Lorenzo Silva - Carta Blanca

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Carta blanca se abre y se cierra con una guerra, la del RIF, en el Norte de Africa, y la Guerra Civil española pero es, sobre todo, la historia de una pasión, porque las huella de un amor verdadero son las que marcan de verdad el alma y el destino, un destino marcado inevitablemente por el desencanto, el conocimiento de los límites de la crueldad humana y el refugio del amor contra todo, frente a todo, como única redención y salida. Lorenzo Silva ha escrito, con la madurez de una prosa directa y sin concesiones, una novela soberbia, madura, descarnada, profundamente apasionada, que indaga en nuestro pasado y nos ofrece la figura carismática y apabullante de un antihéroe atípico y atractivo que debe vivir en una época convulsa en donde se extreman los sentimientos y la auténtica relevancia de nuestros actos.

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– Hostias -apretó aún-, ¿es que voy a tener que hacerlo todo?

Y sin encomendarse a nadie, Bermejo le arrancó las ropas a la mujer. No se molestó en sacarlas por donde correspondía. Las desgarró como si estuvieran hechas de papel, arrastrando al hacerlo los miembros de ella, que seguían los movimientos de las manos que los iban desnudando como si carecieran de fuerza propia. La cara de la mujer estaba vuelta a un lado, enterrada bajo la rodilla de Faura, que se mantenía junto a ella para reducirla, aunque casi parecía innecesaria la precaución. Cuando el sargento terminó, un cuerpo blanco, de vientre suavemente ondulado y grandes pechos un poco derramados sobre las costillas, pero aún apetecibles, se ofreció ante la mirada confundida del cabo Klemper.

– Coño, si lo tiene peladito -exclamó Bermejo-. Qué puta.

Una entrepierna completamente lampiña, en efecto, era lo que tentaba los vacilantes deseos del cabo. Una rareza, que sí, podía observarse en alguna meretriz de campaña que había descubierto las ventajas que en términos de higiene podía reportarle prescindir del vello, pero que ni siquiera entre ellas era frecuente, porque a las mujeres habituadas a servir de desahogo a los ardores de los legionarios no solían quedarles demasiados escrúpulos. Ni Bermejo, ni Klemper, ni Faura podían imaginar que el rasurado, lejos de suponer en aquella mujer la peculiaridad viciosa que les sugería, era una práctica extendida entre las rifeñas casadas. Porque tenían a la vista y a su disposición su intimidad, pero desconocían todo de los usos, el carácter y la mentalidad de aquella gente, cuya vida les habían dado el derecho a destruir, pero ni remotamente alguna posibilidad de compartir o entender.

– Vamos, cabo, a por él, que sabemos que no eres maricón.

No le pareció a Faura que el cabo se arrancara por obra de la burda provocación respecto de su masculinidad que encerraba la frase del sargento. Cuando le vio echarse mano al pantalón y comenzar a desabotonárselo, más bien pensó que Klemper cedía a un impulso que había tratado de eludir, pero que finalmente aceptaba que no tenía sentido, allí donde estaba, y manchado ya por su complicidad en la faena, seguir refrenando. Quién no estaba hambriento de mujeres, llevando aquella vida de polvo y sudor y asomada a la muerte un día sí y otro también. El miembro completamente erecto de Klemper, que se exhibió sin pudor ante sus compañeros, le delató las ganas, la recalcitrante hambre de vivir y hacer vivir que a despecho de todo lo movía, como a cualquier otro animal del barro salido y a ser ceniza condenado.

No era la primera vez que Faura asistía a una cópula ajena. Ni siquiera la primera vez que la presenciaba en circunstancias más o menos bruscas. Los burdeles de campaña no tendían a estar concebidos de manera que se preservara la intimidad de las transacciones carnales, los clientes no eran dados a avergonzarse por la proximidad de testigos y a las profesionales que los atendían más de una vez les tocaba hacer por narices lo que no hubieran hecho de grado. Con todo, ver al cabo (desnudo de cintura para abajo, pero sin quitarse siquiera las cartucheras) entrar y salir con fuertes golpes de cadera de aquella mujer resignada a todo, mientras oía sus resoplidos y jadeos, le produjo una impresión singular y hasta chocante. El circunspecto, el siempre templado Klemper, mostraba en el trance el mismo denuedo fanático que un perro inopinadamente favorecido con una perra consentidora.

