«Entre los brazos de ella lo trocaron
en un cervato esquivo;
pero ella lo guardó, muy abrazado,
al padre de su hijo…
Y la saliva pastosa entre sus dientes, y la pereza de su mano para mover el peine en sus cabellos, y el percutir de las mismas sflabas: «The fatber o'your cbild»… «Al padre de tu niño…»
«Entre los brazos de ella lo trocaron
en un hombre desnudo;
pero encima le echó su manto verde
y entonces ya fue suyo…»
Se tendió en la cama, larga, inválida… El vaho del calor no dejaba lugar al sueño… Igual que recibir en la cara el vapor que suelta una locomotora… Varias veces viajó ella asándose con el maquinista entre las plantaciones y el puerto… Se ahogaba… Púsose en pie para cerciorarse con su mano de lo que estaba cierta, porque lo veía, la ventana abierta de par en par, sólo defendida por el cedazo… Acercó los dedos a la redecilla en que del lado de afuera zumbaban los insectos pugnando por llegar a la luz que ella tenía encendida en su cuarto… ¡Tam Lin se nos ha ido!… ¿Quién era ella sino otro ser minúsculo, volandero, ansioso, detenido a la puerta de la felicidad por el destino?… Se volvió a su cama, el calzoncito celeste, sus senos como los bajo relieves cobrando ya otra dimensión…, desesperada de aquella cama en que no había un trecho que su cuerpo no hubiera caldeado… Era un candente hierro la flor de su deseo… «Le eché mi manto verde y entonces ya fue mío.»
Bajo la sábana blanca, Juambo la vio dormida. Jugó la tiza de las córneas al abrir y cerrar los ojos recordando que la sorprendió con el fulano en el oficio de las lavanderas, sobre la ropa, en la penumbra del domingo. Tras él subieron los perros. Le lamían las manos callosas de manejar el motocar. Por en medio de los pies le pasó una rata. Los perros la siguieron rasguñando el piso. Después se juntaron en la puerta y se durmieron con Sambito que se tendió en la hamaca.
El silencio quedó suelto. Ya todos dormían.
– No maneja sus suelas, pero nos trae buenas noticias -dijo el presidente de la Compañía a un felino orangután, senador por Massachusetts, apenas oyó los pasos del visitante que esperaban.
El senador se había llevado las manos velludas, velludas hasta el nacimiento de los dedos, a las peludas orejas, para significar su disgusto por las pisadas de aquel bárbaro bananero en los vidriados parquets de madera que pertenecieron a uno de los más suntuosos edificios de Chicago, yendo a parar allí después de los incendios, por compra que se hizo a precio de liquidación de escombros.
Las suelas de los zapatos de Geo Maker Thompson atronaban sobre el piso, antes de desembocar su figura a la puerta del despacho del presidente de la «Tropical Platanera, S. A.», a quien no le molestaba del todo aquel repiqueteo, por ser el paso del vencedor.
– ¡Es una bestia!… -protestó el felino orangután blanco, senador por Massachusetts, presa de indignación.
– ¿Y qué otra cosa quiere el señor senador que sean los que viven en los trópicos?
– ¡Bestia!
– ¡Ya llega!
– ¡Viene marchando, ¿no lo oye?, viene marchando!
– ¡Pasos así son triunfo, señor senador!
Geo Maker Thompson, imaginando el sillón en que le sentarían, para escucharlo, los cigarrillos que le brindarían, obsequiosos, la luz tácita de los ventanales velados por persianas verdes, los mapas roturados como cicatrices de la pobre Centroamérica colgados de las paredes, no menguaba la fuerza de sus pasos al avanzar: por el contrario, ya cerca de la puerta del despacho pateaba más duro.
– ¿Quiere usted que nos sentemos, señor Maker Thompson? -dijo el presidente de la Compañía, amablemente; al fin había llegado.
