Marcela Serrano - El albergue de las mujeres tristes

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Floreana, una historiadora aún joven y más atractiva de lo que ella misma quiere creer, llega a un albergue sui generis en la isla de Chiloé. Allí, en medio de los paisajes del profundo sur chileno, acuden diversas mujeres para curar las heridas de un dolor común, el desamor. Si bien la incapacidad afectiva masculina parece ser para ellas la clave del desencuentro, la autora da voz, por primera vez, a un personaje masculino, el médico del lugar, un santiaguino autoexiliado en la isla que arrastra también sus propias cicatrices. Ambivalentes, reprimidos sexualmente, vacilantes en el compromiso amoroso, los hombres sienten miedo frente a la autonomía que las mujeres han ganado. Mientras tanto, en ellas crece la insatisfacción, el mal femenino de este fin de siglo.

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– Un poco taxativo -responde Floreana, como si no hubiese detectado ni un dejo de agresión.

– No es extraño cuando uno ha sido esclavo de una mujer.

– ¿Y qué pasó con ella?

– Luego de convencerse a sí misma de que la víctima era ella, ya sabes, el típico juego de los culposos deshonestos, los que se convencen de ser las víctimas cuando evidentemente han victimizado, partió con otro. Se fue, como en la canción mexicana, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido -sonríe con buen humor.

Floreana no puede dejar de mirar esas manos que se mueven entre el manubrio y el cambio. Es un hombre que debe tocar tan poco, deduce lamentándolo.

– Además, pienso que el matrimonio es perverso -continúa él, ajeno a los pensamientos de Floreana.

Ella rompe a reír.

– En eso estamos de acuerdo, pero explícame por qué lo dices tú.

– Porque para mí es un hecho, no una posición intelectual. El matrimonio es el espacio de la esclavitud, la muerte de toda convivencia sana. También, el de la impaciencia, el aburrimiento y el ahogo de la sensualidad.

Sensualidad, se repite Floreana, sorprendida de que le guste tanto que él la mencione. Tal vez porque en ella es el flanco más débil.

Súbitamente, aparece una curva peligrosa y Flavián prefiere concentrarse en la conducción. Floreana, siempre atemorizada de parecer demasiado evidente a los ojos del otro, guarda silencio para no enturbiar la tenue comunicación que se insinúa y que ella anhela. Tras la segunda curva, le habla:

– Creo que ya me toca manejar a mí, Flavián.

– De acuerdo, pero… -la observa dudoso- ¿has manejado alguna vez un jeep de este porte?

– Sí. ¡Por favor, qué pregunta!

– Perdón, perdón -Flavián detiene el jeep y abre la puerta para bajarse-, ¡si ustedes son las sú-per-mujeres!

Ella decide ignorarlo y se instala al volante. Él se recuesta en el asiento a su lado, tan felino como lo vio aquel día en el almacén. Extiende sus dos brazos detrás de la cabeza, parece disponerse a conversar frente a una chimenea.

– A ver si estamos de acuerdo en esto del matrimonio, que me interesa -prosigue él-. Primero, la generosidad no resulta una buena aliada para formular una vida en común. Las mujeres siempre se aprovechan de un hombre generoso y uno termina siendo un títere en sus manos. Segundo, me molesta sobremanera que el matrimonio sea el lugar elegido para vivir la suma de las impaciencias: un lujo único. Impacientarse cada vez que uno quiere, y hacerlo gratis, porque en ningún otro espacio puede perderse el control… Para eso se inventó esta institución: el corral donde pueden enjaularse, bien protegidas, todas las impaciencias.

Ella piensa en todo lo que ha escuchado y decide que él es un poco loco. Nadie habla de estas cosas con una desconocida.

Tomando un paquete de Kent, Flavián le ofrece un cigarrillo que Floreana rechaza.

– Tú, como médico, no debieras fumar -le sonríe-. No debí regalártelos.

– Les ruego siempre a mis pacientes que no me sigan el ejemplo -desprende apenas los escombros grises de la punta del cigarrillo en el cenicero del jeep y continúa charlando sólo cuando aparece el brillo de la brasa, listo para llevarlo otra vez a su boca-. Al mes de la muerte de mi padre, le pregunté a mi madre, con toda la consternación del caso, cómo estaba. Me miró sin saber si decirme o no la verdad. Al fin estalló en llanto y me dijo: ¡esto es horroroso, ya no tengo con quien pelear! Textual. Eso es el matrimonio.

Floreana ríe.

