Miguel Asturias - El Papa Verde

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Esta es la segunda parte de la trilogia que integran los libros Viento fuerte, El papa verde y Los ojos de los enterrados añade una aguda intención social a esos valores poético – mitológico y a esa observación de una realidad política.
En una plantación bananera de la zona del Caribe, Asturias retrata a uno de los personajes más apasionantes de la novela hispanoamericana, uno de esos aventureros norteamericanos de recio carácter, individualistas de temperamento casi renacentista, que se apodera de una sociedad frutera, despojando e primer término a los cultivadores y luego a los mismos capitalistas de la compañía.
Obra de arte y documento, pintura de un personaje excepcional y de una situación humana y social, El papa verde ocupa un lugar incomparable en el universo que Asturias ha construido pacientemente, brillantemente, con cada uno de sus libros.

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Mayarí… No, no era Mayarí la que volvía… No era a su novia a la que esperaba…, sus carnes de madera naranja, sus ojos dormidos de pupilas de ébano entre las pestañas sedosas…

Aurelia surgía del internado de un colegio de hermanas educadoras, prematuramente envejecida. El cabello tremado a la espalda en un buey de pelo lacio. El cuerpo sin forma, longo, como si no fuera su cuerpo, sino un tubo envuelto en un uniforme gris, por el que ella pasara a asomar la cara orejona en un extremo.

¡Qué poco tenía que ver este ser con el retrato que él lucía sobre su escritorio! En el retrato era una niña, no bonita, pero graciosa. Aurelia advirtió la decepción de su padre y éste, al darse cuenta, le soltó de mal humor que era la indumentaria la que la hacía parecer otra, no la que él esperaba, más compuestita, más coqueta…

Hundiendo el cacho de su pipa en su sonrisa amarga, Maker Thompson se dijo: «Y como las desgracias no vienen solas, viene con anteojos.» Las gafas que usaba su hija para corregir un defecto focal, la envejecían más que el peinado, los modales y la indumentaria inglesa.

También el Norte que les azotó fuera de la bahía. Cuando Aurelia se repusiera de aquella navegación movida, algún color le asomaría a la cara, no aquella palidez de mestiza palúdica en la que brillaban los aros de los anteojos, aunque más le brillaban los dientes fuertes y hombrunos.

Juambo sacó el poco equipaje que traía, el jefe de la Aduana ordenó que no se registrara, y lo fue llevando al motocar en que padre e hija tomaron asiento en el escaño: ella, escolar y distante; él, desencantado y confuso.

Las palmeras, mechones de mar verde en anillados cuellos de jirafas, se fueron quedando atrás, fundidas en el resplandor de la bahía, rápidamente, a la velocidad del motocar que se alejaba del puerto de calles de barro seco, chozas, casucas, edificios.

El Sambito se rió de la señorita Aurelia para adentro. Para eso tenía la jeta grande, para reírse con los dientes desnudos en carcajada silenciosa detrás de sus labios. Mulato mañoso. El mismo se llamaba así, a sabiendas de que esas mañas eran parte de su vida. Esas y otras de la mafia negra y la santa fe.

– ¡A la niña Aurelia la persignaron aullando! -comentó con sus compañeros de pieza: vivía en el pequeño edificio de los capataces de la bomba de agua-. ¡Aullando es que la persignaron!…

El mimo de la libertad, la alimentación abundante, el trópico, la natación, las caminatas a caballo, los cócteles, el whisky, el cigarrillo y los secretos de belleza fueron cambiando a la longitudinal Aurelia en una joven de gran hermosura, morena, jovial, alegre, que de sus años de internado en el colegio de monjas de Belice sólo conservaba el inglés tartamudeado de las clases privilegiadas británicas.

Trataba a su padre de igual a igual, lo que facilitaba todo. Para Aurelia su padre no era el señor Geo Maker Thompson, sino Geo Maker, simplemente; y a decir verdad, qué bien se sentía Geo Maker en el nombre lacónico que le daba su hija, qué cerca de las cosas sencillas, qué ágil, sin el peso del pasado ni las responsabilidades y preocupaciones de su cargo, y eso que siempre estaban hablando de negocios, como contratistas, lo que exasperaba al joven arqueólogo Ray Salcedo, un yanqui moreno de origen portugués, enviado por una institución científica para estudiar la evolución del bajo relieve en las estrellas de Quiriguá.

– ¿Qué miras en esas piedras que nosotros no vemos? -inquirió Aurelia cuando el arqueólogo aceptaba tomar el té en su casa o iba ella al anochecer al bar del hotel de la compañía, que no quedaba lejos y donde aquél se hospedaba con sus libros, planos, cámaras fotográficas, colecciones de ídolos y jades, pedazos de cerámica y piedras talladas.