La mujer encajaba el ataque sin emitir más ruido que algún gemido ahogado. Faura veía su boca buscando algo que morder, y en algún momento temió que le enganchara la alpargata. Le pareció, o quiso que le pareciera, que no sufría demasiado. Que aguantaba como una parturienta el parto, con la diferencia de que el esfuerzo a que la sometía la cosa que tenía aquel hombre era irrelevante comparado con el que implicaba la expulsión de una criatura, y que tan bien conocía. El dolor para ella podría ser, sería, sobrevivir a aquello, tener que recordarlo y saber lo que significaba frente a los demás; pero en la soledad, inasible para Faura y para los demás hombres, de su conciencia de mujer sufrida y brava, el acto en sí, el zarandeo y el tosco frenesí de aquella soldadesca que la sometía, parecía ser nada, una pantomima ínfima y ridícula a la que no había por qué prestar ninguna atención.

Todo esto caviló Faura mientras se despachaba el cabo, pero también, y sobre todo, cuando le llegó el turno y fue él mismo el que se bajó la ropa y descubrió su propia virilidad alborotada. Quizá le sirvió para sentirse menos vil, pero no le bastó para perder la noción de su vileza. Con ella debió y pudo manejarse mientras buscaba la posición y una vez más, pero en esta ocasión sin pagar dinero y sin mediar consentimiento, daba a su carne enfervorecida el agasajo de una carne recién poseída por otro. Nada en la situación mermaba el vigor de su arrebato. Antes bien, notaba, y tuvo que admitir, que lo incrementaba tortuosamente. Deseaba a aquella mujer, le encendía palpar la consistencia de su cuerpo, observar la forma redonda y hundida de su ombligo y el tierno rizo oscuro de sus pezones que se agitaban con cada embestida. No obtuvo, en aquella escaramuza miserablemente forzada, menos placer que en cualquiera de las ocasiones en que unas piernas femeninas se habían avenido a ceñirle y a acogerle. Incluso era posible que obtuviera más, porque había en aquello, en dar el paso que estaba dando, una manifestación de conformidad con las fuerzas adversas contra las que antaño había luchado inútilmente, una rendición que le proporcionaba una tenebrosa forma de éxtasis. Siguió moviéndose sobre la mujer, hasta que de pronto notó que ella se estremecía, con un espasmo involuntario que contrastaba con la tenaz inmovilidad que había mostrado hasta entonces. Eso aumentó su goce hasta el límite, y tuvo como consecuencia, como rara vez le ocurría ya, que la culminación le sorprendiera y dejara su fruto dentro de la mujer.

Se retiró de tal modo que a los otros, al cabo y al sargento, debió de hacérseles evidente lo que había ocurrido. El sargento no formuló por ello la menor queja. Esperó a que Faura ocupara su puesto y se dispuso a emplearse a continuación. Mientras se colocaba ante la mujer, que seguía con la cara apartada y respiraba entrecortadamente, dijo:

– Ya ves cómo son mis hombres. Como toros. Incluso Faura, que parecía frío. No me dirás que te habían follado antes así, ¿eh, marrana? Pues ahora el sargento, para que no te olvides de la Legión.

Nunca Bermejo le había parecido a Faura tan necio y sórdido como le sonó entonces. Vio cómo se acoplaba con la mujer y comprendió, con una náusea que mezclar en ella sus simientes los hacía para los restos hermanos de algo que era más fuerte y definitivo que la sangre.

13

Después de que Bermejo se vaciara en ella, la mujer quedó desmadejada y en apariencia inconsciente. Podrían haberla dejado allí, seguramente, sin que hubiera supuesto el menor peligro. Pero el sargento les ordenó levantarla y arrastrarla, semidesnuda como estaba, de vuelta al patio. Una vez más, ella se dejó hacer, aunque ahora la vencía el cansancio o la afrenta y tuvieron que llevarla en vilo.

La devolvieron con las mujeres y los niños, entre quienes se derrumbó y con quienes se apretujó en medio de un rumor de sollozos sofocados. De pronto a Faura se le hizo insufrible aquella imagen, todos aquellos seres humanos apiñados y abrazados que se protegían patéticamente de la inclemencia que los tenía a su merced. Y deseó que todo acabara de una vez, aunque sabía lo que su deseo implicaba.

También el sargento, después de aplacar sus más elementales ansías de macho rabioso, pareció sufrir un acceso de lucidez y comprender que llegaba el momento de terminar con la representación.

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