El felino orangután blanco, senador por Massachusetts, jugó sus ojillos de color de confites rosados, y al encontrar al visitante inmóvil en el sillón, principió:
– Lo hemos convocado urgentemente, señor Maker Thompson, para oír de sus labios los informes que tenemos sobre la posibilidad de anexar esos territorios a nuestra República; desde 1898 que no tenemos anexiones, y eso no puede ser… ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!… -esponjóse al reír como si se riera con todo el pelo rubio de su cuerpo asomándole por las bocamangas y por el cuello, como una especie de musgo de oro.
– El 7 de julio -intervino el presidente de la Com pañía- se cumplirá el octavo aniversario, ¿octavo o sexto?, de la anexión de las islas Hawai, y el señor senador por Massachusetts, aquí presente, no fue ajeno a esa gran conquista. Es un técnico, es un especialista en anexión de territorios. Por eso lo he convocado.
– ¡Gran honor!… -exclamó Maker Thompson, torpemente embutido en el sillón de visitantes y desesperado de verse en aquella actitud pasiva, siendo que él traía ya casi anexado a la República ese territorio.
El senador se inclinó, más para ver el mapa que tenía extendido en el escritorio que para agradecer la felicitación. Un monóculo ligeramente teñido de verde, casi una esmeralda, plantóse en el ojo izquierdo para examinar mejor el mapa, y entre los clientes se le vio la lengua temblorosa, granuda, como tomando aliento antes de hablar.
– Efectivamente, fue un honor muy grande para mí estar al lado de mi coterráneo, señor Jones, nacido en Boston, cuando provocamos en Hawai una revolución que dio por resultado la anexión de esa maravillosa isla a nuestro país. ¡Sin filibusteros! ¡Sin filibusteros! -repitió el senador clavando en el visitante su ojillo de confite rosado a través del monóculo verde-. Las revoluciones, nuestras revoluciones, deben ser hechas por hombres de negocios, y lo hemos convocado, por lo tanto, señor Maker Thompson, para que nos informe de viva voz sobre las posibilidades de anexarnos esos territorios que veo dan sobre el Mar Caribe, tan importante para nosotros.
Maker Thompson, saliéndose un poco del sillón, empezó a hablar ensayando algunos ademanes, amplios ademanes, lo que al presidente le pareció insoportable.
– Sin restar valor en lo más mínimo a la forma como se anexaron las islas Hawai, debo principiar mi información haciendo ver que los territorios que ahora tratamos de anexar no están poblados de bailarines de ula ula, sino de hombres que en todas las épocas han combatido, y donde las palmeras no son abanicos, sino espadas. A la hora de la conquista española combatieron hasta la muerte con bravos capitanes, la flor de Mandes, y después con los más audaces corsarios ingleses, holandeses, franceses.
– Por eso el señor senador -dijo el presidente de la Compañía – expuso ya que los métodos pacíficos son los que deben emplearse. Nada de aventuras armadas innecesarias. Pacíficamente, como se hizo en Hawai. Procurar primero que el capital invertido sume las dos terceras partes, y entonces, proceder.
– Y por eso yo, sin disentir del criterio del señor senador, expliqué cuan diversos son los habitantes de los países de América Central de los de las islas Hawai, para corroborar en todo el propósito de la anexión pacífica.
– ¡Bravo! -exclamó el presidente de la Compañía.
– Y es más: siguiendo esa política de penetración económica, se ha conseguido ya: primero: que en la zona que dominamos en Bananera sólo corra nuestro signo monetario: el dólar, y no la moneda del país.
– Es un paso muy apreciable -subrayó el senador levantando los ojos del mapa al tiempo de soltar el monóculo, como una escupida verde de sus párpados rosados.
– Segundo -siguió Maker Thompson-: hemos abolido el uso del español o castellano, y en Bananera sólo se habla inglés, así como en los demás territorios en que nuestra Compañía opera en Centroamérica.
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