Palmeras, amates de hojas pintadas y cactus, flores y arbustos fragantes, enredaderas de jazmincillos en forma de estrellitas blancas, olorosas hasta causar opresión, y de flores caprichosas a modo de espuelas, rodeaban la casa de Aurelia, a cuya puerta más de una vez quedó como olvidada hoja de planta triste su mano en la mano de Salcedo. El calor los acercaba, el silencio, la violenta angustia que produce el trópico.

– Sí, dime, ¿qué le miras a tus piedras?

– Chiquita…

Los senos de Aurelia, como los bajo relieves cuya evolución él estudiaba, parecían adquirir una dimensión más en su redondez de piedra caliza, tersa, dura, de frágil eternidad.

– A mí me da vergüenza no entender… Es todo tan complicado… Malo, no me explicas…

– Lo más sencillamente posible. El bajo relieve…

Aurelia adelantó sus senos y dijo, imitando la voz de profesor que acababa de adoptar el arqueólogo:

– El bajo relieve…

– ¡Bajo relieve, niña!

– Si lo hago para que no me expliques… Adiós…, es tarde… Geo Maker no apaga su lámpara hasta que yo vuelvo… Pero está para marcharse de viaje a Chicago y entonces junto a los monolitos, me explicarás lo de tus bajo relieves.

La noche estampillada de estrellas, como un sobre negro con sellos de oro en que fuera escondida la felicidad humana, cerraba el horizonte. ¿Qué contenía el aire tórrido, quemante? ¿Qué perfume desconocido de horno de quemar perfumes? ¿Qué sueño vegetal giraba con los astros?

Ray Salcedo volvió al hotel. Tenía hambre y devoró dos sandwiches, tres sandwiches, seis sandwiches y muchos vasos de cerveza.

Al pasar para su trabajo al día siguiente, botas, sombrero de corcho y todo lo necesario, entre las hojas de las enredaderas asomó una hojita morena llamándole como todas las mañanas. Se detuvo y subió a saludar a la planta de esa hojita que, tendida en una hamaca, le esperaba para quejarse con él del calor, de los mosquitos, de lo larga que se hacía la jornada sin tener con quién hablar, todas quejas superficiales de niña que quiere que la mimen, pues al marchar Ray Salcedo al encuentro de sus sacerdotes de piedra, empezaba la persecución de los cristianos con su padre, para que le pidiera libros que trataran del arte de los antiguos mayas.

– ¿Ya no te interesan los negocios?

– No. Ahora me interesa lo bidimensional en los bajo relieves de Quiriguá y el enigma de los jeroglíficos que no han sido descifrados, la geometría de las ciudades ceremoniales… ¿Has oído hablar de Nacúm? Pero, por de pronto, quiero que me acompañes a Copan…

– A mi regreso de Chicago, todo lo que se te antoje. Ray Salcedo debía acompañarte. ¿Por qué no se lo pides?

– Ya él estuvo en Copan y de aquí sigue a Palenque.

Y sin más brújula que el corazón de Aurelia, el paseo matinal o vespertino a caballo, en compañía de su padre, antes a las plantaciones para calcular la riqueza que tenían a ojo de buen bananero, terminó en diaria visita a las esteras de Quiríguá, fundada en el siglo de oro de la cultura maya, donde el arqueólogo moreno de pelo negro y ojos verdosos no parecía estudiar, sino esperar que de los labios de los sacerdotes de piedra surgiera la clave que les permitiese descifrar el secreto milenario de las edades.

– La vida está hecha de comienzos sin fin… El fin, al fin llega, pero, mientras tanto, todos son comienzos… -reflexionaba Geo Maker de regreso, en vísperas de su viaje, la cabeza bajo el aludo sombrero de cow-boy, entre las hojas de los bananales, al compás de un himno religioso que cantaba su hija. Los caballos prestaban a sus cuerpos el movimiento ondulante del anochecer de ir cabalgando un río.

– ¡Jisé, musié!… -exclamó Juambo todavía con la boca en chumchucuyo después de tragarse el silbido a la puerta de la lavandería apenas entornada y se paseó los dedos por la cara con santiguadas de patas de araña.

Si el buen criado ve sin mirar y oye sin escuchar, Juambo ni miró ni escuchó, bien que fuera todo ojos y tímpanos, la parte de su persona que no estaba al servicio doméstico, mirando más de lo que veía y escuchando más de lo que oía, actitud de espectador ansioso en la que se mantuvo antes de batir su desaprobación con la cabeza, molinillo con pelo en motitas de espuma de chocolate quemado, y gesticular en silencio, con córneas y los dientes unidos al desorbitar los ojos y encoger el labio superior.

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