que sea.
– Nada. Mejor me callo. Voy a cumplir prácticamente dos noches sin dormir; no estoy en mis cabales y me siento a punto de cometer cualquier estupidez. Anda, Floreana, anda a acostarte -retira con suavidad su mano.
Cometámosla, la estupidez que sea: es su plegaria interna junto a su anhelo de guarecerse bajo esas mismas frazadas. Pero su voluntad largamente entrenada la obliga a levantarse. Sabe que no se le ofrendará otra noche como ésta.
– Buenas noches, Flavián -le dice, su mano vacía, de pie en el umbral.
– Buenas noches, Floreana -y cierra los ojos.
Así comenzó la larga vigilia. Entre los nudos del temor y los del deseo, Floreana esperó. Palpó su cuerpo inútil y, al hacerlo, acudió a ella otro momento lejano, demasiado, quizás, pero siempre fijo en la acumulación de su sangre.
Floreana embargada de placer, de ése, de aquél. Se tiende a esperar el día, a esperar el cuerpo del delito que la mantiene alucinada, avergonzada, estremecida. Cada poro se hunde y espera y espera para ver a ese hombre testigo, dueño y hacedor de su desenfreno. Floreana se lame los dedos, roza sus pezones, se palpa abajo preguntándose cómo tanto grito, líquido, espasmo, delirio y delicia se desatan, cómo, de dónde vienen. Cuenta las horas para que él llegue, aunque sabe que puede no llegar más… y si reptara por el suelo y si jugara a que la alfombra es el cuerpo del otro… Arrojada en la alfombra juega a balancearse, la pelvis sujeta a la alfombra como único anclaje hasta que empieza la voluptuosidad, luego el cosquilleo, es suyo este cosquilleo, sigue la alfombra, es suyo ese espasmo, sigue la alfombra, es suyo el voltaje, sigue la alfombra, es suyo, todo suyo el desborde, sin testigo, sin dueño, sin hacedor: es su propia estrella que irrumpe en un gran fuego artificial. Comprende que no necesita esperar al hombre.
En ese momento comprendió que estaba preparada para asumir la castidad.
Por fin pasó la solemne fijeza de la noche y sólo la lluvia ha impedido que su silencio fuese sepulcral. No hubo otro sonido, fuera de ése, indiscernible, de su espera.
Después del amanecer, el día, tan poco respetuoso con las ondulaciones de la noche previa, desmintiendo lo que se creyó cierto cuando el sol se ocultaba, siempre falsificando una armonía que sólo desliza la oscuridad anterior, ese día frío se precipitó hacia el campo y el Albergue. Floreana se sintió lanzada a los primeros reflejos del alba, siendo ella quien se precipitaba, y no el día.
Como el cielo se ha convertido en una acuarela, los colores se acompasan en Floreana. Camina sin rumbo. Si pudiese desprenderse de la desolación, como hacían las mujeres yaganas con las pinturas de sus cuerpos cuando las fiestas rituales concluían…
Llegó de Puqueldón esta mañana y encontró a Constanza -la más madrugadora de la cabaña- todavía en cama; su cuerpo doblado en dos parecía adolorido, y mirándola desde sus ojeras violáceas le dijo:
– Te eché de menos.
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