Luego de aspirar el humo, él vuelve a hablar. Da la impresión de que lo hace más para sí mismo que para ella.

– Tercero: el erotismo. ¿Has pensado que los casados no tienen casi derecho a calentarse? Están obligados a usar el bache, el pequeño espacio que les quedó entre una cosa y otra, aprovechar la coyuntura al margen de las ganas. Por eso buscan amantes, para poder planear el deseo y los preparativos románticos que tanto les gustan a ustedes. Para inventarse el momento.

– Eso no es culpa nuestra -se defiende Floreana, y hace un esfuerzo por disimular el vértigo que le produce esta descripción. De nuevo oye el dúo de sus voces, la que se enciende con sólo escucharlo y la que le recuerda que es aquélla la parte más negada y difícil de sí misma.

– No, no he dicho que lo sea… -vuelve a aspirar el humo con indolencia-. Pero coincidirás conmigo en que, para la búsqueda del erotismo, la preparación del deseo es importante, esa anticipación fantasiosa de lo que viene -habla mirando por la ventana, como si los patos o los corderos fuesen interlocutores tan válidos como Floreana-. Los casados, en cambio, tienen la obligación de usar el tiempo que tienen, y hacerlo, además, entre el hastío, la pequeñez doméstica y las intromisiones de los hijos. En buenas cuentas, ¡el sexo en el matrimonio no es una fiesta!

– ¿Cuántos puntos más te quedan?

– Ya he tocado los principales -responde riendo.

– Veo que hablas en serio sobre no volver a casarte. ¿Y el amor? ¿Tampoco ahí piensas reincidir? -ella quisiera que él hablara de erotismo para siempre, pero es más seguro hablar de amor.

– Tengo mi trabajo. Es lo único que controlo, por lo tanto no quisiera desviarme de él. No estoy dispuesto para el amor; me debilita y me hace perder energías preciosas.

– ¿Perder? ¿Y no podrías ganarlas? -¡miren quién habla!, le dice a Floreana su segunda voz.

– ¿Ganarlas con el amor? No, no. El amor me desconcierta y me descontrola. No me sirve.

Busca una cassette en la guantera y le comenta, sin mirarla:

Oye… ¿qué está pasando? Nadie me hace nunca preguntas tan directas. Estaré muy cansado, o muy solo, o tú eres mágica, que me haces hablar así…

De puro nerviosa, Floreana le pregunta qué música va a elegir.

– La estoy buscando, algo muy bonito… además, acabo de instalarle un equipo nuevo al jeep y se escucha estupendo… -sigue buscando-. Como manejo tanto de pueblo en pueblo, valía la pena la inversión.

Mientras se concentra en el paisaje -que en esta isla tiene el don de subyugarla-, llegan a sus oídos las primeras notas de una sinfonía, y junto a ellas un golpe lacerante a sus entrañas.

– ¿Puedo cambiarla? -balbucea.

– ¿No te gusta Brahms? -Flavián parece confundido.

– Mucho, pero no esta sinfonía -y sin pedir permiso la arranca del aparato.

Flavián la mira. En el fulgor de esa mirada, Floreana reconoce los ojos que trataron la pena de doña Fresia; la observan como si fueran expertos en detectar heridas aunque éstas pretendan ocultarse.

– ¿Quieres hablar de algo especial? -se lo dice con un tono cuidadoso que hasta ahora no había usado con ella.

– No.

Coloca un concierto para clarinete de Mozart y el silencio se instala entre ellos por un buen trecho.

– Falta poco para el trasbordador -la alienta él transcurridos unos diez minutos-. Y cruzando, estaremos muy luego en Puqueldón.

Ella mira complaciente hacia el camino y no responde. Entonces, él vuelve a hablar, otra vez como para sí mismo. Ya ha olvidado el episodio de Brahms.

– Las mujeres piensan, y lo que es peor, discuten sus emociones infatigablemente. Nosotros no lo hacemos, ¿sabías?

– Ustedes se lo pierden.

– Es que los hombres no tenemos amigos, como las mujeres. Tenemos competidores.

– A veces ustedes me dan pena… honestamente -murmura Floreana.

– A mí también. Creo que los hombres estamos atravesando por algunos problemas.

Sube el volumen de la música en un pasaje que lo conmueve. Pero el respeto por Mozart no dura mucho.

– Sin embargo -sigue-, las sensaciones de las mujeres están bastante desprestigiadas también, tienes que reconocerlo -él nunca pierde el hilo, observa ella-. ¿O no? Que las hormonas, que las emociones, que la identidad… ¡Tanto rollo!

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